La amante francesa (43 page)

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Authors: José Rodrigues dos Santos

Tags: #Bélica, Romántica

BOOK: La amante francesa
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Un chasquido proveniente de la puerta deshizo las fantasías como una nube que se disuelve en el cielo. Afonso alzó la cabeza y miró hacia la entrada. Por momentos le pareció que todo era normal, pensó que tal vez había oído crujir una madera, posiblemente un mueble, debido a los sutiles cambios de temperatura; en resumidas cuentas, un ruido habitual en un palacete de aquellas dimensiones. Pero un nuevo sonido, ahora algo diferente, más suave y prolongado, confirmó que algo realmente pasaba. Afonso se sentó en la cama, alerta. Un tenue claror de luz surgió verticalmente de la entrada de la habitación, era la puerta que se abría, despacio.

—¿Alphonse?

Los ojos del capitán se desorbitaron.

—¿Alphonse?


Oui
?

Una silueta entró con una vela en la mano, los contornos de luz revelaron las líneas graciosas de Agnès, las sombras danzaban en su rostro fino, la penumbra acentuaba las curvas de la cintura y de los muslos y la protuberancia de los senos firmes que se insinuaban bajo el vestido color crema. La baronesa se detuvo, mirándolo, frágil, casi recelosa, sumisa incluso. Él la miró, sorprendido. Agnès sonrió con timidez y dulzura, se acercó a pasos leves, se miraron de cerca, con el corazón palpitante, a saltos, se apretaron, envolviéndose en un abrazo, se besaron, tímidamente primero, con ansiedad después.

Afonso comenzó por la mejilla, bajó hasta los labios, los descubrió húmedos y blandos, entró con su lengua, la boca era dulce, caliente, acogedora; encontró en ella un sabor meloso que lo dejó ebrio, borracho de placer, perdido en una dimensión que no sabía que existiera, como si lo hubiesen arrancado de la realidad y lo elevasen a la eternidad. Afonso era una golondrina; Agnès, el cielo; ella, un lago; él, un nenúfar. Sintió el suave terciopelo de los gruesos labios rojos que lo recibía con pasión y supo entonces, en ese preciso instante, como si se tratase de una revelación, que esos mismos labios de miel eran su hado, que aquella boca caliente se había hecho para ser su casa, que aquella mujer tierna había nacido para ser su destino.

El deseo creció, se volvió irresistible, arrebatador, incontrolable, la respiración pesada, jadeante. Ella sintió que sus piernas flaqueaban, cayó en la cama y se perdió en las sábanas. El capitán le lamió la oreja derecha, bajó hasta el cuello y después, liberando sus senos del camisón, recorrió los pezones erectos con la lengua, los chupó y los lamió, eran rosados y firmes. Metió la mano por debajo del camisón, la ayudó a quitarse las bragas y la acarició entre las piernas. Después, cuando la sintió muy húmeda, se quitó los pantalones del pijama y buscó la entrada.


Doucement
—susurró ella.

Afonso la penetró con suavidad. Se sintió embriagado, era como si se hubiese sumergido en un delicioso frasco de miel, infinitamente dulce, caliente y húmedo, tan sabroso que hasta se le hizo la boca agua. Agnès cerró los ojos, gimió, echó la cabeza hacia atrás y lo sintió dentro de sí, abriéndola, explorándola. Sin que Afonso lo esperase, ella se giró y rodó encima de él, dominándolo. El capitán nunca había visto a una mujer en esa posición, ni siquiera lo habían hecho las desenfadadas chicas de las Travessas, en Braga. Pasada la sorpresa inicial, aceptó el dominio, lo consideró una cosa excitante más que la francesa le enseñaba. Ella lo cabalgó con entusiasmo, con su vientre danzando de arriba abajo, a veces acariciándolo con la yema de los dedos. Cuando sentía que la eyaculación era inminente, le apretaba las manos.

—¡Para! ¡Para! —imploraba.

