—Hola, Afonso —lo saludó ella, sorprendida de verlo allí.
—Buenos días —respondió él, cohibido.
Carolina estaba diferente, mucho más alta. Había crecido, tenía los senos firmes, el pelo rojizo se había vuelto levemente castaño y las pecas menos visibles, pero no había dudas de que, aunque no irresistible, era una chica atractiva.
—¿Ya eres sacerdote?
—No —se atragantó—. He desistido, no tengo vocación.
Intentó descubrir en los ojos de ella una reacción ante esta noticia, pero Carolina optó por el disimulo y Afonso no llegó a captar si la novedad le había gustado o si en realidad la había dejado indiferente.
—Entonces, ¿qué te trae por aquí?
—He venido a hablar con tu madre. ¿Está?
Carolina lo acompañó hasta el despacho, donde su madre se ocupaba de las cuentas. A doña Isilda ya la había informado su hermano de que Afonso había salido del seminario, pero no se sentía especialmente disgustada. Había tramado la ida del muchacho a Braga como mero subterfugio para alejarlo de su hija. Alcanzado el objetivo, sólo le quedaba ahora mantenerlo lejos de Carolina. Cuando Afonso preguntó si habría aún sitio para él en la tienda, doña Isilda adoptó una expresión apropiadamente triste y dijo que el negocio no iba muy bien y no podía admitir a ningún empleado más, por lo que lamentaba no poder ayudarlo esta vez.
—Un comerciante no tiene corazón —le explicó ella—. La prioridad es defender el negocio. Las cosas andan mal y, si te coloco aquí, sólo me aumentarán las dificultades. Lo lamento, muchacho, esta vez no te puedo ayudar.
Afonso se quedó contrariado, pero ocultó su desilusión. Resignado, agradeció de nuevo toda la ayuda que doña Isilda le había prestado y salió del despacho.
—¿Ya te vas? —le soltó Carolina cuando lo vio dirigirse hacia la puerta.
Afonso la miró a los ojos y se dio cuenta de que en ella había una suerte de inquietud, sintió que aún no le resultaba indiferente.
—Voy a dar un paseo. ¿Quieres venir?
—¿Adónde?
—Vamos al río, hace mucho tiempo que no voy por allí.
Carolina miró a su alrededor, indecisa. La dependienta que estaba en el mostrador parecía distraída, más preocupada por limarse las uñas, y su madre seguía en el despacho. Se dejó llevar por el primer impulso.
—Vámonos.
Caminaron serenamente por las calles hasta Rio da Ponte, se quedaron oyendo el agitado rumor de las aguas frías y cristalinas del río Maior y subieron, aquella mañana soleada, hasta el Moinho do Canto, el paseo se hizo agotador y el calor era intenso, pero Afonso se sentía feliz. A pesar de haber salido del seminario disgustado y de las incertidumbres acerca de su futuro, en el fondo no le desagradaba estar libre de los monótonos rituales que marcaron su vida durante tres años. Por otro lado, la presencia de una chica a su lado lo embriagaba. Las mujeres provocaban en él un bienestar inexplicable, disfrutaba de la charla sin rumbo y de los silencios embarazosos, vivía el intercambio de miradas como un juego, se ocupaba de adivinar intenciones en los menores gestos y en las palabras más simples y se descubría dando y disimulando señales.
