—
Mon Dieu
!
—
C'est la guerre
—concluyó Cook, utilizando la expresión entonces muy en boga siempre que se mencionaban las desgracias derivadas del conflicto.
Como ocurría cuando se hablaba de la guerra, la conversación se había adentrado en caminos desagradables. Afonso sintió que era necesario cambiar de rumbo. Por ello, aprovechó la pausa para intentar conocer a Agnès.
—Debe de ser difícil para una mujer bonita y encantadora como usted vivir en este rincón turbulento de Francia.
Agnès sonrió, complacida por el piropo.
—
C'est pas facile
—dijo ella. Encaró a Afonso, sonrió seductoramente y añadió—: No obstante, a veces, tengo la satisfacción de conocer a unos oficiales
très charmants
que me dejan encantada.
El portugués casi se atragantó con el
whisky
, no se esperaba esa respuesta, las damas en Portugal solían ser más pasivas en el juego de la seducción. El capitán se quedó sin saber qué decir. Tragó en seco, muy sonrojado, y prosiguió sin acusar el impacto.
—Imagino que… con todos los soldados en la calle… no puede andar por ahí paseando a sus anchas. ¿Cómo consigue llenar su tiempo?
—Leo. Leo mucho.
—¿Ah, sí? ¿Y qué lee?
—Oh, un poco de todo. Stendhal, Balzac, Flaubert, Dumas, Daudet, Maupassant…
—¿Y cuál le gusta más?
—No lo sé. Tal vez Dumas, me divierte.
Afonso dejó el vaso de
whisky
.
—A mí también me gusta leer.
—¿Y qué lee en Portugal?
—Bien, no tenemos tanta variedad como ustedes en Francia, pero me agradan Eça de Queiroz y Júlio Dinis.
—Yo ya he leído una novela portuguesa —comentó Cook.
—¿Ah, sí? —se sorprendió Afonso—. ¿Y cuál?
—
El guaraní
.
—¿
El guaraní
? —preguntó el capitán, haciendo una mueca—. Nunca he oído hablar de ese libro. ¿Seguro que era ése el título?
—
Sure
. El autor se llama José de Alentar.
—Qué curioso, no lo conozco. ¿Dónde encontró el libro?
—En Brasil.
—Ah, no debe de ser portugués, sin duda se trata de un escritor brasileño. ¿Le gustó?
—
Well
, no entendí algunas palabras —dijo, riéndose el inglés—. Pero creo que sí.
—¿Era mejor o peor que las novelas inglesas?
—Era diferente.
—¿Y qué se lee en Inglaterra? —quiso saber Agnès, con pocas ganas de volver al juego de las comparaciones—. ¿Charles Dickens?
—Sí, ése es nuestro autor más importante, después de Shakespeare. Pero hay otros.
—¿Por ejemplo?
—Oh, tantos. Thackeray, las hermanas Brontë, Eliot, Trollope, Stevenson, Hardy, Kipling, Conrad…
—Pues de los autores ingleses sólo he leído aquella novela de Dickens que transcurre durante la Revolución francesa.
—
A tale of two cities
. ¿Le gustó?
—
Oui
—dijo alegremente la francesa—. Lloré mucho al final.
—
That's Dickens, all right
—coincidió Cook con sonrisa de conocedor.
—¿Y cuál es el escritor que más le gusta?
—Creo que Stevenson, me agrada su sentido de la aventura, el gusto por lo exótico. Pero, mire usted, estoy leyendo ahora una novela que salió hace poco tiempo y que es muy buena, muy original, muy profunda.
—¿De qué trata?
—El libro se llama
Of human bondage
. Es la historia de un hombre que se enamora ciegamente de una mujer, pero ella no quiere saber nada de él. Lo extraordinario en esta novela es que el lector entra en la cabeza del personaje y comienza a pensar como él, a entender sus sentimientos, a comprender sus reacciones, a anticipar sus movimientos. El lector se transforma en el personaje.
—Parece interesante —coincidió Agnès—. ¿Quién es el autor?
—Somerset Maugham. Es un escritor nuevo, yo mismo nunca había oído hablar de él.
—Pues fíjese, la novela que he comenzado ahora a leer es lo contrario, incluso me produce dolores de cabeza.
—¿Y por qué?
—Porque la historia no avanza.
Mon Dieu
, da la impresión de que no tiene historia.
—¿Y qué obra maestra es ésa?
—
À la recherche du temps perdu
. Es un título que me parece adecuado, porque ya me siento buscando el tiempo que esa novela me hace perder. Fíjese que las primeras cincuenta páginas se dedican a una escena en la que el personaje se encuentra en la cama esperando que su madre vaya a darle el beso de las buenas noches. ¡Cincuenta páginas para eso!
Todos se rieron.
—¿Y quién es el genio que ha escrito esa obra de arte?
—Marcel Proust.
—No irá muy lejos —sentenció Cook.
—No diga eso, el libro está extraordinariamente bien escrito.
