La amante francesa (13 page)

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Authors: José Rodrigues dos Santos

Tags: #Bélica, Romántica

BOOK: La amante francesa
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—Imagina algo maravilloso. La lluvia penetra en la tierra, las raíces absorben el agua, las uvas maduran en zumo, nosotros transformamos el azúcar en alcohol, el vino embriaga nuestros sentidos. —Respiró hondo—. Sentimos el aroma, la fruta, la textura, el sabor, él es azafrán y es poesía, es el néctar de una flor, las lágrimas de Dios, el trisar de una golondrina, un perfume, una melodía, la curva de una mujer y una brisa de primavera. El vino,
ma petite
, es la vida. —Le apretó cariñosamente la nariz—. ¿Comprendes?

Agnès lo miraba con los ojos desorbitados, vidriosos, nunca había visto a su padre hablar así. Asintió con un gesto de la cabeza, en silencio, dando a entender que había comprendido, pero la verdad es que ahora se había quedado más intrigada que nunca. En definitiva, ¿por qué razón a su padre le gustaba tanto el vino? Aquella misteriosa respuesta en la bodega del Château du Vin despertó en ella una curiosidad incontrolable, obsesiva, no captó a fondo las palabras, pero estaba decidida a entenderlas, no comprendió el sentido pero sintió su fuerza, su poder. El padre vivía fascinado por el vino y ella insistía en saber el porqué.

Cada vez más atenta a todo lo que la rodeaba, Agnès se abrió al mundo y comenzó a tener nuevos intereses. La Exposición Universal de París había representado un inolvidable viaje al futuro y un catalizador de la creciente curiosidad de la muchacha por las cosas de la ciencia. Pero la ciencia más a mano en su vida en Lille era la de su padre, expuesta diariamente en el Château du Vin. Gracias a la influencia paterna, estimulada por el espíritu artístico y científico que orientaba todo lo que viera en París, se convirtió en el inicio de su adolescencia en una verdadera experta en el arte del vino. Quería entenderlo todo y puso manos a la obra con desconcertante entusiasmo. Le parecía fascinante la delicadeza casi religiosa con que el padre trataba una botella, echaba el líquido en el vaso para liberar el aroma o saboreaba el néctar. Largas horas de observación y de insistentes preguntas le permitieron acceder al enigmático mundo de la enología, la ciencia que dominaría sus inquietudes inmediatas.

A los once años, el vino ya no encerraba misterios para ella. Sabía que el corcho era el tapón ideal para las botellas de vino debido a su levedad, limpieza, impermeabilidad y elasticidad. La muchacha acompañaba a su padre en los paseos para quitarles la cáscara a los alcornoques y producir tapones de corcho que se deslizaban suaves, pero firmes, hasta su posición en el gollete de las botellas. Lo veía cubrir el tapón con cápsulas hechas de hoja de plomo y grabadas en relieve, o sumergiendo el gollete en lacre, a la manera antigua. Lo más espectacular sucedía cuando su padre, durante cenas en casa con amigos, en que se bebía vino añejo guardado con tapones ya frágiles y quebradizos, se ponía su uniforme de húsar y, a la manera de Champagne, desenvainaba el sable frente al gollete, partiéndolo de un solo golpe y liberando el vino sin quitar el tapón. Era siempre un momento muy aplaudido, de gran intensidad dramática, aunque en situaciones rutinarias con vinos nuevos prefería usar el sacacorchos hipodérmico, que reventaba el corcho de las botellas.

Agnès sabía que era importante guardar las botellas siempre acostadas, para mantener así el corcho húmedo a través del contacto permanente con el vino, y en lugares oscuros, para que la luz no lo estropease. Aprendió a decantar los vinos añejos, observando a su padre usar
decanters
de tres anillos, el modo de evitar la parte turbia; pero era la apreciación de los vinos en sí lo que aparecía como el lado más fascinante de todo el oficio. Cuando era pequeña, se quedaba muy admirada viendo cómo su padre observaba el color y la textura del vino danzando en el cristal, y cómo lo olía, con la nariz literalmente dentro del vaso, pero lo más desconcertante era el modo cómo saboreaba el líquido, con la lengua soltando pequeños chasquidos. Agnès descubrió que los tintos Cabernet eran de un rojo más denso y oscuro que los Pinot Noir, que los buenos Bordeaux dibujaban una elipse en los vasos y que los Chardonnay sólo adquirían aroma cuando se los mantenía en cubas de roble.

