La amante francesa (45 page)

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Authors: José Rodrigues dos Santos

Tags: #Bélica, Romántica

BOOK: La amante francesa
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El capitán y el sargento se quedaron un largo rato en el parapeto, mirando la inmensidad de las tinieblas que se extendía frente a ellos. Sólo unos tiros o ráfagas ocasionales rompían el silencio que se había abatido sobre las líneas. A cierta altura, un «Very Light», proveniente del lado alemán, se encendió en el cielo y comenzó a descender con lentitud, lanzando una luminosidad casi diurna sobre la Tierra de Nadie. Era una luz extraña y aterradora, tenía algo de siniestro, parecía de otro mundo. Había algunos a quienes les parecía hermosa, pero el capitán sentía un invariable estremecimiento de miedo siempre que veía aquel fulgor sobrenatural cerniéndose sobre las líneas. Intentando abstraerse de los sentimientos sombríos que generaba el «Very Light», Afonso y Rosa se esforzaron por aprovechar la visibilidad y detectar presencia humana en aquella faja de terreno inhóspito, presencia que sabían cierta. Pero el paisaje se mantenía muerto, la luz revelaba sólo los árboles tristemente encorvados, amputados y calcinados, alzándose como espantapájaros, las sombras girando con suavidad por el suelo en una rotación contrapuesta al faro que cruzaba el cielo, cráteres excavados en la tierra, un manto blanco de nieve resplandeciendo luminosamente bajo el fulgor frío del «Very Light» que bajaba suspendido de su pequeño paracaídas. El foco de luz murió cerca del horizonte, y, en aquellos largos instantes de claridad, no vislumbraron señales de Vicente y Abel, como si ambos se hubiesen volatilizado de la Tierra de Nadie.

Al cabo de diez minutos, un único estirón del cable telefónico indicó que los dos soldados habían llegado a la posición de observación. Tranquilizado, Afonso se sentó en la banqueta, dejando que el sargento vigilase la Tierra de Nadie, y encendió un cigarrillo inclinado sobre sí mismo, protegiendo la lumbre, con sus manos enguantadas, del viento cortante y, sobre todo, de las miradas enemigas. Pasaron los minutos y, por más que aguzasen el oído o intentaran discernir algo en la oscuridad, Afonso y el sargento Rosa no tuvieron ninguna indicación proveniente de la patrulla. El capitán sabía que, con aquella nieve desparramada por el suelo, no debería mantener a los dos hombres mucho tiempo en la Tierra de Nadie, so pena de que sufriesen hipotermia, por lo que, al cabo de media hora, le hizo una seña al sargento.

—Ordénales que vuelvan.

El sargento Rosa tiró dos veces del cable telefónico y se quedó vigilando desde el parapeto. Diez minutos después, los bultos de los dos soldados emergieron de la noche, blancos de frío, y entraron en la línea del frente. Les castañeteaban los dientes, tenían los brazos helados, temblaban sin parar. Se sentaron en las banquetas y se doblaron sobre sí mismos, encogiéndose en busca de calor. El sargento les extendió un vaso de aguardiente, que bebieron de un trago, ávidos del ardor del alcohol que entró en su cuerpo y les calentó las vísceras.

—¿Y? —preguntó Afonso cuando le pareció ver que los hombres estaban algo recuperados.

—No hay novedades, mi capitán —dijo Vicente,
el Manitas
, muy rápidamente, tragándose sílabas, con una voz quebrada por el frío—. Hemos oído hablar a los tipos al fondo y nada más.

—¿Ningún movimiento?

—Nada.

—¿Para dónde fueron ustedes?

—Hasta una fosa que hay al fondo, cerca de ellos. Hacía un frío de muerte. Si nos quedábamos un rato más, nos congelábamos.

—¿En qué punto estaban hablando los boches?

—Junto al parapeto, en línea recta frente a Rifle Row, en Mitre Trench —respondió Vicente, que señaló la dirección con la mano—. Justo allí.

