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Authors: José Rodrigues dos Santos

Tags: #Bélica, Romántica

La amante francesa (47 page)

BOOK: La amante francesa
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—Voy a llevárselos al jefe —dijo, levantándose de la silla—. ¿Te has enterado ya de la revolución?

—Sí, el mayor Paes ha triunfado.

El teniente se inclinó ante el escritorio, abrió un cajón y sacó de allí un periódico, que le extendió a Afonso.

—Lee mientras voy a hablar con el jefe y vuelvo.

El capitán cogió el periódico, un ejemplar de
O Século
, con fecha 8 de diciembre, es decir, de sólo cinco días atrás. A todo lo ancho de la primera página se leía el título «El movimiento revolucionario de estos días», con una fotografía aérea de Lisboa y una foto de Sidónio Paes. Afonso leyó ávidamente el periódico, que hablaba sobre «el tronar del cañón», «las descargas de la fusilería» y los «cruentos combates» en la capital, revelando que los alumnos de la Escuela de Guerra y los hombres de la Caballería 7 y la Artillería 1 se habían unido al mayor Paes en la ocupación del parque Eduardo VII; contaban además con el apoyo de la Infantería 5, 16 y 33 y de muchos civiles, algunos de los cuales habían saqueado tiendas. Varios edificios de la Avenida y de la Baixa fueron alcanzados por la artillería de los revoltosos, incluido el Avenida Palace, al mismo tiempo que hubo bombardeos en Campo Pequeno, porque se decía que allí se encontraban elementos afectos al Gobierno, especialmente la Guardia Republicana. Unos cruceros tomaron posiciones en el Tajo, un grupo de marineros ocuparon los tejados de la ciudad, se hablaba de setenta muertos y trescientos heridos, pero los cómputos no eran definitivos. Afonso se sorprendió por este relato de una ciudad transformada en campo de batalla, con tiroteos en el Rossio y en los Restauradores, con cañones que abrían fuego desde el parque Eduardo VII durante toda una noche, y se preguntó por enésima vez sobre los efectos de aquellos acontecimientos en la participación portuguesa en la guerra. Supo en las trincheras que había habido una revolución y que Sidónio Paes había vencido después de dos días de combates en Lisboa, pero nadie lograba aún determinar a ciencia cierta cuál era el futuro del CEP. Las conjeturas se multiplicaban, es verdad, pero no había certidumbres.

El teniente Trindade regresó mientras tanto al despacho, con una expresión de haber cumplido con su deber en el rostro.

—Está todo arreglado —anunció—. Aquí tienes tus dos días de licencia, a partir de mañana.

Afonso cogió distraídamente los documentos, con una indiferencia que asombró a su amigo, y acabó lanzando la pregunta que atormentaba a todos en las trincheras.

—Oye, Mocoso, ¿volveremos o no a casa?

—¿Volver a casa? —preguntó el teniente, sin entender—. Pero lo que tú me pediste era una licencia de unos días para…

—No es eso —interrumpió Afonso, meneando la cabeza con impaciencia—. ¿El mayor Paes va a mantener a Portugal en la guerra o va a mandar a la gente de vuelta a casa?

—¡Ah! —exclamó Trindade, sentándose pesadamente en la silla, y luego abrió el mismo cajón, sacó otro periódico y se lo extendió a su amigo—. Lee.

Afonso cogió el periódico, otro ejemplar de
O Século
, pero del día siguiente al anterior, con fecha 9 de diciembre, hacía cuatro días. El capitán se sorprendió por la rapidez con que los periódicos llegaban al cuartel general, pero no hizo comentarios. Miró la primera página y leyó el titular: «Lisboa regresa a la normalidad». Comenzó a leer el texto, pero Trindade le señaló un subtítulo en la columna central, al fondo de la página, que anunciaba: «Palabras del señor Sidónio Paes».

—¿Qué dice? —quiso saber Afonso.