Ella se inmovilizaba, paciente, hasta que la lava que lo quemaba retrocedía poco a poco, y después recomenzaban, siempre besándose y acariciándose. Minutos más tarde, ella se tumbó y él volvió a la postura dominante. Sintió que su cuerpo ganaba velocidad y ritmo, dejándose llevar, cabalgando autónomamente con creciente intensidad, cada vez más rápido, hasta que ya no pudo contenerse y se descargó con un grito, y entonces el cuerpo estalló y gimió de placer, al mismo tiempo que ella se agitaba debajo en un orgasmo más prolongado. Todos los músculos se endurecieron, alcanzaron un pico de tensión y, pasada la oleada alucinante, se relajaron de inmediato. La respiración recobró su normalidad gradual, una indescriptible sensación de bienestar les llenó el alma de paz y se durmieron enlazados en un abrazo.

VI

L
a luz, esa mañana, era límpida y suave. El sol difundió una claridad helada por el manto blanco intermitente que cubría el paisaje agreste de las trincheras. Diciembre había llegado con nieve y un frío glacial, más helado cuando el cielo se abría con un azul puro, como hoy, restos de copos amontados aquí y allá, como si estuviesen echados al abandono, pequeños charcos de nieve derretida en los cráteres y en las fosas de los surcos rasgados en la tierra entre parapetos, donde se amontonaban los topos humanos. La vegetación yacía quemada por el hielo o el fuego de la guerra. Los árboles, desnudos, carbonizados y mutilados, se alzaban como espectros obstinadamente de pie en aquella tierra revuelta por el acero y la muerte.

La tranquila placidez del paisaje albo creaba la ilusión, agradable pero peligrosa, de que allí no había guerra, impresión intensificada por las nuevas sensaciones que habían entrado de repente en el mundo del capitán Afonso Brandão y que daban color a su nueva perspectiva de vida. La intensa noche con Agnès y la complicidad que se estableció entre los dos amantes, complicidad cimentada en los fugaces encuentros que tuvieron los cuatro días restantes de descanso del oficial, avivaron en él otro estado de ánimo. En cierto modo, el capitán temía ahora aún más las semanas de trincheras, pero, al mismo tiempo, y a pesar de un mal disimulado sentimiento de culpa por su relación con la mujer de otro hombre, la perspectiva del regreso al descanso se presentaba más luminosa, llena de promesas, de encantos prohibidos, de placeres renovados, de emociones arrebatadas.

Era la mañana del día 6 de diciembre. La noche de la víspera, Afonso y la Infantería 8 habían regresado a las posiciones de Neuve Chapelle. El frío era punzante y, si ya se manifestaba así a principios de diciembre, ¿cómo sería en enero y febrero? Apoyado en el parapeto interior de la línea B, los pensamientos del capitán se dividían entre el esfuerzo por protegerse del hielo que le entraba por el dolmán y el deseo de refugiarse en el calor del recuerdo ardiente de Agnès y en el universo de fantasía que construía en su alma apasionada, anticipando los nuevos encuentros que preveía después de esta semana en las trincheras. Sacó del bolsillo la cigarrera plateada que la baronesa le regaló guiada por la emoción de la despedida, se llevó distraídamente un Kiamil a los labios y lo encendió, siempre sumido en sus pensamientos, intentando encontrar en el acre humo del cigarrillo el dulce aroma de la boca de la baronesa, la fragancia perfumada de L'heure bleue. Tan absorto estaba que sólo se dio cuenta de que el teniente Timothy Cook se acercaba cuando el oficial inglés de enlace lo saludó.


What ho, Afonso, old boy
?

El capitán bajó a la Tierra y miró al recién llegado.

—¿Eh? —exclamó—. Ah, hola, Tim.


What's up
? —preguntó Cook, deseoso de saber qué novedades había.

—Nada. Por el momento, todo sigue igual.

—Entonces, ¿cuál es el motivo de tanto revuelo? —preguntó el teniente inglés en su portugués británicamente abrasileñado.

