La amante francesa (57 page)

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Authors: José Rodrigues dos Santos

Tags: #Bélica, Romántica

BOOK: La amante francesa
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—Los tipos de Portugal se cagan en nosotros, ¿no te das cuenta? —exclamó Vicente, en medio de abundantes gestos, frustrado y molesto, ansiaba desesperadamente volver a casa—. Sidónio ha dado el golpe y nos ha abandonado, no nos ha mandado refuerzos, no ha mandado la tercera división que Afonso Costa les prometió a los gringos.

—Pero, al fin y al cabo, ¿con quién está en guerra Alemania, eh? —quiso saber Baltazar, levantando la voz—. ¿Está en guerra con Portugal o sólo con el CEP? ¿Eh? ¿Con quién está en guerra? ¡Es que parece que Portugal no tiene nada que ver con esta mierda, joder, parece que la guerra es sólo con nosotros!

—Los boches tienen razón —declaró Vicente, sacudiendo desanimado la cabeza—. Los políticos nos engatusaron y ahora se lavan las manos.

Vicente se refería a los folletos que, lanzados por los alemanes, informaban a los hombres del CEP sobre la nueva política de guerra de Sidónio Paes. El
Folhetim de Guerra
distribuido por los morteros enemigos subrayaba en sus sucesivas ediciones que Sidónio, antiguo ministro plenipotenciario de Portugal en Berlín, era un germanófilo que siempre se había opuesto a la entrada de Portugal en el conflicto mundial y que, después de derribar al Gobierno de Afonso Costa, había frenado el proyecto de constitución de una tercera división para el Cuerpo Expedicionario Portugués. Según la versión alemana, el nuevo Gobierno había decidido dejar las fuerzas en Flandes entregadas a sí mismas; lo mejor era, en realidad, que los soldados se rindiesen.

—¿No habéis visto lo que pasó con el mayor Gomes? —intervino Baltazar—. Pidió licencia para ir a Portugal, la consiguió antes que nadie y se marchó. Después, alegó que estaba enfermo y se quedó allá.

—¿Y el coronel Antunes? —añadió Vicente—. Me dijeron que el tipo presentó los papeles en Aveiro jurando que andaba con problemas de salud.

—¿Problemas de salud? —preguntó Matias con una sonrisa irónica, volviendo a romper su silencio—. Debe de ser diarrea. ¿No os acordáis acaso de que el hombre se cagó todo la noche aquella en que los disparos casi alcanzaron el refugio donde él estaba escondido, en Marmousse?

Todos se rieron, encantados, recordando la escena que entonces narró el ordenanza del coronel, Alfredo, que lo había visto todo.

—Categoría —exclamó Baltazar, dándose una palmada en el muslo.

—Si el tío es de Aveiro ha de ser un cagón —intervino Vicente, siempre ácido en sus comentarios sobre los oficiales—. Y como es un cagón, a la hora de volver también debe de haberse cagado, pobre.

A varios de ellos ya les había pasado lo mismo, se cagaron en los pantalones una o dos veces durante un bombardeo, sobre todo después de las primeras muertes, al principio, cuando el sonido de la tempestad de fuego desatándose alrededor de ellos les helaba la sangre y liberaba sus intestinos, problema que, con el tiempo y la experiencia, aprendieron a controlar. Cagarse en los pantalones no era, en consecuencia, algo vergonzoso entre los soldados, sino solamente una señal de inexperiencia. En el grupo, comenzó a ser considerado un fenómeno natural, a fin de cuentas ellos eran lanudos, vivían en el barro como topos, compartían el rancho con ratas y el sueño con piojos y se pasaban los días sorteando la muerte, huyendo de los
snipers
, escondiéndose de los Minenwerfers. Para colmo, eran la carne que los cañones descuartizaban. Pero el coronel Antunes era diferente, él era un carbonero, como casi todos los altos oficiales estaba habituado a dar órdenes para que otros murieran y a dar sermones sobre el sacrificio que deberían hacer terceros por la patria, pero desconocía lo que era sufrir de miedo, aquel miedo a la muerte que subía por las piernas débiles y secaba la garganta, aquel horror paralizante que se desparramaba por el cuerpo y penetraba en el corazón, la tempestad de granadas estallando en el alma y despedazando la voluntad. Por eso, cuando un carbonero se cagaba, todos los lanudos se regocijaban por ello.

Matias se recostó en su rincón.

—Es la pura verdad —asintió el cabo, mirándose las uñas sucias—. Pero la mayor verdad es que el coronel Antunes se pasea ahora en Portugal a sus anchas y nosotros aún estamos aquí.

Las sonrisas se deshicieron y todos se callaron, pensativos y resignados. Fue en ese momento cuando Baltazar comenzó a husmear el aire con inspiraciones cortas y fuertes, como un perdiguero.

—¿No oléis a ajo?

—¿Ya estás con hambre, Viejo? —preguntó Vicente.

—Un poco.

—Pero hemos comido hace una hora…

—¿Qué quieres? Tengo hambre y este olorcito no ayuda.

—Aquí tienes una lata de
corned-beef
.

