—Es tarde. Marcel va a acompañarlo a su habitación —dijo y, mirando hacia la puerta, elevó la voz—: ¡Marcel!
El mayordomo tardó unos instantes en aparecer.
—Acompaña al señor a sus aposentos —ordenó—. Señor capitán —dijo, despidiéndose de su invitado con una señal de la cabeza. Miró a su mujer—.
Viens, Agnès
.
La francesa se quedó un instante en la mecedora, como si vacilase. Se incorporó despacio, casi contrariada, y miró al capitán portugués.
—
Bonne nuit
, Alphonse —susurró con su voz tierna y serena—.
À demain
.
—
M'dame
! —exclamó Afonso, que se puso de pie de un salto e hizo una reverencia galante.
Marcel lo guio por los pasillos del palacete, indicándole el
cabinet de toilette
y sus aposentos. La habitación asignada era suntuosa, tan lujosa que, por momentos, el oficial se sintió aturdido, uno de aquellos hombres del cuartel general que hacían la guerra cómodamente instalados en un palacete, uniformados con pijama y calzados con pantuflas. El ambiente era refinado. Molduras ovales decoraban las paredes con retratos pintados que ilustraban rostros y hechos de las sucesivas generaciones de Redier, la familia que había dado nombre al
château
. En el centro de la habitación se destacaba, imponente, una cama de estilo Luis XV, toda hecha en nogal, con la imagen de una concha esculpida en la madera de la cabecera.
El cuarto de baño era grande y frío. Sujeto a la pared había un lavabo
art nouveau
, con el soporte de hierro forjado hecho de curvas y arabescos, en una y otra dirección, además de un espejo redondo en el centro flanqueado por dos lámparas. Afonso las encendió. El lavabo tenía un grifo dorado de palanca, con el pico largo de níquel curvado hacia abajo. Lo abrió, sintió el líquido helado que le quemaba los dedos, se pasó agua fugazmente por la cara, como un gato, cogió el
savon au miel
que estaba en el hueco circular del lavabo y se frotó las palmas de las manos, sintió la fragancia del jabón y se lo pasó por el rostro, se frotó la cara con agua y se secó con la toalla. Miró de reojo la bañera Chariot instalada junto a la ventana, toda ella hecha de hierro fundido, el interior blanco, el exterior de rosa intenso, las patas doradas. Decidió darse un baño allí al día siguiente, ahora no, sentía la vejiga hinchada. Salió del
cabinet de toilette
y fue al cuartito adyacente donde se encontraba el retrete, la taza de porcelana estampada con un elegante grabado floral, un largo tubo de níquel sujeto a la pared conectaba la taza con la cisterna blanca de hierro fundido fijada junto al techo y sostenida por dos soportes dorados de girasol. Levantó el asiento de caoba, orinó y, al final, tiró de la cadena que caía de la cisterna y brotó el agua con fragor dentro de la taza.
El capitán regresó a la habitación sin que se le ocurriera lavarse de nuevo las manos, se sentía satisfecho con estos lujos; esto sí, esto sí que era vida, los demás rondando las letrinas y él allí complaciéndose en aquel palacete; la gente tumbada en pajares o revolcándose en el barro de las barracas rústicas y él con una habitación para su uso personal digna de reyes. Suspiró con alegría. «¡Ah, caramba! ¡Vaya vida!», murmuró. Tenía que aprovechar bien aquel momento. Se desnudó, deshizo la cama y se acostó, tiró de las mantas hasta taparse casi la cabeza. Se llenó los pulmones con el aroma fresco de las sábanas lavadas e inmaculadamente blancas, sintió el calor que circulaba por su cuerpo encogido, respiró con tranquilidad, cerró los ojos y se durmió en un instante, mientras resonaba el murmullo lejano de los cañones como olas que rompían, fustigando imaginarios peñascos de la costa, la furiosa tempestad se transformaba en una distante y amodorrada marea que lo mecía en su agitado sueño de soldado.
Una criada despertó por la mañana al oficial portugués y le llevó leche, café, tres tostadas, un poco de mantequilla y una mermelada, que devoró con avidez. Afiló la navaja y se afeitó con agua fría, se vistió y salió de la habitación. En medio del pasillo vio a Marcel transportando ropa de cama.
—
M'sieur, oú est Joaquim
?
—
Pardon
?
—Joaquim,
le portugais
. ¿Dónde está?
—
Ah
—comprendió Marcel—.
Attendez, s'il vous plaît
.
El mayordomo dejó la ropa en una silla alta del pasillo, dio media vuelta y, acelerando el paso, desapareció por la escalinata. Afonso siguió en la misma dirección, bajó las escaleras y desembocó en el
foyer
. Agnès apareció en la puerta del salón y se apoyó en la jamba.
—
Bonjour
, Alphonse.
—
Bonjour, m'dame
.
—¿Ha dormido bien?