—¿Revuelo? ¿Qué revuelo?

—El que se ha armado en la C
line
.

—¿Qué ocurre en la línea C?

—No sé, dímelo tú. He visto un montón de gente en la puerta del puesto de señaleros, en Dreadnought Post.

—¿Ah, sí? ¿Cuándo?

—Ahora mismo, he pasado por allí y había un tumulto tremendo.

Afonso miró a Cook con expresión interrogante.

—No sé nada —dijo—. Espera que voy ahí a ver qué pasa.

El capitán recorrió con Joaquim la línea B, llegó a la línea de comunicación, Jock Street, giró a la izquierda y entró por Winchester Road, cogió la línea C, siguió hacia la derecha y fue hasta el puesto de señaleros de Dreadnought, un hoyo abierto entre sacos de arena. Al acercarse, se dio cuenta de que había, en efecto, un rumor agitado en el lugar.

—¿Qué ocurre? —le preguntó al teniente Curado, que se quedaba a la puerta, con oficiales inquietos a su alrededor.

—Una revolución, mi capitán.

—¿Una revolución? ¿Qué revolución?

—En Portugal, mi capitán. Bernardino y Afonso Costa se han marchado.

—¿Qué me están contando?

—Como le digo, mi capitán. Ha habido una revolución en Portugal.

Afonso entró en el puesto, donde todos hablaban animadamente, en medio de gran alboroto, se abrió paso entre los oficiales excitados y fue a hablar con el telegrafista.

—Cuéntame qué es lo que está pasando.

El telegrafista, un alférez de nariz protuberante, lo miró desanimado, por enésima vez le hacían la misma pregunta, todos querían saber qué pasaba, qué informaciones llegaban por telégrafo, y se había cansado de repetir la misma cantilena. Suspiró y decidió ser escueto.

—Sé muy poco, mi capitán. Sólo la información de que ayer hubo una revolución y que se combate en las calles de Lisboa.

—Me han dicho en la puerta que han derrocado al presidente de la República y al primer ministro.

—Por lo que sé, eso aún no se ha confirmado, es una mera especulación. Si hay combates, supongo, eso significa que aún no hay nada decidido.

—¿Y quién encabeza ese golpe?

—Un tal mayor Paes.

—¿Mayor Paes? ¿Quién es ése?

—No lo sé, mi capitán.

El teniente Pinto, su mejor amigo dentro de la Infantería 8, apareció entre otros dos oficiales, con su pelo rojo despeinado, como si acabase de levantarse, y le puso la mano en el hombro.

—¿Qué, Afonso? ¿Nos vamos a casa?

—Hola, Zanahoria. Creo que, finalmente, estamos en el lugar equivocado. La guerra es en Portugal, no aquí.

—Sí, allí están a tiro limpio.

—¿Quién es el tal mayor Paes?

—Mira, me dijeron hace poco que es un tipo del Ejército que estuvo hace unos años en el Gobierno y al que después enviaron al consulado portugués en Berlín.

A Afonso se le desorbitaron los ojos al identificar el nombre.

—¡Aaaaah, Sidónio Paes!

—Ése —confirmó Pinto—. ¿Conoces al tipo?

—Sólo por los periódicos —respondió el capitán.

—¿Y?

—Si llega a ganar, es lo que tú dices: me parece que podemos ir haciendo las maletas y prepararnos para volver a casa.

—Eso fue lo que me dijeron. ¿El tipo es monárquico?

—Eso es lo que tú quisieras —sonrió Afonso, buen conocedor de las convicciones monárquicas del teniente Pinto—. Por lo que yo sé, Paes es republicano, está ligado al Partido Unionista. Me acuerdo de que también formó parte de los primeros Gobiernos de la República.

—Pero está contra la guerra…

—Creo que sí. Estaba en Berlín cuando los boches nos declararon la guerra, se llenaba la boca elogiando a esos cabrones y, por lo que sé, no le gustaba nada nuestra venida a Flandes. —Se calló, pensativo—. Verás cómo la Virgen de Fátima finalmente tenía razón, vamos a volver pronto a casa.