—¿No sabes leer? —preguntó Trindade, inclinándose sobre el periódico. Comenzó a leer en voz alta un fragmento de la respuesta del jefe de los revolucionarios a una pregunta del reportero de
O Século
—: «El Gobierno mantendrá los compromisos internacionales, especialmente los que atañen a la alianza con Inglaterra». —El teniente alzó los ojos del periódico y miró a su amigo—. ¿Has entendido?

Afonso lo observaba con los ojos desorbitados, digiriendo el impacto de las palabras atribuidas a Sidónio Paes. Le llevó un buen rato sacar las debidas conclusiones de aquella declaración y formularlas con una corta frase.

—Vamos a seguir en guerra.

El teniente Trindade se recostó en la silla, apoyó las piernas cruzadas sobre el escritorio, encendió un cigarrillo, aspiró el humo lentamente, se quitó el cigarrillo de la boca y lanzó una enorme y serena bocanada de humo gris.

—Afonso, eres un genio.

VII

L
os triángulos rojos señalaban la proximidad de las tiendas de la YMCA, la Young Men's Christian Association, que se encontraba repartida por todo el sector que ocupaba la British Expeditionary Force. El Hudson sorteó la curva embarrada y se detuvo junto a la primera tienda, a la que afluían varios
tommies
ingleses, todos ellos visiblemente animados.

—Es aquí —dijo Afonso, que desconectó el motor y bajó del automóvil.

El capitán rodeó el coche por delante, abrió la puerta del pasajero e invitó a Agnès a salir. La joven baronesa se mostraba elegantemente vestida, a pesar de que sus trajes estaban cuatro años atrasados en la agenda de los exigentes estilistas parisienses. La silueta
minaret
, que había confeccionado en París en sus tiempos de estudiante de Medicina, había estado de moda en 1913, pero ya la habían sustituido otras novedades, aunque ése no fuera más que un detalle insignificante que se perdía en aquel rincón de provincias embrutecido por la guerra. Una mujer hermosa era siempre una mujer hermosa, y su sofisticada túnica de vivo carmesí, que cubría una falda ajustada de crinolina y acababa en un magnífico sombrero
cloche
, produjo un inevitable efecto dramático entre la soldadesca británica. Afonso entró en la tienda orgulloso como un pavo real, llevando del brazo a una elegante francesa que dejaba a los
tommies
con los ojos desorbitados. El capitán invitó a Agnès a un vaso de refresco de culantrillo y ambos se sentaron en las butacas, esperando el comienzo del espectáculo.

—¿Sueles ir al cinematógrafo? —quiso saber Afonso mientras bebía su refresco.

—Ahora, raras veces. Pero en París fui muchas veces al Phono-Cinéma-Théâtre du-Tours-la-Reine, a las salas Omnia y al Gaumont-Palace, que es el mayor cine del mundo.

—¿El mayor? —se admiró Afonso—. Pero mira que yo creo que, si lo fue, ya no lo es. Dicen que en América se acaba de inaugurar un teatro cinematográfico de lujo, muy ricamente decorado, con candelabros de cristal, alfombras en el suelo y todo. Leí en el periódico que es algo faraónico. Por lo que parece, el teatro tiene más de tres mil butacas y una orquesta con espacio para treinta músicos.


Vraiment? Mon Dieu
, eso sólo en América —comentó Agnès con énfasis apreciativo antes de dedicarse a su tema favorito, las estrellas de cine—. Mi artista favorita es Sarah Bernhardt.

—A mí me gustan Mary Pickford y Marion Davies.

Ella frunció el ceño, puso boquita de piñón y lo encaró con expresión grave.

—Si tuvieses que elegir, ¿optarías por ellas o por mí?

Afonso se rio, divertido por la pregunta típicamente femenina.

—Por ti, claro,
ma mignonne
.

—Buena respuesta,
mon chéri
. —Agnès sonrió complacida—. Pues yo te prefiero a ti muy por encima de Douglas Fairbanks.

