Se oyó una sucesión más de detonaciones cerca del refugio. Las granadas pasaban tan cerca que hasta se distinguían los zumbidos, algunos cortos, otros alargados. Todos se callaron y, por momentos, volvió el silencio dentro del lugar.
Pero no por mucho tiempo.
—Los cabrones no paran —apuntó Vicente, aprovechando la primera pausa de aquella sucesión de estallidos—. Comenzaron hace media hora… y los cabrones no paran.
Abel sudaba a chorros en el puesto de centinela de la línea del frente, cerca de Punn House, en Nueve Chapelle, a pesar de la temperatura glacial que duraba varias semanas. El soldado había comenzado la guardia a las cinco de la tarde, justo al iniciarse el bombardeo, y no veía la hora de terminar el turno y recogerse en el refugio, el aire exterior no le parecía saludable.
Las ratas corrían desesperadas por las trincheras, huyendo de los sucesivos puntos donde se producían detonaciones. Los alemanes barrían con bombas las posiciones portuguesas y Abel,
el Canijo
, tenía prohibido por el reglamento buscar refugio. Abel era un agricultor delgado de Gondizalves; sus manos callosas de trabajar la tierra pasaron de la ruda azada a la suave Lee-Enfield. Sabía que un centinela no podía abandonar su puesto y no tenía cómo refugiarse. A falta de algo mejor, se arrimó a la base de la trinchera, junto a la pared anterior, y se quedó tumbado en el barro, para evitar así las esquirlas de metal y de piedra que, con la lluvia de barro provocada por cada explosión, volaban por todas partes, y allí se quedó casi toda la hora del turno.
Por definición, las trincheras son lugares desagradables. Pero allí, en el sector de Lys, la incomodidad llegaba al extremo debido a las características del terreno. Las posiciones ocupadas por los portugueses estaban formadas de tierras bajas y arcillosas; bastaba excavar cincuenta centímetros para encontrar agua. En la época del deshielo o de las lluvias, los tubos de drenajes que cruzaban las líneas rebosaban, y producían inundaciones generales. Eso significaba, en la práctica, que, al contrario de la mayor parte de las trincheras, las líneas portuguesas no podían ser excavadas en profundidad, so pena de transformarse en verdaderas piscinas. Por ello, la parte excavada nunca excedía los sesenta centímetros. Las paredes de los parapetos estaban formadas por sacos de arena o de tierra amontonados por encima del nivel del suelo, una solución menos segura, pero la única que se revelaba práctica en aquellas circunstancias. Aun así, el barro llegaba hasta las rodillas en casi todas las trincheras portuguesas durante el periodo de las lluvias o del deshielo, y no era un barro cualquiera. Se pegaba al cuerpo como cola y no era la primera ni la segunda vez que los soldados perdían allí las botas. Abel se quedó una vez con los pies prendidos a aquel barro oscuro, intentó hacer fuerza con las piernas y también éstas se quedaron pegadas. Permaneció allí durante media hora, en una posición ridicula, los pies y las manos clavados al suelo, y sólo pudo salir cuando un compañero excavó el barro con pala.
Cerca de las seis de la tarde, a punto de cumplirse el final del turno del centinela, apareció el sargento Rosa, con la misión de inspeccionar la línea del frente, y se agachó junto a Abel.
—No se puede andar por aquí en medio de las marmitas, hace daño a la salud —ironizó el sargento entre dos bocanadas de aire para retomar el aliento—. Oye, Canijo, ¿has vigilado desde el parapeto?
—Sí, mi sargento —mintió Abel.
—¿No has visto ningún movimiento en la Avenida Afonso Costa?
Era el nombre que le daban a la Tierra de Nadie.
—No hay nada.