Ninguno de los dos, sin embargo, era muy bueno en el arte de la disimulación, o tal vez ninguno verdaderamente desease serlo. Caminando por la carretera, Carolina acercó su hombro izquierdo a Afonso, como quien no quiere la cosa, y sus brazos se rozaron repetidas veces. Uno o dos toques pueden ser accidentales, pero el roce permanente hacía al gesto intencional. El chico perdió el control de sí mismo a partir de ese momento, entrando en un estado de excitación que, contenida al principio, no dejaba de aumentar. Comenzó sintiendo que le hervía la sangre, que el corazón se le aceleraba, que la erección se notaba en los pantalones. Ella caminaba pegada a él, sin decir palabra, y él no hacía nada por apartarse. Jadeando, se atrevió a buscar la mano de la chica con los dedos, sin mirarla. Le tocó la mano y aguardó un instante, esperando a ver si ella lo evitaba, pero no lo hizo. Las manos se enlazaron y así siguieron caminando, siempre en silencio, mientras un torbellino de sentimientos trastornaba sus cabezas, el deseo se acumulaba como una tormenta que avanza en el cielo, conteniéndose en un volumen intenso antes de desencadenarse con furia sobre la tierra. Recorrieron todo el paseo de regreso cogidos de la mano. Al acercarse a la Casa Pereira, Carolina finalmente se desprendió de él.
—Mañana, a las diez de la mañana, espérame aquí, en la esquina —dijo.
Le dio un beso furtivo y corrió hacia la tienda. Se había reanudado el flirteo, pero no en el punto en el que había quedado cuatro años antes. Es cierto que Afonso, a pesar de la llamada de la carne, tenía que vencer aún las inhibiciones heredadas de los años de seminario. Pasó esa noche rezando, implorándole a la Virgen que lo protegiese del deseo, de la lujuria y del pecado. Cuando se durmió, sin embargo, no fue en la Virgen en quien pensó, sino en la virgen que deseaba. Tenía el cuerpo maduro. Imaginó mil pecados entre los cálidos brazos de Carolina.
Se despertó ansioso. Temprano, mucho antes de la hora señalada, fue corriendo hacia la Casa Pereira. Aguardó hasta las diez con impaciencia, nervioso, lleno de dudas y vacilaciones, su alma le aconsejaba prudencia, le tentaba la carne, acicateándolo. Cuando finalmente apareció Carolina, los dos se fueron por la carretera, otra vez cogidos de la mano, ahora camino de las salinas. Junto al pinar, Afonso la llevó al otro lado de la carretera, con el corazón agitado, la excitación imperiosa, las manos trémulas. Se tumbaron detrás de un arbusto. Procuró con su mano debajo de la falda, le quitó precipitadamente las bragas, con tanta torpeza que llegó a rasgarlas. Se colocó entre las piernas de Carolina, se quitó deprisa los calzoncillos y la penetró con ardor, ambos jadeantes, temblando de deseo, de voluptuosidad, de gemidos y suspiros. El cuerpo la cubrió, como un animal incontrolable, y desencadenó movimientos rápidos y acompasados, y no se detuvo hasta que los ojos se llenaron de estrellas y la carne estalló de placer.
Fue doña Alzira, vecina de doña Isilda, quien le dio la noticia a la madre de la muchacha.
—¿Así que su hija Carolina ha conseguido novio? —preguntó Alzira desde el balcón de su casa mientras tendía la ropa al sol—. ¿Para cuándo es el casorio?
Doña Isilda, pillada desprevenida, se asustó. Se puso pálida y volvió la cara para ocultar la sorpresa, pero no fue lo bastante rápida. Alzira se dio cuenta de que le había revelado algo nuevo a su vecina y sonrió, maliciosa.
Lo cierto es que, a partir de entonces, la propietaria de la Casa Pereira no le quitó el ojo de encima a su hija y bastaron sólo dos días para enterarse de quién era el pretendiente. Se quedó sorprendida, no por descubrir que se trataba de Afonso, sino por comprobar que había sido ingenua, por haber pensado que la cuestión estaba zanjada, que los cuatro años de separación habían sido más que suficientes para enterrar el asunto. ¡Qué tonta había sido! ¿No conocía acaso a su hija? ¿Qué nube habría pasado por su cabeza para ignorar la naturaleza obstinada de la moza? Una naturaleza que ella, en resumidas cuentas, conocía más que bien.
