—Entonces, si Dios existe, ¿dónde está Él?
—Está en todo —afirmó el maestro, abriendo los brazos y mostrando lo que lo rodeaba—. Tu amigo Spinoza puede incluso haber sido un judío hereje, pero dio una buena respuesta a tu pregunta. Newton dijo que Dios creó el universo y después se quedó fuera y lo dejó funcionar según las reglas que Él mismo había establecido. Pero Spinoza consideró que esa idea estaba mal formulada, pues si Dios es infinito, ello se debe a que Él está en todo. Si estuviese separado del mundo y de los hombres, como una especie de entidad exterior, el mundo y los hombres serían su límite. No puede ser. Algo infinito, por definición, no tiene límites. Siendo infinito, no puede Dios ser una cosa y el mundo y los hombres cosas diferentes. No puede haber nada que Dios no sea. Luego, si Dios es infinito, a fortiori Dios es todo.
—Eso contradice lo que afirman los filósofos alemanes —observó Afonso, con un mar de dudas en su cabeza—. Por lo que he entendido, para ellos es como si el hombre estuviese en lucha con el mundo.
—En cierto modo, sí. En su quid pro quo, los filósofos ateos sacan a Dios de la ecuación y tienden a establecer una división entre el mundo y el hombre. Fichte era uno de ellos: afirmaba que el universo de la materia inerte está separado del universo de la vida. Pero, atención, es necesario decir que otros filósofos alemanes tenían una opinión diferente, consideraban que todo es la misma cosa, un poco como Spinoza. Schelling, por ejemplo, sostenía,
ínter alia
, que la naturaleza es una realidad total y que la vida forma parte de esa realidad como una evolución natural de las cosas. Para él, la naturaleza es un proceso y los hombres integran ese proceso. La vida no está separada de la materia inerte, sino que es una continuación de ella. Lo realmente curioso en estas ideas de Schelling es que presentan al hombre como parte integrante de la naturaleza. Schelling observó que la naturaleza no es autoconsciente en su proceso creativo, pero el hombre lo es. Pero, si el hombre forma parte de la naturaleza, él ha traído conciencia a la naturaleza, ésa ha sido su gran contribución al proceso natural. Con el hombre, la naturaleza se hizo autoconsciente.
—¿Usted también lo cree?
—Claro que no. Fue Dios quien creó la naturaleza y al hombre
ex nihilo
, fue Dios quien decidió que la naturaleza no tendría conciencia y que el hombre la tendría. La conciencia es el instrumento que Dios dio al hombre para que reprima su naturaleza animal y procure la perfección espiritual. Sin conciencia, el hombre no sería más que una bestia como las otras. La conciencia es el toque divino en la naturaleza humana.
—Pero, padre, ¿eso no contradice el principio de que Dios es infinito? Usted dijo hace un momento que no hay separación entre Dios, el mundo y el hombre: Dios está en todo. Si Dios está en todo, porque es infinito, entonces volvemos a la vieja cuestión de que Él también está en el pecado. Pero, cómo es posible…
—Yo no he dicho eso, Afonso —interrumpió el maestro, frunciendo el ceño y alzando el dedo; el liberalismo de su pensamiento tenía límites y quería evitar aquel terreno escurridizo—. Fue Spinoza quien lo dijo. Y Spinoza era un judío herético, no te olvides. En la duda, hijo mío, guíate por san Agustín, él es el
vade mecum
.
Por aquel entonces, los problemas de la naturaleza humana comenzaron a afligir profundamente a Afonso. Esa preocupación no derivaba solamente de consideraciones filosóficas inducidas por las conversaciones con el padre Nunes, sino también del hecho de que su propio cuerpo estaba evolucionando de un modo que el espíritu parecía incapaz de seguir. Le crecieron pelos en las comisuras de la boca y en el mentón cuadrado, así que comenzó a cortárselos semanalmente con una navaja. También empezó a sentir ardores entre las piernas, deseos que había combatido con manipulaciones de los órganos genitales en su pequeña celda antes de dormir, pecados mortales que intentaba absolver después con oraciones intensas y fervorosas en la capilla.