Afonso suspiró y se incorporó.

—Vayan a descansar —dijo antes de alejarse.

El capitán fue hasta el puesto de centinelas. Tenía que transmitir la información de que todo seguía en calma en su sector y la orden para ametrallar la posición donde la patrulla había detectado soldados enemigos hablando, pero ante todo quería también saber si había novedades sobre los acontecimientos en Portugal. Después de comunicar que la patrulla de escucha no había registrado ningún movimiento en las posiciones alemanas, el alférez encargado del telégrafo le dijo que las fuerzas rebeldes en Lisboa habían hecho campamento en el parque Eduardo VII, mientras que la Guardia Republicana, leal al Gobierno, se había instalado en el Rossio. No había más detalles y el capitán volvió a las líneas para efectuar la ronda de la noche e inspeccionar los trabajos de reparación y drenaje de las trincheras. No llegaría a acostarse hasta el amanecer, después de que el resplandor radiante de la mañana asomase difuso más allá de las líneas enemigas.

Matias,
el Grande
, Baltazar,
el Viejo
, y cuatro hombres más pasaron tres horas encima del parapeto de la línea del frente, entre Newcut Alley y Château Road, dedicados al trabajo de fortalecimiento de las posiciones defensivas. Actuando a oscuras y comunicándose mediante murmullos temerosos, los seis soldados colocaron diecisiete alambradas y cuatro rollos de alambre de espinos en aquel sector, ya que unos morterazos caídos allí durante el día habían arrancado las protecciones anteriores. Perdieron la sensibilidad en los dedos, las manos se agitaban con un temblor menudo, dormidas y heladas. Con gran alivio, dieron por concluido el trabajo y recibieron la autorización del sargento Rosa para recogerse en el refugio, situado en Baluchi Road.

Matias y Baltazar bebieron media botella de ron junto a las paredes interiores del parapeto, sintieron que el alcohol les calentaba las entrañas como el vaho de un volcán y, más reconfortados, se pusieron en camino. Subieron por la Château Road hasta la Rue Tilleloy y entraron después por la Baluchi hasta llegar al refugio. Se sumergieron en el hueco fangoso y se encontraron con Vicente y Abel tumbados en el suelo y envueltos en mantas, con los cuerpos iluminados por una bombilla débil, cuya luz amarilla y parpadeante les bailaba en el rostro.

—¿Qué pasó con la patrulla? —preguntó Matias mientras se instalaba.

—No me hables —replicó Vicente, pálido de frío, con la manta que lo cubría hasta la nariz—. Hacía un frío infernal.

—¿Acaso no lo sé yo? Estoy con las manos hinchadas de sabañones, carajo —dijo, mostrando los puños deformados por el frío, los dedos gordos y de un color rojo amoratado—. Hasta parece que me sale sangre de las uñas.

—Esto es peor que la sierra —se quejó Baltazar, que era de Gerês y estaba habituado al hielo seco de las alturas—. ¡No siento los dedos, mierda!

Matias miró a Abel y reparó en que su amigo temblaba sin poder parar.

—Oye, Canijo, te veo muy mal.

—Ah, Matias, estoy helado —dijo con dificultad—. Esta patrulla en la nieve me ha sentado francamente mal.

—Ya lo veo. ¿Te has echado un trago?

—El sargento me dio algo de beber cuando acabó la patrulla —gimió Abel—. Pero el ron a mí no me hace mucho efecto.

—Joder, hombre, no sé qué hacer para que estés bien. No puedo encenderte una hoguera, no puedo conseguirte una buena tía para que te despeje. Si el alcohol no te hace efecto…

A Abel,
el Canijo
, le castañetearon los dientes una vez más antes de poder volver a hablar.

—¿Sabes lo que me sentaría realmente bien? —preguntó por fin.

—Dime.

—Algo que mi madre me daba en invierno.