Los jóvenes de la YMCA cerraron mientras tanto el acceso a la tienda, tratando de impedir la entrada de la luz, y anunciaron el inicio de la proyección. La máquina de cinematografía comenzó a funcionar, ronroneando como una ametralladora lejana,
tac-tac-tac-tac
, emitió un foco de luz sobre una tela blanca, aparecieron números en negro saltando en la imagen y después vino la película. Un sacerdote anglicano se sentó al piano y comenzó a tocar, llenando la tienda de música y quebrando el silencio de la película. Primero pasó un documental:
Les annales de la guerre
; era un trabajo de la Section Photographique et Cinématographique de l'Armée con las últimas novedades sobre el conflicto, al que le siguió, para atenuar el impacto, el
sketch
cómico
The rink
, de Charles Chaplin, que produjo un tremendo efecto dentro de la tienda. Los espectadores no contuvieron los aplausos cuando vieron la figura del vagabundo con bigotes, y las carcajadas se hicieron irrefrenables cada vez que Chaplin tropezaba en su papel de hombre torpe con patines que intentaba equilibrarse dentro de un cuadrilátero. Por fin vino la película principal, titulada
The heart of the world
. Era un trabajo de descarada propaganda patriótica, firmado por D. W. Grifith y rodado parcialmente en el frente francés. Afonso pronto se desinteresó de las actitudes crueles de Erich von Stroheim, en el papel de un sádico oficial alemán, concentrándose en el apetecible cuello de Agnès. La francesa aceptó algunos besos más discretos, pero, cuando el capitán comenzó a entusiasmarse demasiado, se vio forzada a rechazar delicadamente esos impetuosos avances, preocupada por no transformarse en un espectáculo dentro del espectáculo.


Pas ici
—susurró, apelando a la paciencia del amante—.
Après
, Alphonse.
Après
.

Cuando acabó la película, salieron del local de la YMCA y se encaminaron hacia el Hôtel Boulogne, en Boulogne-sur-Mer, un villorrio al noroeste del sector portugués, en la costa atlántica de la Picardía, a la entrada del canal de la Mancha. Ambos habían decidido que no era conveniente que Afonso volviese al Château Redier. Además de la falta gratuita de respeto que significaba dormir juntos en la casa del marido traicionado, había que considerar el factor de riesgo. Ninguno de los dos lograba disimular en absoluto sus sentimientos en presencia del otro, lo que el barón iba a notar, era inevitable, y, por otro lado, el anfitrión o los criados acabarían también comprobando las escapadas de Agnès a la habitación de huéspedes. Para zanjar el asunto, la baronesa dijo a su marido que iba a pasar dos días a París, y, haciendo coincidir ese «paseo» con la licencia obtenida por el capitán en el cuartel general del CEP, ambos se fueron a Bouloge-sur-Mer. El inconveniente era que, a pesar de estar relativamente lejos de Armentières, deberían evitar mostrarse juntos en público, lo que los obligó a encerrarse en su habitación de hotel. En honor a la verdad, sin embargo, para Afonso ése no fue en absoluto un problema.

El Hôtel Boulogne sirvió para vivir la pasión a sus anchas. Se amaron fogosa y repetidamente, aprovechando los intermedios para encargar comidas o conversar sobre mil y una cosas.

En la mañana del segundo día, Agnès se mostró interesada en conocer el pasado de su amante, un interés que no era nuevo, pero que, esta vez, se reveló más insistente.

—Pero ¿para qué quieres saber mi historia? —se resistió Afonso—. No hay nada interesante que contar,
ma mignonne
.

Agnès frunció el ceño, no iba a dejar que las cosas se quedasen así.

—Hum, no me convences —dijo—. ¿Cuál es el problema de que me cuentes tu pasado?

—No hay ningún problema, mi gorrioncito. Ocurre que no tengo nada especial que contar. Creo que mi vida se resume en tres ideas principales: nací, crecí y te conocí.