A los quince años, solía eyacular durante la noche, lo que lo dejaba terriblemente avergonzado y le alimentaba un insoportable sentimiento de culpa. No sabía cómo controlar ese problema y pensaba que el diablo entraba en su cuerpo para obligarlo a pecar en los momentos en que lo pillaba desprevenido, sobre todo cuando estaba sumido en el sueño. Pensaba que eso no le ocurría a nadie más y le suplicaba diariamente a la Virgen María que lo librase de la tentación y apartase a los demonios que se aprovechaban de su inconciencia mientras dormía. Se atormentó pensando que Dios ya había previsto esos hechos en el pasado y que lo había excluido anticipadamente de la salvación. ¿No era san Agustín quien consideraba el deseo sexual como una tentación del demonio? Afonso había aprendido en Teología Dogmática que el sexo es animal, algo impuro, y que la resistencia a ese instinto hace de nosotros seres humanos. Según san Agustín, la tentación sexual es una violación de nuestra libre voluntad. Dios nos quiere libres, por lo que Él no puede ser el responsable del deseo carnal. Siendo así, la tentación sexual es algo que sólo puede venir del demonio. En consecuencia, el celibato constituye el triunfo del hombre sobre el animal, de Dios sobre Satanás, o, digámoslo así, el celibato representa la victoria de la libre voluntad humana sobre los grilletes de las bestias. «Si mi voluntad no logra vencer esta tentación —pensó Afonso—, se debe a que el diablo se está apoderando de mí. Para retomar la cuestión en los términos originalmente expuestos por Schelling, aunque trastornando el sentido del raciocinio del filósofo alemán, Satanás está en nuestra naturaleza, en nuestra animalidad, y sólo nuestra voluntad consciente nos permite combatirlo». El problema lo perturbó tanto que ni siquiera se atrevió a revelar en las confesiones lo que ocurría, todo aquello pertenecía al dominio de lo inconfesable, de lo vergonzoso. Además, temía que lo excomulgasen si alguien se daba cuenta de que a veces lo poseía el demonio. Quién sabe, reflexionó, si aquélla no era una señal de que Dios consideraba que tales pecados nocturnos lo hacían indigno de ordenarse; a fin de cuentas, tal vez nunca podría ser un hombre inmaculado como don João Basilio Crisóstomo, el padre Alvaro, el padre Nunes y el padre Fachetti, castos ellos y verdaderos célibes que vivían libres de la tentación.
Los males del cuerpo comenzaron a contagiarle el alma. Para agravar aún más las cosas, y para gran tristeza suya, Américo no lograba apoyarlo. No es que su amigo tramontano no estuviese lo bastante comprometido en la fe; el problema fue que no era amante de los estudios y no vivía con agrado en la clausura del seminario, lo que acabó precipitando varios
non aprovatus
a final de curso, calificaciones que convencieron a su padre para que regresara a Vinhais y no volver nunca más.
Por ello, Afonso comenzó el tercer curso del seminario con un gran sentimiento de soledad. Tenía dieciséis años, la misma edad que otros estudiantes que ese año habían entrado en la institución, pero sus compañeros del tercer curso eran todos mayores, andaban por los diecinueve. Se mostraban afables y corteses, lo que no impedía que se notase la diferencia de edades, a pesar de la inquieta y estimulante curiosidad que manifestaba Afonso sobre los misterios del universo. Algunos se interesaban, ¡oh, pecadores!, por las «chavalas»; el joven de Rio Maior vio incluso a uno de ellos, Abílio, lanzando un piropo desde su celda a una chica que pasaba por el Largo de Sao Thiago, y se sintió desconcertado ante comportamiento tan insensato. Cuando le reprochó lo que había hecho, mostrándose soberbio de virtud moral, el seminarista galanteador se encogió de hombros.
—El pecado consiste, no en desear a una mujer, sino en consentir en el deseo —replicó Abílio con altivez.
—¿Quién ha dicho eso?
—Abelardo.
—¿Quién?
—Pedro Abelardo, un filósofo y teólogo del siglo XII.
—Eso es una herejía —sentenció Afonso, muy convencido—. San Agustín no ha dicho nada semejante.
—¡A san Agustín que lo parta un rayo! —exclamó Abílio ante la mirada escandalizada del compañero.
Pero ahí no acabó todo. En una clase de latín, el maestro sorprendió a otro de sus compañeros, Rudolfo, con un ejemplar del
Decamerón
escondido debajo del Tito Livio, y el muchacho fue expulsado del seminario por el vicerrector. Desilusionado y solitario, Afonso comenzó a sentirse desmotivado y a ensimismarse. Volvió a los juegos imaginarios en el patio: pasaba los recreos pateando piedras, regateando a
players
invisibles, venciendo a
goalkeepers
fingidos, marcando
goals
espectaculares, fantaseando con el regreso glorioso del Club Lisbonense bajo la acción de sus deslumbrantes
dribblings
.
Los juegos imaginarios se hicieron desaforados. Afonso corría furiosamente por el patio en busca de piedras y pateándolas con inusitado vigor. Cierto día, una de las piedras alcanzó la cabeza de un compañero que estudiaba apoyado en el tronco de un roble, y la sangre que brotaba profusamente del cuero cabelludo llevó a que el vicerrector llamase al joven a su despacho para amonestarlo. El eclesiástico le dijo que aquel comportamiento era indigno de un seminarista: quien deseaba servir a Dios con devoción no podía actuar de esa manera, parecía un lunático dando puntapiés en el patio. Afonso lo escuchó cabizbajo, con los ojos fijos en la tarima encerada. Durante unas semanas, se inhibió de jugar al
football
imaginario, pero la tentación acabó siendo más fuerte que la prudencia y, pasado un tiempo, ya estaba de nuevo pateando piedras, primero de forma discreta, sereno, como quien no quiere la cosa, después con más ímpetu, olvidándose momentáneamente del decoro, con energía en la pelota para que los ingleses del Carcavellos Club viesen de qué temple estaba hecho un
player
del glorioso Club Lisbonense.