La tiritera de frío se acentuó y Abel cerró los párpados y se calló, mientras su cabeza se agitaba en medio de un delirio de hielo. Matias se impacientó.

—¿Qué era? Desembucha, hombre.

Abel volvió a abrir los ojos.

—Té.

—¿Té?

—Sí, un té calentito, con un poco de alcohol. Puede ser ron. Té con ron. Ah, eso sí que era una maravilla.

—Oye, Canijo, ¿dónde voy a conseguirte té a esta hora? No están las cosas como para ir al
estaminet

Abel volvió a cerrar los ojos, con el cuerpo que no paraba de temblar en medio de descontroladas convulsiones de frío.

—Aquí aún nos quedan unos sobrecitos de té —anunció Vicente, hurgando en la caja de las raciones—. El problema es el agua caliente.

—Siempre podríamos hacer una hoguera —dijo Baltazar, pensativo—. Prepararíamos un fuego de categoría.

—Estás loco, Viejo —lo interrumpió Matias—. Nos asfixiaríamos aquí dentro, ni pensarlo. —Se calló un instante, pensativo, en busca de soluciones. Una ráfaga de ametralladora cortó el aire de fuera y el sonido sincopado entró ahogado en el refugio: a Matias le pareció que venía de las líneas alemanas, era una Maxim. El soldado tuvo una idea y se incorporó al instante—. ¿La tetera?

—¿Eh?

—¿La tetera?

—Ahí al fondo, hombre —dijo Vicente, apoyado en el codo—. ¿Por qué? ¿Quieres realmente encender la hoguera?

Matias dio tres pasos, cogió la tetera y salió como un rayo del refugio.

—Ahora vuelvo.

El cabo subió por Baluchi Road a paso rápido y enérgico, intentando entrar en calor y atenuar así el frío punzante que le entraba por el chaleco de cabritilla, y fue hasta Sunken Road. Enfiló a la derecha por Sunken y, antes del puesto de Tilleloy Sur, se encontró con el escondrijo de la ametralladora camuflado entre sacos de tierra y vegetación artificial.

—Rogério —llamó.

—¿Quién viene? —preguntó una voz venida de la oscuridad.

—Soy yo, Matias.

—Ah, tío. ¿Qué vienes a hacer aquí?

—¿Estás a cargo de la ametralladora?

—Y qué crees que estoy haciendo aquí, ¿eh? ¿Follándome a una chavala?

—Necesito ayuda.

—Dime.

—Tengo allá un compañero que se está cagando de frío, tiembla como una gallina frente al cuchillo.

—Dale un buen trago.

—Ya se lo he dicho, pero dice que no le hace efecto.

—Entonces que se ponga una chaqueta.

—Joder, Rogério, estoy hecho un carámbano y no tengo paciencia para bromas.

—Entonces di lo que quieres.

—Mi compañero necesita un té.

—¿Un té?

—Sí, un té.

—Oye, Matias, ¿te estás quedando conmigo o qué?

—En serio.

—¿Té para calentar? Dime una cosa: quien tiene frío, ¿es un compañero tuyo o más bien una
demoiselle
que has traído a escondidas a las trincheras?

—Es un compañero, coño. Es el Canijo. El tipo anduvo por la nieve haciendo una patrulla y está que no puede más.

—Pero ¿dónde quieres tú que le consiga té? ¡Se te ocurren unas cosas!

Matias se impacientó y decidió ir al grano.

—Oye, Rogério, ¿ya abriste fuego esta noche?

Se hizo silencio.

—¿Rogério?

—Me estás tomando el pelo, dime que me estás tomando el pelo.

—Anda, sé amable, échame una mano.

Se hizo un nuevo silencio, más corto.

—Por lo tanto, si no he entendido mal, tú quieres que yo abra fuego para que puedas hacerle un té a un compañero que tiene frío, para colmo el Canijo, ese enclenque que está contigo…

—Eso es.