De la observación y del olor pasó, a los doce años, a la degustación del vino. No comprendió de inmediato todo el valor que se le daba a aquella bebida cuando su padre la autorizó por primera vez a saborear el néctar. Le pareció agrio, ácido o avinagrado, nada que ver con las palabras misteriosas que él había usado en la bodega de la tienda para cautivarla, pero con el tiempo fue aprendiendo a distinguir y a apreciar los sabores. Lo primero que le explicó es que no había dos vinos iguales, el paladar de un vino dependía del enólogo que lo criaba, de la casta de la uva, del clima y de las características del suelo. Después, aprendió a distinguir un blanco seco Trebbiano, un blanco suave Gewurztraminer, un blanco dulce Sauternes, un Marsannay rosé, un Chianti afrutado, un tinto Bordeaux de mucho cuerpo y un tinto oscuro Châteauneuf-du-Pape, además de las combinaciones respectivas con carne, pescado, queso y fruta. Por ejemplo, el Chablis combinaba bien con mariscos, el Sancerre con Roquefort, el Médoc con cordero, el Sauternes con
foie gras
y el Sauvignon Blanc con salmón. Sus conocimientos en la adolescencia eran tales que su padre comenzó a considerar seriamente la posibilidad de pasar un día el negocio, no a uno de los dos chicos, como a primera vista sería más natural, sino a aquella hija suya, tan atenta y conocedora.

Paul Chevallier trataba con clientes de toda clase. Entre ellos había algunos que un día se volverían notables en la ciudad, como es el caso de monsieur De Gaulle, que a veces aparecía en la tienda con su hijo Charles, un muchacho narigudo, alto y desgarbado, un año mayor que Agnès y que llegaría a ser más tarde el hijo más célebre de Lille, a la par, claro, del recién fallecido Pasteur. Al fin y al cabo, la ciudad era pequeña y todos se conocían. Otros clientes venían de la clase alta, incluso dueños de castillos y mansiones a quienes les gustaba ver sus bodegas ricamente pertrechadas, y Paul se volvió por ello visita frecuente de sus palacetes y casas solariegas.

El enólogo trabó una especial amistad con el barón Jacques Redier, un cliente apreciador del método de abrir botellas a lo húsar y con quien iba a caballo a cazar conejos en el bosque de Compiègne durante el verano. La baronesa Solange Redier era una mujer frágil y enfermiza, con quien se quedaba a veces la madre de Agnès haciéndole compañía, ayudándola a enfrentar los ataques de tos derivados de una tuberculosis lenta y en apariencia crónica, y que acababan en expectoraciones con restos de sangre. Las dos hijas permanecían en esos casos con su madre, mientras que Gaston y François participaban de las cacerías en Compiègne. En esas ocasiones, Agnès se sentía Florence Nightingale y no escatimaba esfuerzos para ayudar a la baronesa que fue, al fin y al cabo, su primera paciente.

—Su hija es una santa —comentó la baronesa después de un ataque de tos especialmente violento que le valió innumerables caricias de su pequeña y esforzada enfermera.

—Sí, es muy cariñosa —coincidió Michelle, ella misma secretamente sorprendida por las atenciones con que su hija rodeaba a la anfitriona—. Siempre ha sido diferente de sus hermanos.

—La niña debería ir a jugar, en vez de estar aquí aburriéndose con nosotras —observó la baronesa Redier, sacudiendo el abanico—. A esa edad es un desperdicio que pierda el tiempo con una enferma como yo, ¿no le parece?

—Oh, no se preocupe, baronesa, a mi hija Agnès le encanta estar entre los adultos. A veces, fíjese, se queda horas sentada en un rincón, callada, escuchando nuestras conversaciones, como abstraída de sí misma. Me confunde un poco, es un hecho, pero ésa es su naturaleza, ¿qué quiere? Siente un gran placer estando entre los mayores.