—Magníficamente,
merci
—dijo, observándola con curiosidad. Era francamente una mujer hermosa, con sus ojos verdes aún más brillantes a la luz del día. Por la noche parecía una gata, tentadora y misteriosa, pero ahora la veía como un ángel, en una actitud inmaculadamente divina y graciosa—.
Et vous
?
Agnès se encogió de hombros.
—
Ça va
.
Afonso apreció sus modales suaves y dulces, la belleza tranquila, la actitud cariñosa y levemente triste. La admiró y se sintió interesado en conocerla mejor. Pero una voz detrás de él, en portugués, desvió su atención.
—¡Mi capitán!
Era Joaquim, haciendo el saludo militar.
—Ve a buscar el coche —ordenó el oficial.
—Está allí fuera, mi capitán.
Marcel abrió la puerta y Afonso se volvió hacia Agnès.
—
M'dame
, muchas gracias por su hospitalidad —agradeció, cogiendo la cartera y el
billeting certifícate
que llevaba guardado en el bolsillo—. Veamos, un oficial es un franco, y un soldado, veinte céntimos. Por tanto, entiendo que le debo un franco y veinte céntimos.
La baronesa avanzó un paso, ignorando las monedas que él le extendía pero cogiendo el
billeting certifícate
. Estudió el documento con curiosidad, era el certificado de alojamiento y estaba firmado por el
maire
y por el comandante del batallón, además de autenticado con el sello del CEP. Alzó los ojos del papel y miró al capitán.
—¿Volverá esta noche?
—No,
m'dame
.
—¿Y por qué?
—Parto hoy para las trincheras.
Agnès apretó los labios.
—¿Va a estar allí mucho tiempo?
—Una semana,
m'dame
.
—Entonces sea nuestro huésped dentro de una semana —le dijo, devolviéndole el
billeting certifícate
.
Afonso vaciló un instante, sin saber qué responder a esa invitación inesperada.
—Con mucho gusto,
m'dame
, sería un gran placer volver aquí —dijo—, pero todo dependerá de los boches y del
maire
.
—Usted tenga cuidado y ocúpese de los boches, que yo me ocuparé del
maire
.
—¿Y el
billet
? —quiso saber él, refiriéndose al dinero del alojamiento.
—Me paga el
billet
la semana que viene.
Los dos se dieron la mano, ella con una sonrisa siempre delineada levemente en los labios, esta vez con un rubor suave, de rosa tirando a rojo, que le llenaba el semblante de calor, mientras el aroma floral de L'heure bleue perfumaba el aire con sus esencias de fruta.
—Usted se parece mucho a una persona que conocí.
—Espero que sea una semejanza agradable.
Ella sonrió con tristeza.
—
Je vous attends
—murmuró intensamente, evitando responder. Dio media vuelta para retirarse y, alejándose, miró de reojo hacia atrás, con un movimiento gracioso y una expresión afable—.
Bonne chance
!
L
a tierra se extendía por el campo casi plano, desértico y desolado, al mismo tiempo húmedo, fangoso, sucio. Hasta donde la vista alcanzaba, el suelo revuelto era árido, todo se encontraba quemado, había baches semejantes a cráteres producidos por las granadas de los obuses, y las minas habían despanzurrado la tierra, aquí y allá se veían charcos de agua y barro de donde asomaban hierros retorcidos, algún cadáver humano que otro en descomposición, huesos, botas con los pies cortados dentro, harapos de uniformes, ratas muertas flotando. Las únicas cosas de pie en aquel tenebroso mar de desolación eran las redes abolladas de alambre de espinos, los árboles calcinados sin hojas y con los troncos carbonizados, las paredes incompletas de lo que antaño fueron casas y eran ahora sólo tristes e irreconocibles ruinas.
Un silencio profundo se había abatido en el último momento sobre este siniestro paisaje lunar. Apoyado en el parapeto, Matias Silva, a quien llamaban Matias,
el Grande
, no sabía qué detestaba más. Su turno en las trincheras había comenzado hacía sólo dos días y aún no se había acostumbrado del todo al olor a heces que provenía de las fosas por debajo del estrado de madera, un olor con el que se mezclaba el tufo nauseabundo de carne putrefacta, de sobras de comida descompuesta y de orina. Para protegerse del frío se había puesto sobre el uniforme su chaleco de cabritilla, hecho de piel de cordero, que se había convertido en una imagen de marca de los soldados portugueses en Flandes durante los días fríos. Los llamaban, por eso, los «lanudos». Matias asomó la cabeza por el parapeto del puesto, en Neuve Chapelle, y acechó las posiciones enemigas. Desde la primera línea, en el punto donde se encontraba de vigía, hasta la primera línea alemana, distaban quinientos metros.
—¡Beeeeee! —gimió una voz fingidamente trémula desde el otro lado de la Tierra de Nadie—. ¡Beeeeee!