—Qué
cornobife
ni qué diablos. Un bistec frito en salsa de ajos es lo que me comería ahora con mucho gusto.

Y estornudó.

El capitán Afonso Brandăo abrió la cigarrera plateada que Agnès le había regalado después de su primer encuentro amoroso, sacó un Kiamil, lo encendió y se quedó con la mirada perdida en el horizonte.

—¿Te has fijado, Zanahoria? —soltó sin volverse hacia su amigo—. Ya buscan enchufes para salir de aquí. Enchufes.

El teniente Pinto se pasó la mano por el bigote pelirrojo y sonrió.

—Eres realmente ingenuo, Afonso. ¿Y qué estabas esperando?

—¡Hasta el capitán Cabrai!

—Ojalá pudiese irme con él…

Afonso soltó una bocanada de su Kiamil y bajó la cabeza.

—¿Sabes qué es lo que no entiendo?

—¿Qué?

—Que no haya una decisión.

—¿Qué decisión?

—Una decisión cualquiera, caramba, pero al menos una decisión. —Miró a su amigo—. Si Sidónio piensa que es el momento de salir de la guerra, que lo asuma y nos vamos todos, no estamos haciendo nada aquí. Si Sidónio piensa que hay que quedarse, que nos envíe refuerzos, que cree las condiciones para poder combatir con eficacia. ¿Ahora esto? Esto no, esto no es nada, esto es no querer decidir, esto es huir de las responsabilidades.

Pinto suspiró.

—Ay, Afonso, Afonso, parece que naciste ayer, hombre.

¿Cuánto tiempo hace que te digo que nos hemos metido en un embrollo, que no estamos haciendo nada aquí? Nosotros a tiros y esos tipos burlándose de nosotros…

—La cuestión no es ésa, Zanahoria —dijo Afonso, que dio media vuelta para entrar en el puesto, hacía demasiado frío fuera—. La cuestión es que andamos en zigzag, primero estamos comprometidos, después no lo estamos y volvemos a estarlo otra vez… —se desahogó, entre abundantes gestos, irritado, mientras el teniente Pinto lo seguía hacia el interior del refugio—. Así nadie se entiende. Por ejemplo, fíjate en la payasada del sistema de licencias.

—¿Qué pasa con ellas?

El capitán se sentó pesadamente en la caja de municiones que servía de banco y el teniente se acomodó en el catre de alambre.

—¿Que qué pasa con ellas? Pasa que son una total vergüenza. Primero, eran quince días. Después, dijeron veinte. Más adelante, treinta. En resumidas cuentas, estamos en cero, porque sólo las disfrutan los oficiales.

—¿Y aún te quejas? Que yo sepa, el otro día te fuiste a París con una licencia…

—Pero el problema, Zanahoria, no es que los oficiales disfruten de licencia, eso es normal y se la merecen. El problema es que los soldados no disfrutan un cuerno de licencia, y eso es desmoralizador para los hombres.

—¿Estás preocupado por ellos?

—Claro que lo estoy, caramba, y tú también deberías estarlo. ¿Cómo nosotros, los oficiales, vamos a dirigir a unos soldados que se sienten burlados, olvidados y humillados? ¿Qué autoridad moral tenemos para mandarlos al combate cuando, en el momento de conseguir licencia, nosotros somos los primeros? ¿Qué pensarán de estos oficiales que tienden unas redes para tomar las de Villadiego y que, una vez en Portugal, van a una junta médica formada por amigotes y consiguen mil y una disculpas para no volver aquí? Es evidente que los soldaditos pueden ser analfabetos, pero no son del todo estúpidos y entienden muy bien que son los únicos que no encuentran la manera de salir de aquí.

—Problema de ellos.

Afonso tiró el Kiamil consumido al suelo fangoso del puesto y aplastó la colilla con la bota, comprobando que quedaba apagado.

—No es problema de ellos, no, señor. Es un problema nuestro, ya te lo he dicho. ¿Cómo voy a dirigir en combate a soldados que se sienten relegados de este modo? ¿Qué moral habrá en la tropa cuando las cosas se pongan difíciles? ¿Crees que es posible luchar solo contra los boches? Cuando la cosa está que arde, necesitas de los hombres, Zanahoria. Si no estuviesen en el campo o no quisieran combatir, mira, estás perdido, no hay salida. No te olvides de eso.

—Afonso, cada uno se las arregla…

—Joder, Zanahoria, métete en la cabeza que, con esa mentalidad, nadie va muy lejos. Tenemos un cuadro de oficiales que es una vergüenza, siempre conspirando, hablando mal de todo, preocupados por pasárselo bien, viendo a ver cuándo pueden escaquearse…

—La vergüenza no son los oficiales —interrumpió el teniente Pinto alzando la voz—. Son los políticos que nos han vendido, todos esos Afonso Costa…

—¿Quién es peor? ¿Afonso Costa, que colocó a Portugal en el mapa…

—… todos esos Bernardino Machado…

—… o Sidónio Paes, que nos ha abandonado?

—… todos esos canallas de los republicanos y del Partido Democrático.