El frío, cruel y penetrante, se abatió sobre Braga durante el mes de diciembre. Cada uno se protegía del hielo a su manera. Unos no se apartaban de las chimeneas, otros se envolvían en pesados abrigos, Afonso prefería agotarse corriendo, saltando, deslomándose. Pero, con los músculos congelados, el control de los movimientos era más brusco, y ocurrió lo inevitable. Una patada más fuerte que el invisible
goalkeeper
del Carcavellos Club acabó con el cristal de la casucha del jardinero hecho pedazos.
El vicerrector consideró que ya era demasiado. Afonso fue tachado de «díscolo», término que se usaba para los jaraneros e indisciplinados que a veces aparecían en el seminario. Temprano, al día siguiente, don Basilio Crisóstomo llamó al padre Álvaro y le entregó un sobrescrito lacrado.
—¿Qué es esto? —preguntó el sacerdote, mirando el sobre.
—Lee —le dijo el rector.
Intrigado, el sacerdote obedeció y rompió el lacre. Desdobló la carta y comenzó a leer. El documento iba firmado por João Basilio Crisóstomo; el vicerrector explicaba en él que el seminario había llegado a la conclusión de que Afonso da Silva Brandão, aunque alumno aplicado y talentoso, no tenía en realidad vocación para la vida sacerdotal. En consecuencia, no sería ordenado. El padre Álvaro palideció, jamás habría imaginado que lo convocaban para entregarle la carta orden. Al fin y al cabo, don Basilio Crisóstomo siempre le había transmitido los más enfáticos elogios sobre su protegido, lo que confirmaban sus buenas notas a final de curso, por lo que aquella decisión le resultaba totalmente inesperada. El vicerrector le explicó al amigo las circunstancias que lo habían llevado a tomar aquella decisión, pero acordaron permitir que Afonso concluyera el tercer curso en el seminario para que completase su educación. La condición era que debía acabar con su extraño comportamiento en el patio, la única forma de poner fin al rumor sobre su equilibrio mental: ¿dónde se ha visto a un seminarista andar a patadas con unas piedras?
Afonso se sintió profundamente triste y apenado cuando el padre Álvaro le explicó que había recibido la carta lacrada y que, finalmente, no sería ordenado. El joven se había transformado en un católico moderadamente devoto y, a pesar de los tormentos nocturnos de la carne, ya se había habituado a la idea de que sería sacerdote. Ahora los sueños de ser misionero en África se desvanecían como una nube. Peor que eso, comenzó a perder seguridad en el futuro. Si ya no sería ordenado, ¿qué haría de su vida? El regreso a Rio Maior le parecía inevitable, pero no encaraba la perspectiva con gran entusiasmo, las breves estancias en Carrachana los tres veranos anteriores lo dejaron con la convicción de que aquél ya no era su mundo, no estaba allí el futuro, sólo el pasado. El problema lo atormentó durante algún tiempo, antes de que lo apartase de su mente como si no fuese más que un malestar pasajero. Lo que fuera a ocurrir ocurriría porque ya estaba predestinado, concluyó por fin, con fatalismo. Se entregó entonces plácidamente al destino.
En mayo de 1907 se despidió del padre Fachetti, del padre Nunes, del vicerrector, del padre Álvaro y de la ciudad de Braga y regresó a la casa de su familia. Volvía, no con un sentimiento de derrota, sino de resignación, si no volvía como sacerdote, se debía a que ese destino no le estaba reservado. Se había ido cuatro años antes de Carrachana con una ropa andrajosa sobre su cuerpo, moqueando, lagrimeando y lleno de dudas sobre lo que le esperaba en el Miño. Ahora, a los diecisiete años, regresaba taciturno, vestido con ropa oscura y limpia y con una corbata al cuello, aún cargado de dudas, algunas de origen metafísico, la mayor parte mucho más prosaicas. De éstas, la más grande era determinar su verdadero papel en los designios del Señor, es decir, en lo inmediato, qué sería de su vida en Rio Maior.
—P
apá, ¿por qué te gusta tanto el vino?
Paul Chevallier desvió los ojos de la botella de Chablis y observó asombrado a su hija. El dueño del Château du Vin había bajado a la bodega de la tienda, con una vela en la mano para iluminar el camino. Las paredes estaban cubiertas de botellas y de espesas telas de araña. Agnès esperaba detrás de él, en la sombra, moviendo sus deditos, ardiendo de curiosidad, intentando entender aquella extraña pasión de su padre. ¿Cómo podría explicarle Paul los placeres de Baco?
—¿Sabes lo que es tener un dulce aterciopelado que se te desliza por la boca? —preguntó Paul en un tono misterioso.
Agnès meneó la cabeza.
Su padre, con el rostro iluminado por una sonrisa, se acuclilló junto a ella: