Los portugueses se quedaron mirando a los alemanes correr de regreso a sus posiciones. Sabrían después que varios compañeros del 29 habían sido hechos prisioneros, pero nunca llegarían a saber que era ése el verdadero objetivo de aquel asalto alemán: coger prisioneros portugueses para obtener informaciones que facilitasen la planificación de la ofensiva de la primavera, decidida once días antes, en Mons, por el consejo de guerra enemigo. En el parapeto, el único soldado portugués que aún disparaba a los alemanes en fuga era Matias,
el Grande
. Afonso le indicó con una seña que parase cuando se hizo evidente que los alemanes ya estaban demasiado lejos y sería difícil alcanzarlos en movimiento, pero Matias lo ignoró, mantuvo el dedo furiosamente apretado en el gatillo y así siguió mientras vio enemigos delante y aun después de que los perdiera de vista. El capitán quedó sorprendido por la furia del soldado y la atribuyó erradamente a cualidades innatas de guerrero. Lo que Afonso no sabía, no podía saber, era que, aquel día, Matias tenía que vengar a un amigo de la infancia.
H
asta la luz amarillenta de las bombillas sobre la mesa pareció brillar aún más cuando Marcel se colocó en la puerta. Afonso no reparó en él, tan absorto estaba apreciando la hermosa mesa de caoba que ocupaba el centro del comedor, la tabla apoyada sobre cinco patas pesadas con
cabochons
salientes, los cubiertos de plata que encuadraban la refinada porcelana de Sèvres, decorada con gotas de esmalte y figuras geométricas doradas sobre un fondo azul intenso, cuidadosamente alineados en el mantel bordado a mano. La criada entró apresurada en el comedor con la bandeja en los brazos, afanosa, protegiéndose las manos de la porcelana caliente con un paño blanco de cocina. Viéndola pasar veloz y sonrojada, el mayordomo se llenó el pecho de aire y, con voz firme y solemne, anunció el
menu
.
—
Poulet rôti au riz à la normande
—proclamó Marcel, con actitud ceremoniosa y tono altivo.
La muchacha regordeta, sonriente y aliviada, apoyó la bandeja humeante en la mesa. El barón Redier, complacido por el murmullo de satisfacción de los invitados como reacción al anuncio de la llegada de la comida, abrió las manos en dirección al
poulet
.
—
Voilà
!
—
Jolly good
! —exclamó el teniente Cook, arqueando las cejas y elogiando la visión de lo que, a juzgar por las apariencias, sería sin duda un espléndido banquete—.
Looks smashing
.
El capitán Afonso Brandão miró la bandeja y no pudo dejar de apreciar la genial manera francesa de transformar un plato trivial en un manjar de reyes únicamente por recurrir a una grandiosa fioritura semántica inserta en un ambiente sofisticado. El pomposo nombre
poulet rôti au riz à la normande
designaba un vulgar pollo asado servido con arroz blanco en una salsa cremosa. En su casa, en Carrachana, se hacía mejor con nombres más sencillos, pensó Afonso, empeñado en perdonar, no obstante, a Cook por el entusiasmo excesivo que manifestaba por un plato tan corriente. ¿No era él, al fin y al cabo, un inglés, habituado a rudas dietas de
corned-beef, mushed potatoes, baked beans
con
bacon, sausages
y
scrambled eggs
? ¿Cómo censurarlo por el extraordinario efecto que un mero pollo producía por anticipado en sus papilas gustativas si el pobre mozo estaba habituado a sufrir los rigores de la austera cocina británica?
El oficial portugués se encontraba de regreso al palacete donde había pernoctado diez días antes, en los alrededores de Armentières, y se sorprendió por no sorprenderse de estar allí de nuevo. Gracias a una conversación privada entre la hermosa baronesa y el
maire
de la ciudad, Afonso obtuvo un nuevo permiso de estancia en el Château Redier, aunque esta vez no había ido solo. También el teniente Timothy Cook, del Royal Flying Corps, recibió el
billeting certifícate
para pernoctar en el palacete esa noche fría del 1 de diciembre.
—
C'est bon
? —preguntó Agnès, haciéndole una seña a Marcel para que trajese el vino.
—
I say
—repuso Cook con la boca llena del primer bocado, con una gota de grasa en el bigote rubio—.
Capital! Most excellent
!
Marcel se acercó con una botella cerrada y se la entregó a la baronesa. Agnès la cogió y se la enseñó a los invitados.
—Es un Bordeaux Château Margaux de una cosecha de año
vintage
, 1892. ¿Alguna objeción?
Los invitados se miraron sin saber qué decir. Cook no era
connaisseur
, le daba igual. Afonso, en cambio, entendía de vinos, pero sólo de los portugueses, y no podía sospechar que le estaban ofreciendo un néctar de los dioses producido por las mejores viñas francesas.
—
C'est bon
—dijo finalmente el inglés, como lo habría dicho de cualquier vino que le pusieran por delante, hasta el más ordinario de los tintos; él, que estaba más habituado a las frescas
lagers
y a las tibias
ales
, a las
mild
, a las
bitter
, a las
porter
y a las
stout
, a los
half-a-pint
de
draft
servidos en cualquier
pub
de la Strand, de King's Road o de la estrecha Neal Street.
Agnès envolvió la botella con una servilleta inmaculadamente blanca, quitó la cápsula de plomo del extremo del gollete, limpió el borde y el tapón con la punta de la servilleta, fijó el sacacorchos metálico, teniendo especial cuidado en no perforar totalmente el corcho, y tiró despacio, como si fuese una palanca. El corchó se soltó con un
poc
seco, Agnès limpió el interior del borde con la tela de la servilleta, echó un poquito de vino en la copa, lo olió para absorber su fragancia, giró el líquido a contraluz para evaluar su color, era tinto oscuro, lo probó con los ojos cerrados, dejando que el vino se deslizase por sus encías y se extendiese por la lengua para experimentar mejor su sabor frutal, textura e intensidad. Tragó y esperó, sintiendo el aliento perfumarle la boca. Después de un breve momento, le entregó la botella a Marcel.
—Puede servir —le dijo.
Los invitados la miraban, asombrados ante el inesperado espectáculo. Todo el ritual había durado unos tres minutos.
—¿Dónde aprendió a hacer eso? —quiso saber Cook.
—Ése,
mon chère
, es mi secreto.
La baronesa sonrió y desvió los ojos hacia Afonso. Tenía un vestido color crema adornado con volantes en las mangas. El capitán reparó en el medallón azul que llevaba al cuello, justo por encima del discreto escote, y a duras penas pudo ocultar la sensación de encantamiento que le producía aquella francesa, su forma de abrir la botella era un inesperado extra que la acercaba más a él.
Después de que todos elogiaran el
poulet
y el tinto tan finamente destapado, la conversación rondó por las recientes aventuras de Afonso, que relató con detalle los acontecimientos vividos días antes en las trincheras, además de las otras historias que le contaron sus camaradas de armas sobre la incursión alemana en Neuve Chapelle y Ferme du Bois. Eliminó los detalles sangrientos y chocantes, por pudor y respeto a la dama presente, y sólo se detuvo en los actos destacables por su gran arrojo. Causó particular sensación en la pareja anfitriona la narración del audaz golpe de mano que expulsó a los alemanes de Tilleloy Sur, y en este caso Afonso procuró omitir el detalle de la muerte del alemán que se había rendido.
Agnès se mostraba discretamente encantada con lo que consideró como signo del valor de «Alphonse» y de sus hombres; en dos ocasiones, hizo un brindis en homenaje al capitán y al Cuerpo Expedicionario Portugués. Preocupada por no relegar al otro invitado y por ocultar a su marido el interés que le despertaba Afonso, la baronesa interrogó también al teniente inglés sobre qué había visto y lo que hacía en la guerra.
—
I say
—dijo Cook, afinando la voz—. En este momento, soy oficial de enlace con el ejército portugués.
—
Ah bon
! —se sorprendió Agnès.
—
Indeed
! —repuso el teniente—. Todo por culpa de mi portugués.
—¿Habla portugués? —preguntó con asombro, por su parte, el barón Redier.
—
Right ho
! —asintió Cook—. Viví tres años en Brasil.
—Ah —exclamó el barón—. ¿En Río de Janeiro?
—Manaus.
El barón alzó las cejas, dando a entender que no reconocía ese nombre.
—
Pardon
?
—Manaus. Es una ciudad en medio del Amazonas.
—¿Y qué estaba haciendo usted en el Amazonas? —intervino Agnès retomando el hilo de la conversación.
—
It's a long story
. —Cook se rio—. Tuve un conflicto familiar en Hendon, donde vivo, y me embarqué a Brasil. En Río conocí a un carpintero inglés que trabajaba en una hacienda cerca de Manaus y me convenció de que fuese a conocer la selva. Me quedé en Manaus. Como tenía algunos ahorros y cierta habilidad para la mecánica, compré un pequeño barco a vapor, en el que transportaba a caucheros o comerciantes por el Amazonas o por el río Negro hasta las haciendas. Nadie hablaba inglés, así que tuve que aprender el portugués.
—Alphonse —dijo la baronesa—, ¿lo habla bien el teniente?
—No está mal —respondió el capitán, mirando al teniente inglés con la expresión de quien le está haciendo un favor.
—Después volví a Hendon y comenzó la guerra —continuó Cook, ignorando la amistosa provocación—. Mi habilidad para la mecánica me llevó al Royal Flying Corps.
—¿No le da miedo volar? —preguntó Agnès, curiosa.
—
Heavens, no
—replicó el teniente, meneando con vehemencia la cabeza—.
I love it
! Excepto cuando aparecen los
jerries
, claro.