—Pero ¿cuál es la historia?
—Ése es el problema, aún no he captado la historia —observó Agnès, pensativa—. Es cierto que voy aún por el principio, pero me parece que el personaje anda en busca de cosas de su memoria, de cosas perdidas en el tiempo, de ahí el título, posiblemente. Es algo extraño, pero me da la impresión de que, tal vez más que de historias, éste es un libro hecho de sensaciones, de impresiones, de olores, de sabores, de sonidos, de colores, de emociones, de afectos. Yo diría que es un gran fresco coloreado con nostalgia, momentos mágicos de la infancia, pequeñas cosas.
—Mire, yo tengo un amigo que una vez me dio la definición perfecta de lo que es un buen libro —dijo Cook, que efectuó una pausa teatral para echar una bocanada fragante de su Coronita—. Un buen libro es aquel que está bien escrito y tiene una buena historia. Si el libro está bien escrito pero la historia es mala, el libro no es bueno. Si el libro tiene una buena historia pero está mal escrito, tampoco es bueno. El libro sólo es bueno si tiene una buena historia y está bien escrito.
La leña en la chimenea crepitaba suavemente y los tres se recostaron en los respectivos asientos, tranquilos y serenos, disfrutando del momento y digiriendo aquella idea. Todos recordaron las novelas leídas a lo largo de sus vidas, pensaron en las que tenían buenas historias pero estaban mal escritas y en las que estaban bien escritas pero tenían malas historias. Y pensaron sobre todo en aquellas obras, raras y preciosas, que, con palabras sencillas y elegantes, frases graciosas y bien estructuradas, incluso poderosas, contaban historias inolvidables y arrebatadoras. Sí, coincidieron, ésos sí que eran libros realmente buenos. ¿Cuántas excelentes historias no se habrán desperdiciado en malos textos, cuántos buenos redactores no se habrán perdido en malas historias? Es como la pintura, consideró Afonso. ¿De qué sirve tener buena técnica si no se tiene imaginación creativa? ¿De qué sirve tener imaginación creativa si no se domina la técnica de la pintura? ¿No está siempre una al servicio de la otra, dando y recibiendo, cambiando y evolucionando, transformándose e influyéndose?
El sonido metálico y distante del Biedermeier dando la hora en el comedor llenó el silencio. Por asociación de ideas, casi sin querer, Afonso se acordó entonces de lo que había prometido la baronesa después de cenar.
—
M'dame
, hace un momento se refirió a un objeto artístico sorprendente…
—
Oui
—exclamó Agnès, con el rostro iluminado, y señaló un punto de la pared encima de una estantería—. Es aquel cuadro.
Los dos oficiales se volvieron en aquella dirección y repararon, por primera vez, en un pequeño cuadro realmente extraño: era un paisaje pintado de manera poco ortodoxa, el cielo recortado por formas geométricas de diferentes tonos de azul, las casas transformadas en rectángulos tenues, los árboles en triángulos verdes.
—
Good Heavens
! —soltó Cook, con los ojos desorbitados—. ¿Qué es eso?
—Cubismo —explicó la baronesa, divertida por la expresión de perplejidad de los dos militares.
—¿Cubismo?
—Es una nueva corriente artística, muy
chic
, muy
avant garde
—explicó Agnès—. Ese cuadro es de Robert Delaunay; lo compré hace unos cuatro años en la galería Kahnweiler, en París.
—Pero es horrible —dijo Cook con una mueca de rechazo.
—Yo diría que es diferente, original tal vez.
—Pero la naturaleza no es así, el cielo no es así, todo está mal pintado.
—No está mal pintado —aseguró la francesa—. La idea del cubismo no es representar el objeto tal como lo vemos, sino tal como lo conocemos. El cielo tiene varios tonos de azul porque sabemos que el cielo es así, la intensidad de su luz varía con la luz del día.
—
It's ghastly
! —repitió el oficial británico, aún horrorizado por lo que observaba e insistiendo en la idea de que no veía ninguna virtud artística en el cuadro. Para no dar tiempo a que le exhibiese más objetos de esa clase, susceptibles de ofender su sensibilidad estética, Cook apagó en el cenicero lo que poco que quedaba del Coronita, se levantó del sillón y bostezó—. Amigos míos, ha sido una reunión agradable, pero ya son las once de la noche y tengo sueño. Mi admiración,
madame
, y mi agradecimiento. Afonso,
old chap. Cheerio and behave yourself
!
—
Bonne nuit
!
—Hasta mañana, Tim.
El inglés se fue. Agnès y Afonso se quedaron solos.
Los lanudos caminaban ahora por las animadas aceras de la principal avenida de Merville, evitando el pavimento embarrado de la calle, ocupado por caballos y algunos carruajes, y el movimiento del centro del pueblo los puso más alegres. Siguieron por la avenida hasta llegar a un edificio color ladrillo frente al cual se aglomeraba un considerable número de soldados: era la puerta del burdel.