Pero doña Isilda era una mujer práctica y sabía que no valía la pena perder el tiempo recriminándose, no era eso lo que resolvería el problema, lo que necesitaba ahora era un buen plan. Se puso a meditar sobre el asunto y concluyó, después de una larga reflexión, que de nada serviría intentar impedir lo inevitable, ella misma había sufrido la oposición de sus padres cuando comenzó a salir con quien sería su marido: en efecto, no fue esa oposición la que impidió la boda. Si se querían, ¿cómo podría resolver el asunto? Claro que tenía la opción de mandar a su hija a la casa de los primos de Lisboa, pero eso sólo serviría para tener a esa muchacha alocada libre como un pájaro y sabe Dios qué haría, lejos de su vigilancia, en aquella tierra de donjuanes y perdularios. No, la solución debía ser otra. Pensó un poco más. Afonso era, sin duda, un buen muchacho, admitió, el problema residía en su pobreza. Pero la verdad, siguió analizando, es que ya había recibido alguna educación en Braga, incluso sabía latín y hablaba lenguas extranjeras, lo que hacía de él un candidato más interesante. Para poder casarse con Carolina, no obstante, hacía falta que completase su educación, necesitaba alcanzar un estatus de caballero y tener ingresos seguros. Llegada a este punto de su razonamiento, doña Isilda comenzó a elaborar un nuevo plan. Le vino a la mente el rostro de su primo Augusto, mayor de artillería en el Ejército. Decidió escribirle, para preguntarle cómo podría convertirse en oficial un mozo de diecisiete años. La respuesta llegó a vuelta de correo.
Lisboa, 2 de junio de 1907
Querida Isilda:
Te agradezco la carta con las novedades de Rio Maior. Nosotros por aquí, muy bien. Odete anda con una tos terrible, pero el médico ha dicho que no hay problemas, me entrega unas recetas y me voy a buscar las medicinas a la farmacia. Parece que los alemanes tienen unos medicamentos nuevos muy buenos para los pulmones. Los chicos ya han sentado cabeza, y lo importante es que André ya va al Liceo del Reino.
Me tomo la libertad de suponer que la duda que me planteas sobre el Ejército significa que tienes a alguien en la mente. Para ser oficial es necesario hacer el curso completo en la Escuela del Ejército, aquí en Lisboa. Para ser admitidos, los candidatos tienen que haber aprobado algunas de las asignaturas de la universidad o de la Escuela Politécnica, pero no se trata de nada muy complicado. Tienen que tener un certificado de buena conducta, un certificado de antecedentes penales de la comarca y menos de veinticuatro años. Si fuesen menores de edad, hace falta una autorización del padre o del tutor. El coste de la matrícula oscila entre los cinco y los seis mil réis. Existe también un número limitado de plazas y los candidatos han de poseer cualidades físicas adecuadas para servir como oficiales, pero yo consigo arreglarte eso hablando con el comandante de la escuela, el general Sousa Telles, que suele visitar a mi padre.
Espero tus noticias. Dale un beso a Carolina.
Cariños de
AUGUSTO
Doña Isilda tomó una decisión en cuanto acabó de leer la carta. Fue a hablar con Carolina, le contó que lo sabía todo y le dijo que llamase al muchacho. Quería conversar con él.
Afonso apareció en la Casa Pereira al atardecer. Carolina lo introdujo, nerviosa, en el despacho de su madre. Informado de que doña Isilda estaba al tanto del noviazgo, le costó mirarla a los ojos y se sentó abatido en la silla, retorciéndose las manos apoyadas sobre sus piernas. No sabía qué decir y ella mantuvo un silencio pesado. Solamente lo rompió cuando se quedaron a solas.
—Vaya sacerdote que me ha salido —comentó doña Isilda con frialdad.
Afonso no dijo nada. Miraba al suelo, cohibido, con ganas de desaparecer de allí. Se sentía un traidor, alguien que había abusado de la confianza de quien le había prestado su ayuda.