—¡Los hijos de puta de los boches ya me han visto! —farfulló entre dientes el centinela portugués, que se alejó cinco metros del lugar donde vigilaba, no fuese a hacer de las suyas el diablo.
El chaleco de piel de cordero era un éxito entre la tropa alemana. Del otro lado de las trincheras estaban los hombres de la 50ª División del VI Ejército alemán, dirigido por el general Von Quast y perteneciente al grupo de ejércitos del príncipe heredero Rupprecht. No se cansaban de provocar a los portugueses con imitaciones de voces de rebaño. Algunos lanudos se pusieron al principio fuera de sí con estas chacotas del enemigo, pero ya todos se habían acostumbrado: la broma, de tanto repetirse, había dejado de surtir efecto y, cuando se los azuzaba, los hombres de los cuatro batallones de infantería de la Brigada del Miño, la 4ª Brigada de la 2ª División del CEP, se limitaban a rumiar algunos insultos contra los alemanes.
La primera línea portuguesa se prolongaba diez kilómetros, desde la trinchera de comunicación New Bond Street, en el sector de Fauquissart, hasta Ferme du Bois, al sur, con Neuve Chapelle en el medio. Éste era, por otra parte, un tramo lleno de historia antes de que llegasen los portugueses. Fue justamente en Neuve Chapelle donde, en octubre de 1914, los alemanes utilizaron por primera vez gases químicos como arma de guerra. En ese momento, estas trincheras estaban ocupadas por tropas francesas que, no obstante, ni repararon siquiera en los gases no letales que contenían las granadas de
schrapnel
, por lo que la prueba inicial de las armas químicas se saldó con un fracaso. Después, en marzo de 1915, ya con las tropas inglesas ocupando el sector, se lanzó aquí la primera gran ofensiva británica contra las posiciones alemanas. Después de algunos éxitos iniciales, la ofensiva fracasó al cabo de tres días, pero se reveló como una acción políticamente importante, pues sirvió para mostrarles a los franceses el empeño de sus aliados británicos. En la batalla de Neuve Chapelle se utilizaron, por primera vez en la guerra, aviones destinados a fotografiar las posiciones enemigas, con el fin de acumular datos informativos para la operación, una práctica que se volvería rutinaria, aunque peligrosa, en las acciones siguientes.
Ahora, en este 22 de noviembre de 1917, Neuve Chapelle y las vecinas Ferme du Bois y Fauquissart vivían tiempos serenos en manos de los portugueses. Todo el sector de la primera línea estaba constituido por tres líneas fundamentales de trincheras, todas ellas paralelas y ligadas entre sí por las trincheras de comunicación, que las cruzaban perpendicularmente. La más adelantada de las tres líneas era la línea del frente, con un diseño quebrado, casi en zigzag, en un esfuerzo deliberado por escapar del trazado rectilíneo y evitar así enfilaciones y facilitar el cruce del fuego de las ametralladoras defensivas. Delante de la línea del frente, justo después del parapeto de la trinchera, se extendían tres fajas de rollos de alambre de espinos, levantados para dificultar el avance del enemigo cuando éste atacaba por la Tierra de Nadie. Detrás, cavada paralelamente a la línea del frente, estaba la línea B, que constituía la principal línea de defensa adelantada y se encontraba protegida por una faja más de rollo de alambre y por hoyos camuflados con ametralladoras pesadas, en general Vickers. Aún más atrás, la línea C, también conocida como línea de apoyo, donde se situaban los asentamientos de los batallones avanzados. Después de estas tres filas de trincheras, conocidas globalmente por la denominación de primera línea, venía la línea de las aldeas, que conectaba Richebourg, Pont du Hem y Laventie, igualmente protegida por una larga valla de alambre de espinos, y la línea de Cuerpo, que pasaba por Huit Maisons y Lacouture, constituida por varios puntos fortificados que defendían las principales vías de comunicación hacia la retaguardia. Finalmente, a lo largo de la ribera de Lawe, la línea del Ejército, detrás de la cual se encontraban los cuarteles generales y una legión de «pájaros», la expresión peyorativa con la que se aludía a todos los militares dedicados a tareas burocráticas y que de las trincheras sólo conocían las fotografías que veían en las revistas.
Matias percibió un movimiento a su izquierda. Según los reglamentos, estaba prohibido volver la cabeza para otro lado que no fuese la Tierra de Nadie, pero tenía que comprobar que el enemigo no había entrado furtivamente en la primera línea. Al fin y al cabo, las trincheras eran lugares habitualmente desiertos, andando centenares de metros sólo se veía un centinela, por lo que había que identificar cualquier movimiento en aquel sitio desolado. Miró a la izquierda y no vio a nadie. Podría ser el sargento o el oficial de servicio de guardia en la línea del frente, pero tenía que estar seguro. Movió la Lee-Enfield y apuntó, por prevención.