—Tú estás pirado, Matias.

—Vale.

Nuevo silencio.

—¿Y yo qué gano con eso?

—Te doy un cigarrillo.

La voz en la oscuridad se rio con ganas.

—¿Un cigarrillo? ¿Uno?

—Está bien, dos.

—¿Dos cigarrillos? Te estás quedando conmigo.

—Tres.

—Un paquete.

—Cinco.

—Un paquete, te he dicho.

Matias suspiró, se palpó el bolsillo y sintió el paquete de cigarrillos.

—Un paquete entero no tengo —dijo—. Pero puedo darte todos los que tengo en el bolsillo, suman casi un paquete.

Se hizo un breve silencio más.

—Está bien, caradura, negocio cerrado. Ven, ayúdame.

Matias avanzó en la oscuridad con los brazos extendidos. Las manos flotaron en el aire hasta sentir el cuerpo caliente de Rogério y la superficie metálica y dolorosamente helada de la Vickers MK I, la gran ametralladora pesada británica, de 303 pulgadas, apoyada en un trípode.

—Pásame la caja que está ahí al fondo —pidió Rogério—. Son las municiones.

Matias cogió la caja y sacó una cinta de balas, eran doscientos cincuenta proyectiles alineados uno al lado del otro, como dientes afilados y amenazadores, listos para rasgar la carne y astillar huesos. Rogério encajó la cinta en la ametralladora, la empuñó con las dos manos, sintió el gatillo en los pulgares y giró el arma.

—¿Hacia dónde disparo?

—Suelta unos cuantos tiros hacia la segunda línea de la Mastiff Trench, justo al lado de los boches.

Rogério apuntó hacia la izquierda, calculó la posición de la línea B de la Mastiff Trench, bien dentro de las posiciones alemanas que se extendían por delante, y apretó el gatillo. Un matraqueo ensordecedor llenó el pequeño refugio camuflado, las balas salían del cañón en sucesión rápida y explosiva:
Tra-tra-tra-tra-tra
. Matias pensó que era como un perro ladrándole en los oídos, un ronquido loco e insoportable, un ruido del Infierno llenándole la cabeza y poniendo a prueba sus nervios. El cubrellamas, en la punta del cañón, le ocultaba al enemigo los relámpagos de cada tiro, impidiendo que los alemanes detectasen con precisión la fuente de los disparos. La primera cinta se agotó en treinta segundos, tan rápida era la sucesión del fuego. El arma dejó de disparar. Un silencio reparador llenó el pequeño refugio. Rogério metió una segunda cinta y regresó de inmediato el estruendo infernal. Cuando también se agotó la segunda cinta, treinta segundos y otras doscientas cincuenta balas más tarde, Rogério colocó una tercera y, medio minuto más tarde, una cuarta. Gastó mil balas en dos minutos de tiro, además del tiempo para los cambios de cinta. Cuando terminó, puso levemente el índice en el grueso cañón de enfriamiento para medir la temperatura.

—Está bien —dijo finalmente.

Matias se levantó, fue hasta el extremo del grueso cilindro de la Vickers, tanteó el metal caliente en busca de la abertura para la salida del agua y la encontró en la punta, por debajo, justo detrás del cubrellamas. Desenroscó la abertura con los dedos, colocó la tetera por debajo del orificio y dejó que el agua hirviendo llenase el recipiente. Cuando la tetera estuvo llena, la apartó y dejó caer el resto del agua caliente en el suelo. Después volvió a enroscar la tapa del orificio de evacuación del agua y abrió el de entrada, en el extremo del cilindro, justo al lado de la mirilla. Rogério le dio un garrafón con agua helada y Matias lo echó por el orificio hacia el interior del cilindro. Se oyó un
fzzzz
prolongado, era el agua helada que enfriaba el cañón casi incandescente. Terminada la tarea, el cabo enroscó la tapa, cogió la tetera cargada de agua caliente y se incorporó.

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