—Pero ¿no tiene amigas?

—Tiene a su hermana y a Mignonne.

—¿Es una vecina?

—No —sonrió Michelle—. Es la muñeca.

Cuando los hombres volvían de la cacería, su alegría incontenible y su entusiasmo contagioso suscitaban gran curiosidad entre las dos hermanas. Contaban hazañas de caza, relataban persecuciones maravillosas: la liebre que costó tanto capturar, el faisán que se escapó, el jabalí que rodearon a caballo; todo aquello parecía un excitante mundo de aventuras, un inagotable manantial de historias, un universo de emociones vibrantes que les estaba injustamente vedado. Claudette se aburría terriblemente en el Château Redier y convenció a su hermana para que se uniese a ella en una firme campaña para persuadir a su padre de que las dejase ir con ellos. El recurrir a su hermana no era inocente, Claudette sabía que Paul sentía una debilidad especial por Agnès y se mostraba decidida a usarla en su provecho.

—Ni pensarlo, Claudette, la caza no es cosa de chicas —exclamó el padre cuando su hija mayor le manifestó su deseo.

—Oh, papá, déjanos ir.

—No puede ser, hija. Tenemos que andar a caballo, tenemos que galopar detrás de los zorros, disparamos, es peligroso.

—Pero Gaston y François van.

—Es diferente, son chicos.

—Pero son mucho más pequeños que nosotras, no es justo.

—Sí, es verdad, pero ellos no salen en las cabalgatas con nosotros, eso sí que no.

—¿Ah, no? ¿Y adonde van ellos?

—Se quedan en los Étangs de Saint-Pierre con Marcel.

Marcel era el mayordomo del Château Redier, un hombre áspero que a los chicos les caía mal.

—¿Ah, sí? ¿Y nosotras no podemos quedarnos con ellos?

—No, hija, esto no es para chicas.

Claudette sintió que había llegado el momento de jugar la última carta. Hizo una seña a Agnès y ésta se acercó a su padre, poniendo boquita de piñón, con los ojos dulces y solicitantes, con el tono de voz irresistiblemente meloso.

—Oh, papá, sé
mignon
, déjanos ir…

Paul miró a Agnès y tragó saliva.

—Bien…, yo… —titubeó—. En fin…, eh…, ¿por qué no? —dijo con un suspiro, vencido—. Está bien, está bien. Mañana os llevo.

Lo abrazaron, efusivas.

—¡Merci, papá!

—Ya, ya —dijo Paul, derritiéndose en el abrazo—. Pero tenéis que portaros bien, ¿habéis oído?

Fue la única vez que el padre consintió llevar a las dos chicas consigo. A la mañana siguiente, un domingo gris y húmedo, metió a los cuatro hijos en un coche, conducido por Marcel, y todos emprendieron la marcha por la carretera: coche, caballos y perros en medio de gran alboroto hasta el bosque. Cruzaron el río Aisne y entraron en el Bois de Compiègne, pasando por entre los grandes robles hasta los Beaux Monts, desde donde se dirigieron hacia los Etangs de Saint-Pierre. Agnès y Claudette se quedaron allí sentadas junto a un lago rodeado de hayas, mientras que sus hermanos jugaban a la guerra entre los arbustos, bajo la mirada aburrida de Marcel. El padre galopaba con el barón Redier tras los perros y las liebres. A las niñas la experiencia les resultó enfadosa, no había allí aventuras ni excitación, sólo un tedio sin fin. Decepcionadas, nunca más quisieron oír hablar de cacerías, eran mil veces preferibles los bostezos en el Château Redier.

Paul era un hombre avanzado para la época y, cuando Claudette terminó el instituto, decidió pagarle los estudios universitarios. La hija mayor, apasionada por la arqueología y estimulada por los recientes descubrimientos en Egipto y en la Mesopotamia, fue a estudiar historia a la Sorbona.