El capitán Resende, ya menos gordo desde que hacía dos semanas se había sometido a la novatada, abrazó efusivo a los dos hombres.

—¡Nos vamos a casa, caramba!

—No te adelantes, Resende —recomendó Pinto—. Aún no sabemos cómo acabará este asunto, puede ocurrir que el mayor Paes no gane.

—Tú estás loco, Zanahoria. Yo conozco a ese hombre, claro que va a ganar.

—¿Lo conoces?

—De Coimbra. Dio clases en la universidad.

—¿Y cómo es?

—Un tipo recto, con él no se juega. Este desmadre de los diputados, de Afonso Costa y de la guerra se va a acabar. Paes pondrá orden en este desastre.

—Dios te oiga —comentó el teniente Pinto, que nunca llegó a digerir la decisión de Portugal de entrar en la guerra—. ¿Os dais cuenta? Bernardino y Afonso Costa vinieron aquí, al CEP, a mediados de octubre, y ambos ya están con excedencia menos de dos meses después.

El ambiente en el puesto estaba agitado. Los oficiales entendían que, cualquiera que fuese el desenlace, los acontecimientos de Lisboa tendrían impacto en sus vidas. Si el Partido Democrático seguía en el poder, manteniendo a Bernardino Machado como presidente de la República y a Afonso Costa como primer ministro, probablemente no se alteraría el grado de implicación de Portugal en la Gran Guerra. Pero, si triunfaba Sidónio Paes, las cosas cambiarían de rumbo y nadie dudaba de que sería posible la retirada del CEP del teatro de operaciones. Más que entre republicanos y monárquicos, el país estaba dividido ahora entre intervencionistas y no intervencionistas. Si el Partido Democrático, en el poder, era intervencionista, cualquiera que se le opusiese iba a estar necesariamente en contra de la participación de Portugal en el conflicto.

Afonso salió del puesto y, a pesar del frío glacial, salió fuera a tomar aire. Se sentía dividido y no sabía qué pensar. Por un lado, deseaba ardientemente dejar las trincheras, olvidar la guerra y regresar al cuartel de Braga o al rincón apacible de Rio Maior. Había hecho lo que le correspondía, había cumplido con su deber, era hora de descansar. Pero, por otro, no dejaba de tener conciencia de que el abandono del conflicto sería mal visto por los aliados y la posguerra se vería comprometida. ¿Cómo preservar el imperio si Portugal no era capaz de mantener dos divisiones en Flandes? Y, en el fondo, pensaba que eso no era todo: si el CEP se retirase, no sólo se perdería el prestigio de Portugal, habría también otras cosas que quedarían atrás. Estaba Agnès.

A Marcel le extrañó la petición de la baronesa y frunció el ceño, pero se limitó a asentir.


Oui, madame
—dijo, siguiéndola por los corredores del palacete.

Agnès cruzó el
foyer
con impaciencia, dejó atrás la puerta de entrada, recibió el aire frío de la mañana como un soplo de libertad y bajó la escalinata con alivio. Estaba fuera, había salido del palacete, se sentía levísima. El criado se le adelantó, deprisa, y fue corriendo hacia el lado derecho. Instantes más tarde, se oyó el ronquido de un motor y él apareció al volante del Renault amarillo del barón Redier, un elegante sedán. Dio la vuelta a la placita, se detuvo delante de su ama, bajó del coche, con el motor aún en marcha y soltando humo negro por el escape, abrió la puerta trasera. Agnès levantó sus anchas faldas rosadas, apoyó el pie derecho en el estribo y se instaló en el compartimiento cerrado. Marcel volvió al volante, destrabó el freno y arrancó. Una ráfaga de viento helado lo despeinó cuando el coche traspasó el portón: a fin de cuentas, el lugar del
chauffeur
era al aire libre, sólo protegido por el cristal delantero y por el tejadillo.

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