—Disculpa, pero ésa no es una respuesta. No me lo quieres contar, ¿no?

—No hay nada que contar, querida.

Ella cerró los ojos.

—Tu silencio me resulta sospechoso —sentenció—. ¿No será que me estás ocultando algo? No me digas que estás casado…

—¿Yo? ¿Casado? —Afonso se rio—. No, mi amor. No es nada especial, la verdad es que no me produce demasiado placer hablar de mí, ¿me entiendes?

—No, no te entiendo. Creo que estás escondiendo algo…

—Que no, querida. Créeme.

Pero Agnès no lo creyó. Irritada, se encerró en sí misma. Se recostó en la cama a leer la enigmática novela
À la recherche du temps perdu
y no le presto la menor atención. Estaba enfadada. Afonso intentó romper el hielo con algunas gracias, pero la francesa se mostró altivamente indiferente y permaneció distante, simulaba estar sólo preocupada por la descripción de Proust del
glamour
de la doble vida de Swann, los cotilleos de la tía Léonie, las posesivas
soirées
de los Verdurin, la tormentosa relación con Odette de Crécy.

Al cabo de una hora, temiendo desperdiciar de aquella forma un fin de semana tan prometedor, el capitán suspiró y se rindió. Apoyado en la cabecera de la cama, le contó al fin su historia. Afonso relató su infancia en Carrachana, la adolescencia en el seminario de Braga y la juventud en la Escuela del Ejército. Pasaron la mañana discutiendo el pasado, comparando su respectiva educación y la importancia de los viajes que ambos hicieron de pequeños a distintas capitales: él a Lisboa, ella a París. Cerca del mediodía, Agnès se desperezó y se levantó de la cama. Había seguido el relato con atención, pero daba señales de sentirse cansada por quedarse tanto tiempo encerrada en la habitación del hotel, ya le bastaba con las interminables horas de encierro en el Château Redier, lo que ahora quería era realmente expandirse. Ya muy avanzada la mañana, la francesa, de pronto impaciente, incitó a Afonso a dar un paseo.

—Ya me contarás el resto —le dijo mientras se ponía la chaqueta—.
On y va
?

El capitán no se moría de ganas de salir a la calle, no sólo porque encontraba en la exigua habitación del hotel ricos y sobrados motivos de interés, sino también debido a su temor a que los viese alguien cercano al barón Redier. Lo que menos les convenía era que el marido engañado descubriese la verdad. El problema es que Agnès no quería saber nada de los argumentos aparentemente razonables que le expuso con insistencia su amante.

—Nadie viene a Boulogne-sur-Mer para estar todo el tiempo encerrado en la habitación —sentenció la baronesa en un tono que no admitía más discusión, abriendo la puerta de forma decidida e internándose resueltamente en el pasillo—. Ven,
mon chéri
.

Afonso se resignó y no tuvo otro remedio que acompañar a Agnès a dar un paseo. Salieron del Hôtel Boulogne y fueron a pasear por la Grande Place y por todo el casco histórico, situado en el interior de las murallas de la Haute Ville. La mañana estaba fría y el sol asomaba tímidamente entre las nubes. Fueron a la Basilique Notre-Dame a ver la estatua de madera cubierta de joyas de Notre-Dame de Boulogne, patrona de la población, y siguieron hasta el majestuoso castillo poligonal construido en el siglo XIII para los condes de Boulogne, apreciando el exterior todo de piedra y las elegantes ventanas que asomaban por el tejado negro. A las dos de la tarde salieron por la Porte des Degrés, donde admiraron las dos torres medievales que flanqueaban la callejuela, y decidieron ir a almorzar una
terrine
de anguilas y un
foie gras au sauté
con langostino asado a un agradable restaurante de pescado situado en el muelle Gambetta, cuyas mesas tenían vistas al río Liane. De postre disfrutaron de unos deliciosos
craquelins de Boulogne
.

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