—¿Los
jerries
?
—Los boches —corrigió Cook—. Los llamamos
jerries
.
—¿No los llaman boches?
—A veces. Boches,
jerries, Fritz, Huns, who cares
?
—
Huns
? ¿Qué es eso? ¿Un nombre?
—Hunos —explicó Afonso, interrumpiendo el diálogo—. Los ingleses los llaman hunos.
—Ah —comprendió Agnès—. Hunos, los bárbaros.
—
Yes
—confirmó Cook—. Pero ellos también se llaman a sí mismos «hunos».
—¿Ah, sí? —se sorprendió Afonso, suspendiendo un bocado en el aire—. Nunca lo había oído.
—
Oh, yes, they do
! —repuso el inglés casi canturreando—. Usan en los cinturones la frase: «
Gott mit Uns
». Lo he visto.
—Eso es otra cosa —exclamó Afonso con una carcajada—.
Gott mit Uns
significa: «Dios está con nosotros».
—Dios está con los hunos —corrigió Cook.
—Con nosotros —insistió el capitán.
—Alphonse —intervino Agnès—, ¿usted habla alemán?
Afonso miró a la francesa y no pudo dejar de admirar su atención a los detalles.
—
Un petit peu
.
—
Ah bon
! —exclamó la baronesa en tono de admiración elogiosa—. ¿Y dónde aprendió?
Afonso vaciló, considerando las consecuencias de la respuesta. Prefirió una fórmula evasiva.
—En el colegio.
—¿Enseñan alemán en los colegios portugueses?
Era una buena pregunta. El capitán sintió que una gota de sudor le brotaba en la frente y que un calor repentino le invadía las axilas. Todos los comensales se callaron y dejaron de masticar, mirando al portugués y aguardando la respuesta con moderada expectativa. Instintivamente, Afonso no quiso contar la verdad, no quiso decir que había acudido al seminario en Braga ni quiso hablar del padre Fachetti, que le había enseñado alemán, pero no entendía muy bien por qué motivo se negaba a revelar ese hecho. O, para ser totalmente sincero, lo entendía, aunque no quisiese reconocerlo ni siquiera ante sí mismo. Hablar del seminario sería dar indicios de que había estudiado para sacerdote, lo que el capitán pretendía evitar a toda costa, ni pensar en dejar que asomase en la mente de la francesa el menor recelo de que él podría resultarle inaccesible, o que las mujeres le eran indiferentes. Hasta admitió la posibilidad de alegar que los colegios portugueses tenían capacidades pedagógicas excepcionales, pero de inmediato comprendió que ésa sería una afirmación absurda y susceptible de despertar sospechas. Más valía optar por las medias verdades.
—Digamos que mis padres me mandaron a un colegio especial, donde se enseñaban varias lenguas.
—
Ah bon
! —concluyó Agnès, dando muestras de creer en la respuesta—. ¿Y qué otras lenguas aprendió?
—¿Además del francés, el inglés y el alemán? —preguntó Afonso—. También aprendí italiano y latín.
—¡Pero eso es una maravilla! —dijo fascinada la baronesa—. ¡Usted es un políglota formidable!
—
Tante grazie, signorina, le dispiace si non parlo francese
? —soltó el portugués, con una buena pronunciación del italiano.
—
Oh la la
! —Agnès se rio, aplaudiendo y mostrando sus dientes blancos y bien alineados.
Hubo una nueva ronda de brindis, y Afonso soltó unas frases más en italiano, palabras que nadie comprendía pero que produjeron su efecto en aquel juego subliminal de seducción que se había establecido entre los dos. Cuando se agotaron los italianismos, el barón se dirigió al teniente inglés.
—Todo esto venía a propósito, no me pregunten cómo, de su experiencia en la Fuerza Aérea.
—
Right ho
! —exclamó Cook, como quien regresa a la Tierra—. ¿Por dónde iba?
—Por la Fuerza Aérea. Vino de Brasil y se alistó en la Fuerza Aérea para ir a la guerra.
—
Oh yes
! —dijo—. Me alisté en el Royal Flying Corps y de ahí pasé a Francia. En aquel momento, hace tres años, los aviones parecían hechos de cartón y sólo servían para vuelos de reconocimiento. Mi primer vehículo fue un Farman HF-20, de fabricación francesa, comprado a la Aéronautique Militaire, la fuerza aérea francesa. Después comenzaron a aparecer nuevos aviones y tuve un Nieuport 11, también francés, un gran avión, que estaba armado con una Vickers y ya servía para combate.
—¿Y mató a muchos alemanes? —quiso saber Agnès.
—Estuve encargado en general de operaciones de reconocimiento. Mis misiones consistían en fotografiar las trincheras, comprobar lo que ocurría detrás de las líneas enemigas y, últimamente, sobrevivir a los ataques antiaéreos de los
jerries
. Pero en una ocasión llegué a derribar un Fokker.