Una de las obligaciones de los centinelas era controlar el parapeto de la Tierra de Nadie, con el propósito de comprobar si el enemigo estaba avanzando. Como el bombardeo se prolongaba y mostraba una intensidad anormalmente elevada, la vigilancia tenía que ser mayor, dado que estos fuegos de artillería servían por norma para suavizar el terreno y preparar una embestida de la infantería. Pero Abel,
el Canijo
, se sentía demasiado aterrorizado y no se atrevía a alzar el cuerpo para observar el territorio hostil.
—Dentro de un rato, cuando venga el Beato a reemplazarte, no quiero que te marches —ordenó el sargento—. Tal como se están poniendo las cosas, me parece mejor que haya dos centinelas.
Era una mala noticia, pero Abel intentó disimular su decepción. Quería desesperadamente guarecerse en el refugio, donde estaban el resto de los compañeros, y el prolongamiento del servicio de centinela, aunque natural en aquellas circunstancias, implicaba que seguiría exponiéndose penosamente y sin defensas al bombardeo. La única protección era la atención que prestaba a los sonidos de los diferentes proyectiles. Con la experiencia que había adquirido, Abel, tal como la mayoría de la tropa que prestaba servicio en las trincheras, ya había aprendido a reconocer el ruido de las bombas alemanas antes de que estallasen, llegando incluso a adivinar la dirección y la distancia a la que caerían por el tipo de zumbido que provocaban. En esas circunstancias, si distinguía un silbido indicador de que el proyectil caería encima de él, Abel ya había planeado lanzarse hacia el otro lado de las curvas en zigzag de la línea del frente. Era una protección frágil, pero la única de la que disponía, a cielo abierto, en el puesto de centinela.
Para alarma de los dos hombres acurrucados junto a Punn House, un indicio semejante llegó a sus oídos. Ambos se acurrucaron en el suelo y se protegieron la cabeza con las manos, y una brutal explosión sacudió el aire, levantando barro y piedras y haciéndoles llegar un vaho caliente y una lluvia de pequeños proyectiles. Medio aturdido, Abel alzó la cabeza y se dio cuenta de que la bomba había caído en la trinchera de comunicación, justo al lado, y que parte de la pared se había desmoronado. El sargento Rosa también alzó los ojos y vio la nube de humo que subía desde la trinchera situada a cinco metros de distancia. Se volvió hacia Abel y comprobó que éste tenía sangre en el hombro derecho.
—Estás herido, Canijo —dijo, examinando el hombro del centinela.
Abel miró y vio la herida.
—Joder.
—¿Te duele? —preguntó el sargento, hurgando ya en el botiquín de primeros auxilios en busca de una venda.
—No —murmuró el soldado, meneando la cabeza—. Tal vez es mejor ir al puesto médico.
—No digas disparates —replicó el sargento Rosa—. Irás, pero no antes de que acabe el bombardeo. No tienes más que unos arañazos de esquirlas de piedra, no es nada grave. Lo vendamos y ya está.
Un olor a manzanas asadas los paralizó en medio de la conversación. Alzaron los ojos y vieron una nube amarillenta que se acercaba, como si fuese un vapor suspendido en el aire y empujado suavemente por la leve brisa que soplaba desde las líneas enemigas.
—¡Gas! —exclamó el sargento.
Los dos hombres agarraron las máscaras que llevaban colgadas a cuello y se las pusieron deprisa en la cabeza. Los dientes se cerraron sobre el bocal del tubo, apretaron la pinza metálica que servía para impedir la respiración por la nariz y, con las cintas elásticas, se ajustaron la máscara de tela al rostro. Era muy incómodo, pero no había alternativa. Después de volver a colocarse el casco, el sargento dio un salto hasta la campanilla de alarma antigás y la accionó, para alertar a la tropa sobre la necesidad de que todos utilizasen las máscaras, conocidas como «respiradores». Sabiendo que el gas constituía el anuncio de un eventual avance inminente de la infantería enemiga, Rosa hizo una señal al centinela para que observase la Tierra de Nadie y estuviese atento a cualquier movimiento de los soldados alemanes; después, echó a correr de inmediato por la línea, saltó por encima de los restos desmoronados de la trinchera de comunicación, llegó hasta la línea B, metió la cabeza en un refugio, se quitó un momento la máscara y gritó a los que estaban dentro.