—Si no he entendido mal, estás saliendo con mi hija. Sintiendo que era una pregunta, el chico soltó un gruñido de asentimiento.
—Y quieres casarte con ella.
Afonso jamás había pensado en eso, se quedó incluso sorprendido de que doña Isilda llevase el asunto tan lejos y tan rápido, pero supuso en aquel instante que sería de mal tono negar que sus intenciones fueran honestas, así pues, volvió a asentir, esta vez con un silencioso movimiento de la cabeza.
—¿Y se puede saber cómo pretendes mantenerla?
Afonso se encogió aún más en la silla. No tenía respuesta para esta pregunta, nunca se había enfrentado a semejante perspectiva. Se quedó callado y con los ojos bajos, al tiempo que unas gotas de sudor le brotaban de la frente. Hubo una nueva pausa pesada.
—Por tanto, si no he entendido mal, no tienes medios para mantenerla y quieres casarte con ella —concluyó doña Isilda con un suspiro, como quien dice que ya se lo imaginaba. Una pausa más—. Yo podría, claro está, colocarte en la tienda como dependiente, siempre ganarías algo, pero eso no alcanza. Como quiero lo mejor para mi hija, he decidido ayudarte a completar los estudios de modo que cuentes con medios para mantenerla.
El muchacho alzó la cabeza, con los ojos desorbitados.
—Gracias, doña Isilda —balbució.
—No me agradezcas nada todavía —interrumpió la viuda de forma áspera—. He hablado con un primo mío y existe la posibilidad de que ocupes una vacante en la Escuela del Ejército. Para dar mi consentimiento al noviazgo, quiero a cambio que te inscribas en esa escuela y te hagas oficial.
—Pero eso es caro, doña Isilda.
—No te preocupes por los gastos, que ése es mi problema. Lo que quiero es que se acaben los flirteos con Carolina mientras no te hagas oficial, no vaya a ocurrir una desgracia. Cuando salgas de allí siendo alférez, ya estarás en condiciones de formalizar la relación con mi hija. ¿De acuerdo?
Afonso la miró, indeciso.
—¿De acuerdo? —insistió la viuda, imperiosa.
—¿Cuánto tiempo dura la carrera?
—Deja que lo vea. —Sacó un folleto que le había enviado su primo y consultó la tabla—. Son dos años para infantería y tres para artillería.
—¿Dos para infantería?
—Sí.
—Me apunto en infantería.
El acuerdo quedó cerrado y doña Isilda, presurosa, mandó inmediatamente a Afonso a la casa de su primo Augusto, con el pretexto de que el joven necesitaba prepararse para la admisión en la Escuela del Ejército. En rigor, el pretexto era verdadero.
Afonso no había cursado el instituto ni el politécnico y necesitaba aprobar algunas disciplinas como Trigonometría Esférica, Algebra Superior, Dibujo, Geometría Analítica y Geometría Descriptiva, con lo que cubriría los requisitos curriculares necesarios para matricularse en infantería o caballería.
El mayor Augusto Casimiro, el primo de doña Isilda, vivía en un piso de Belém con su mujer y sus dos hijos. Cuando desembarcó en el Rossio, Afonso siguió las indicaciones manuscritas por la madre de Carolina y le pidió al cochero que lo llevase hasta la Rua Direita de Belém. La familia Casimiro, que lo acogió con simpatía, le consiguió enseguida profesores particulares para las disciplinas exigidas. El muchacho tenía menos de dos meses para preparar los exámenes del politécnico y conseguir, así, los certificados que le permitirían ingresar en la Escuela del Ejército, y se empeñó con ahínco en los estudios. Sabía que no tenía otras opciones y que ésta era una inesperada y preciosa segunda oportunidad. Si fallaba, regresaría a Carrachana y no le quedaría más alternativa que seguir los pasos de su padre e ir a trabajar la tierra por la zona del Cidral o volver al aserradero donde Joaquim seguía perdiendo su juventud.