Le Drapeau Blanc
estaba escrito en un letrero rojo encima de la entrada.
—Vaya —comentó Baltazar—. ¡Cuántos tipos necesitados!
Los soldados hacían cola; eran seguramente más de un centenar. Se mezclaban ingleses, escoceses y portugueses en medio de gran algazara, cada uno esperando su turno, casi todos en grupo, siendo raros los hombres que aguardaban solos. Se multiplicaban los chistes y las carcajadas. Las propias autoridades francesas habían montado el burdel para servir a las tropas de aquel sector, y Le Drapeau Blanc era sólo uno de los muchos existentes en la retaguardia de las líneas aliadas. Había burdeles para oficiales, más discretos y caros, donde hasta se conversaba con las prostitutas, mientras que los soldados se contentaban con versiones industrializadas y expeditivas, sin tiempo para grandes charlas porque el tiempo urgía y la clientela estaba a la espera, verdaderas fábricas de sexo masificado y en serie.
Matias y sus amigos se unieron a la cola. Delante de ellos había unos ruidosos escoceses, fácilmente reconocibles por los
kilts
de lana Black Watch del regimiento
highlander
y boinas Tom O'Shanter. Los escoceses se reían estúpidamente y daban señales de estar ebrios. Pero, al rato, Matias reconoció a dos camaradas del 8 y fue a su encuentro.
—¿Y? —los saludó—. ¿A por putas?
—Así es —confirmó uno de los portugueses, un muchacho llamado Victor—. Pero esto aún llevará un buen rato.
—Sí, hay mucha gente —confirmó Matias—. ¿Cuántas putas hay ahí dentro?
—Me han dicho que tres.
—Tres… —repitió Matias, haciendo mentalmente la cuenta.
—No te esfuerces, ya hemos hecho el cálculo —dijo Victor—. Somos ciento veinte y ellas son tres, da cuarenta hombres para cada puta. A cinco minutos por polvo, da doscientos minutos más o menos.
—Doscientos minutos, más el tiempo que se pierde para quitarse la ropa y volver a vestirse —observó Matias.
—No, no —aclaró Victor meneando la cabeza—. Esta cuenta ya incluye todo eso.
—Ah, vale —se admiró Matias—. Por tanto, sólo tenemos que esperar tres horas.
—¡Y eso si quieres! —Victor se rio.
Matias regresó a su lugar en la cola y les contó las novedades a sus compañeros. Sólo Baltazar pareció desanimarse.
—Tal vez deberíamos volver atrás y tirarnos a la refugiada —bromeó—. Siempre sería más rápido y barato.
Se quedaron esperando, viendo avanzar la cola lentamente y a los clientes ya saciados salir de Le Drapeau Blanc, con la felicidad estampada en el rostro, su autoestima creciendo desde los pantalones. No había dudas de que aquellas prostitutas ofrecían un servicio eficiente. En una visita anterior al burdel de Merville, a Matias lo informaron de que cada una de ellas servía al equivalente de casi un batallón por semana. Trabajaban mientras tenían fuerzas y ánimo. El límite normal eran tres semanas, después de las cuales ellas izaban la bandera blanca y, cansadas, se retiraban con el deber patriótico cumplido, pero sobre todo con unos buenos ahorros, aseguradas, probablemente, hasta el final de la guerra.
Mientras esperaban, los cuatro empezaron a hablar sobre las cualidades de las mujeres francesas en la cama, las expertas en juegos, las desvergonzadas y las púdicas, o las falsas púdicas. Éstos eran asuntos con los que los hombres soñaban o de los que alardeaban con gusto. En general, preferían evitar las estadísticas, no fuese a darse el caso de que alguno de los colegas contase
performances
sexuales superiores, aunque ficticias. Ir con las francesas, incluidas las prostitutas, era un tema de especial orgullo entre ellos, y los más experimentados no se negaban a los comentarios. En este punto, Baltazar,
el Viejo
, decidió hacer una comparación con las portuguesas y descubrió que sus comentarios críticos, aunque seguidos con atención, no eran rebatidos ni corroborados por sus amigos. El hecho le resultó intrigante y los presionó hasta arrancar de Vicente una confesión que lo dejó muy sorprendido.
—Mi primera mujer la encontré aquí, en Francia —murmuró Vicente,
el Manitas
, con la cabeza gacha, casi avergonzado—. Nunca lo he hecho con una portuguesa.
Baltazar se quedó mirándolo, atónito.
—¿Has venido virgen aquí?
Vicente asintió con la cabeza.
—¿Qué edad tienes?
—Veinte.
—Válgame Dios, hombre, quien te viese no lo diría —comentó el veterano—. Cada quince días vienes de putas: da la impresión de que te has pasado toda tu vida así, desde la cuna, dale que te pego.
—¿Sabes, Baltazar? —explicó Vicente—. Cuando
se'stá
en las trincheras se piensa mucho, uno piensa en la muerte, piensa en todo.