—¿Qué están haciendo ustedes aquí?
Los hombres lo miraron desde la penumbra del refugio oscuro, turbados. Sabían que, durante un bombardeo, la orden era salir de los refugios que no fuesen sólidos, dado que había una elevada probabilidad de que se desmoronasen, pero los había dominado el temor a enfrentarse a las bombas y a las granadas a cielo abierto.
El sargento se impacientó.
—Todos a la línea del frente, a sus puestos de combate —gritó—. ¡Vamos, ya!
Sin esperar, corrió hacia el refugio siguiente y dio la misma orden a los hombres que se encontraban allí. Entre tanto los del primer refugio, que eran los del pelotón de Matias,
el Grande
, ya asomaban por la abertura, así que el sargento se volvió hacia ellos y les señaló la línea del frente.
—Distribuyanse por la línea junto a Punn House —ordenó.
—Inmediatamente, mi sargento —respondió Matias, que se acomodó la máscara antigás que había ido a buscar en cuanto oyó la alarma.
Matias,
el Grande
, siguió a la carrera por la trinchera de comunicación, íntimamente satisfecho por estar moviéndose. No había nada que le diese más miedo que quedarse encerrado en un cubil oyendo las bombas que caían y el temblor de la tierra. En momentos así, percibía una angustiosa sensación de impotencia, de claustrofobia, imaginaba que la tierra le caería encima y moriría enterrado. Pero ahora, corriendo por la trinchera con la escopeta en la mano, al aire libre, se sentía dueño de su destino, era pura ilusión, es cierto, pero la actividad ocupaba su mente y ahuyentaba el miedo a un rincón de su conciencia. Daniel, Baltazar, Vicente y tres hombres más seguían su huella, pero el sargento fue en el sentido opuesto, dirigiéndose al segundo refugio, de donde salían ahora los soldados del segundo pelotón.
—Al puesto de la ametralladora —ordenó Rosa, que los mandó ocupar la posición de la Vickers en la línea B.
Enseguida el sargento, ya jadeante, se metió por la trinchera de comunicación. Sintió que el bombardeo alemán se había mitigado visiblemente, pensó que éste era el momento más sensible, era ahora cuando habría que vigilar mejor la Tierra de Nadie, se preocupó por el tiempo que escaseaba, llegó a la línea del frente y se encontró con los hombres apoyados en el parapeto y con las armas dispuestas, las bayonetas aguzadas en el extremo.
—¿Novedades? —quiso saber, volviendo a quitarse momentáneamente la máscara antigás para hacer la pregunta.
Los hombres menearon la cabeza, indicando que no había ocurrido nada. Estaban todos con las máscaras puestas, por lo que se hacía difícil distinguir quién era quién. Se reconocía a Vicente,
el Manitas
, por el cuerpo bajo y fuerte, mientras que Matias,
el Grande
, era el más alto y corpulento, y Daniel, por su parte, el más flaco. Los dedos del Beato acariciaban el pequeño crucifijo que llevaba al cuello. El delgaducho que tenía el hombro derecho herido sólo podía ser Abel,
el Canijo
. Estaba sentado en el suelo y en cuclillas; a su lado, un compañero le colocaba una venda, la que no había llegado a ponerle el sargento por culpa de la intempestiva llegada del gas.
—Todos a vigilar al enemigo —ordenó el sargento.
Un oficial apareció en ese instante en la línea. Era el teniente Cardoso, que estaba cumpliendo su turno de guardia en la línea del frente y llevaba la máscara en la mano.
—Sargento —llamó—. ¿Todo está bien?