Ya no se escuchaban, ambos a gritos, cada vez más alto, dominados por los nervios, hasta que la voz de Afonso acabó imponiéndose: a fin de cuentas, aunque amigos, él era el capitán.

—Deja la política de lado —dijo finalmente, haciendo un gesto para que se apaciguaran y evitar ese aspecto controvertido sobre el que nunca se pondrían de acuerdo—. Tal vez los políticos sean todos culpables, no lo sé y para el caso no interesa. Lo que importa es que nos mandaron aquí y aquí estamos. Y, si estamos aquí, sólo tenemos ahora dos opciones: o cumplimos bien nuestra misión o nos quedamos de brazos cruzados hablando mal de todo y de todos. No sé lo que tú pretendes hacer, pero yo sé cuál es mi deber.

—Vas a cumplir bien tu misión —soltó el teniente con desdén.

—Exacto —asintió Afonso, que optó por ignorar la ironía que brotaba del comentario de su amigo—. No puedo aceptar el comportamiento que veo en muchos oficiales que están lisa y llanamente cagándose en los hombres, no quieren saber si ellos están bien, no demuestran ningún interés en compartir sus privaciones y sacrificios, ni siquiera en correr los mismos riesgos. Sólo se muestran preocupados por pasárselo bien, por tirarse a las
demoiselles
, por salir de paseo, por llenarse de cerveza en los
estaminets

—Tiene guasa que tú digas eso, Afonso —repuso Pinto con frialdad—. Hace apenas una semana tú estabas con una
demoiselle
dando un paseo…

—No es lo mismo —corrigió Afonso, turbado.

—… en París. Ahora, lo más curioso, querido amigo, es que tú hablas de compartir privaciones, y eso es muy bonito, pero la verdad es que te dedicas a dormir en palacetes. Y, en cuanto a correr riesgos junto a los hombres, me gustaría saber para qué misiones te has postulado tú.

—Estuve dirigiendo la operación para expulsar a los boches que atacaron nuestras trincheras en noviembre.

—Eso fue cuando ellos atacaron, qué remedio tenías salvo combatir. Pero lo que me interesa saber es para cuántas misiones de patrulla y para cuántos
raids
te has postulado.

—Sabes muy bien que nosotros no hemos organizado
raids
.

—Pero ha habido patrullas todas las noches. ¿En cuántas has participado tú?

—No se dio la ocasión.

—No has participado en ninguna. En ninguna, Afonso. Las patrullas están casi exclusivamente formadas por soldados, se hacen montones de patrullas por la noche y raramente hay un oficial que las dirija. Por tanto, no me vengas con historias y a decir de nuestros oficiales que son una mierda, porque tú también eres uno de ellos. También tú te paseas con
demoiselles
por la retaguardia mientras los soldados tienen que pagar por las putas de Le Drapeau Blanc, también tú duermes en palacetes mientras los soldados se quedan en los pajares, también tú te refugias en el puesto de hormigón mientras los soldados se aguantan cuando las bombas de los boches les caen en los hoyos de barro, también tú te quedas mirando desde la primera línea cuando los soldados tropiezan con los boches en los fosos traicioneros de la Avenida Afonso Costa. En el fondo, querido amigo, eres como yo y todos los demás. Sólo hablas de manera diferente.

Afonso miró a su amigo a los ojos y se quedó un instante en silencio. Cuando habló, habló con intensidad, con convicción, con la voz tranquila y segura, la mirada serena y resuelta.

—Estás equivocado, Zanahoria —dijo—. No soy como vosotros y he de daros una prueba.

Se levantó y abandonó el puesto, avanzando con paso firme hacia la ronda de la tarde. Pero la certidumbre de que daría una prueba de su diferencia se fue disipando a medida que caminaba y reflexionaba sobre lo poco que sabía de sí mismo. En lo más íntimo, no se hacía idea de cómo aplacar el miedo que frenaba sus movimientos en los instantes de puro terror. Tenía conciencia de que una cosa era hablar y otra ejecutar, sabía que, en los momentos de angustia, sus reacciones eran imprevisibles e incontrolables, la emoción se enseñorea de la mente y la animalidad se sobrepone a la humanidad. Cuántos hombres que se pasaban la vida hablando de heroísmo y preparándose para la gran prueba no flaqueaban llegado el momento, mientras que otros, tímidos y callados, parecían superar todo a la hora de las dificultades. ¿Qué era, al fin y al cabo, la temeridad sino fingimiento? ¿Qué era el valor sino el miedo a ser considerado un cobarde? ¿Qué era el heroísmo sino un acto resultante del miedo social que se sobrepone al miedo animal? ¿Y qué era la bravura sino un momento de pura locura, un gesto insano hecho para beneficio ajeno y perjuicio propio?

El mayor Botelho acercó la vela para observar mejor los ojos del soldado. Eran más de las tres de la mañana cuando el grupo de soldados apareció en el puesto de socorro avanzado para informar de su malestar. El mayor era el médico militar de guardia. Analizó superficialmente a los soldados, eran cuatro hombres y algunos gemían. Comenzó con el caso que le pareció más agudo.

—¿Cómo se llama usted? —preguntó, observando los ojos inflamados del hombre.

—Baltazar, mi mayor.

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