Al año siguiente, en 1911, pareja oportunidad le llegó a Agnès. Sin sorpresas, la segunda hija del matrimonio Chevallier decidió a los veinte años seguir los pasos de su heroína Florence Nightingale y se matriculó en Medicina, también en la Sorbona. No era Enfermería, pero estaba en el mismo departamento. En París compartió con Mignonne y su hermana un apartamentito simpático en Saint Germain-des-Prés. El apartamento estaba situado en un primer piso de la Rue de Montfaucon, junto al mercado, y fue allí donde pasó los mejores años de su vida.

Claudette y Agnès frecuentaban facultades diferentes, por lo que sólo se encontraban por la noche y los fines de semana. Una vez por mes, iban a Lille a pasar un fin de semana con sus padres y recibir la mesada. El dinero les alcanzaba para la comida, que iban a comprar al Marché Saint Germain, justo al lado, y para pagar el alquiler del pequeño apartamento, compuesto por cocina y una sala grande, donde tenían dos camas, un sofá, un armario, un escritorio y una bañera. El cuarto de baño, en la planta baja, era un pequeño cubículo con un inodoro blanco decorado con motivos azules, como si fuesen tatuajes sobre la porcelana, y servía para todos los inquilinos del edificio.

La carrera de Medicina resultó absorbente. El primer contacto con Anatomía resultó inolvidable. Agnès era de las pocas mujeres que iba a ese curso y tuvo mucho miedo la primera vez que entró en la sala de disecciones, donde se daría la primera clase de esa temida disciplina. En medio de la sala había una mesa y, sobre ella, se hallaba extendido el cadáver de un hombre desnudo. Los alumnos rodearon la mesa con un silencio respetuoso, fascinados ante la visión del muerto, y sólo el profesor parecía relajado, tal vez incluso algo divertido, sabía bien cómo fantaseaban los alumnos acerca de las siniestras experiencias de aquella cátedra, sobre todo antes de conocerla de verdad. El profesor Bridoux tenía fama en la Sorbona, entre los estudiantes de Medicina, por sus extravagancias con los cadáveres. Al contrario de la mayoría de los profesores de Anatomía, que disponían de cirujanos para las clases de disección, a Bridoux le gustaba cortar él mismo los cuerpos y poner al descubierto sus entrañas. Agnès conocía su legendaria fama de hombre morboso, una reputación entre los estudiantes que, en rigor, le aseguraba una clientela fiel; al fin y al cabo, el responsable de la cátedra de Anatomía era generalmente considerado, por su rareza, el personaje más fascinante de la facultad.

—Muy bien, señores —comenzó diciendo el profesor Bridoux mientras se frotaba las manos—. La palabra «anatomía» deriva del griego
anatemnein
, es decir, «cortar y abrir». —Levantó un dedo—. Van a iniciarse ahora en la disciplina más antigua de la Medicina y, si me permiten, vale la pena recordar aquí la importancia histórica de este trabajo. —Los estudiantes absorbían cada palabra, pendientes de la exposición de esta leyenda viva de la Facultad de Medicina—. Herófilo de Calcedonia y Erasístrato de Kos efectuaron las primeras autopsias trescientos años antes de Cristo, pero esta práctica se prohibió en el siglo II por motivos religiosos. —Bridoux miró los rostros a su alrededor con expresión desafiante—. La religión, estimados alumnos, es la fuente del oscurantismo. Si ella los tienta, resistan. Si ella ya los ha tentado, desistan. La ciencia y la superstición no se llevan bien, créanme. Miren el ejemplo de esta noble disciplina nuestra, tan importante para el conocimiento del hombre. Pero, a pesar de su importancia, el oscurantismo religioso se impuso con tanta fuerza y duró tanto tiempo que hubo que esperar hasta el siglo XIV para que volviera a hacerse una autopsia en Europa.—Bridoux cogió un bisturí—. Durante todo ese tiempo, todo lo que la medicina sabía sobre la anatomía humana lo debía al trabajo del griego Galeno de Pérgamo, el médico de Marco Aurelio, que publicó un centenar de trabajos destinados, decía él, a traer luz a las tinieblas. Y no fue hasta el siglo XVI, señores, cuando alguien retomó los estudios de anatomía y fue más lejos que Galeno. —Miró a los estudiantes—. ¿Saben quién fue ese genio?

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