—Sí, mi teniente —confirmó el sargento Rosa, que, nuevamente, se quitó la máscara.
—¿Todos en sus puestos?
—Sí, mi teniente —repitió—. He llamado a los hombres del refugio y he colocado a una sección allí atrás, en la Vickers. Pero tal vez sea mejor hacer que vengan más hombres, ahora que el bombardeo se ha atenuado. Nunca se sabe qué es lo que va a hacer el enemigo.
—Vaya, yo me quedaré aquí —ordenó el teniente.
El sargento volvió a ponerse la máscara y regresó a la trinchera de comunicación, semidestruida. Se acercó a la segunda línea para convocar a más soldados que se encontraban en los refugios.
En la línea del frente, el teniente Cardoso se colocó la máscara y dispuso a los hombres a lo largo de la trinchera. Matias se instaló en la esquina más próxima a la trinchera de comunicación de Punn House, atento a lo que ocurría en la Tierra de Nadie. Enfrente había mucho humo, resultado de las múltiples granadas que fueron cayendo en el lugar, en particular junto al alambre de espinos de las líneas portuguesas. En algunos puntos, hasta la línea de alambre de espinos se había roto y el suelo se abría en cráteres excavados por las bombas de la última media hora.
Matias sintió que se empañaban los cristales de la máscara. Cogió los pliegues del respirador y limpió exteriormente los cristales sin quitarse la máscara. Respirar por la boca lo cansaba, pero no tenía remedio. De repente, vio un bulto asomar entre el humo, a la izquierda, y otro se insinuó al lado. Matias reconoció los contornos inconfundibles de los cascos
pickelhaube
. Apartó la boca de la válvula respiratoria.
—¡Boches! —anunció con un susurro enérgico pero ahogado por el respirador; apuntó en la dirección en la que había identificado al enemigo.
Eran los primeros alemanes que veía de cuerpo entero al natural y en actitud de combate, sin tratarse de prisioneros o bultos huidizos que se escabullían de lejos en algún punto de las líneas enemigas. Le extrañó el característico casco gótico de cuero cocido, ya que habían sustituido el
pickelhaube
, el año anterior, por cascos más modernos de acero: seguramente aún no habían equipado a esa fuerza con ese nuevo modelo, no les interesaba, eran alemanes y punto. Los hombres volvieron las Lee-Enfield hacia la Tierra de Nadie, con el corazón sobresaltado. El teniente Cardoso llamó a Daniel,
el Beato
, con un gesto, señaló uno de los cohetes apoyados en la trinchera, haciéndole una señal para ordenarle que los lanzase. Sacó el revólver e indicó los bultos.
—¡Fuego! —ordenó el teniente, con la voz también distorsionada por la máscara de lona.
Matias sintió que el fusil saltaba de sus brazos por el impacto del tiro, las detonaciones de su arma y de las de sus compañeros retumbaban ruidosamente en sus tímpanos y le alteraban los nervios. Los bultos se tiraron al suelo y una ametralladora enemiga abrió fuego sobre la posición de Punn House, lo que hizo saltar barro alrededor. Los portugueses se encogieron detrás del parapeto, con la respiración acelerada por el miedo y por la tensión de tener que colocar deprisa una nueva bala en el cargador. Los fusiles tenían un sistema de repetición y, por ello, debían recargarlos manualmente. Al mismo tiempo que sus camaradas, y en medio de una anárquica sinfonía de clics metálicos, Matias abrió deprisa la culata de la Lee-Enfield, tiró de ella, dejó que el muelle del cargador empujase la bala siguiente hacia el cañón, cerró la culata. Todos esperaron el paso de las balas de una nueva ráfaga disparada por la ametralladora enemiga, se incorporaron, lanzaron un tiro más sin blanco preciso hacia la posición donde estaban los alemanes y volvieron a agacharse para recargar los fusiles. Hacía frío, pero todos sudaban a chorros.