—
You see
? Justamente por esto no podemos dejar que Fritz los vea.
Afonso se quedó mirando al astroso soldado, pobre y muerto de frío, que se alejaba cabizbajo, trinchera arriba, en dirección a Hun Street.
—Comprendo.
—De cualquier modo, todos los oficiales británicos vinculados con las fuerzas portuguesas han recibido la orden de permanecer todo el día en las primeras líneas de este sector —aclaró Gleen—. Si los
jerries
llegan a inventar algún entretenimiento parecido al de 1914 o 1915 en Neuve Chapelle y en Laventie, tendremos que pasar enseguida la información al cuartel general.
Afonso lanzó una última mirada a la neblina que ocultaba las posiciones enemigas y, apoyándose en el bastón con contera metálica, saltó de nuevo a la trinchera, donde lo aguardaba Joaquim.
—No sé qué obligaciones tienen ustedes, muchachos —dijo despidiéndose de los dos británicos—, pero yo tengo que hacer una ronda. Hasta luego.
—
Cheerio
.
El capitán atravesó la trinchera para dar una vuelta por todo el sector ocupado por la Infantería 8, bajando por la Rue du Bois hasta Richebourg Avoué; después giró a la derecha en Factory y subió por la Edward Road, donde tropezó con dos ratas gordas junto al Páteo das Osgas, le parecieron repugnantes, con sus colas largas y sus cuerpos tan pesados que hasta les resultaba difícil correr. Decidió volver nuevamente a la derecha, en Windy Corner, cogiendo la Forresters Lane hasta llegar a Lansdowne, su refugio, habitualmente el conjunto que albergaba el comando del batallón, pero que esta vez se limitaba a acoger al responsable de la compañía y a unas decenas de hombres más. Lo esperaba el teniente Pinto.
—Hola, Afonso, ¿por dónde has andado?
—Encontré a Tim con otro gringo y nos quedamos conversando en Pope's Nose —respondió Afonso, que entró en el refugio y se sentó en el catre de alambre. Pinto lo imitó y ocupó el banco, junto a la caja de municiones que servía de mesa. El capitán se quitó el casco y miró a su amigo—. Los gringos están preocupados por la posibilidad de que confraternicemos con los boches.
—¡Qué disparate!
—No, escucha, no es ningún disparate. Me estuvieron contando que los boches suelen ser especialmente simpáticos en Navidad; los gringos temen que nos acerquemos a conversar con ellos y les mostremos nuestras miserias al enemigo.
—¿Ah, sí? Aún no he notado nada raro…
—Pero ¿no te has dado cuenta de que aún no ha habido hoy ningún disparo?
—Eso es verdad —asintió el Zanahoria—. Además te lo dije esta mañana.
—¿Y ya los has visto estirarse encima de los parapetos? Hasta parece que están de excursión.
—Afonso, esto «es» una excursión —repuso el teniente Pinto con especial énfasis en la palabra «es», su lado monárquico antiintervencionista siempre presente—. No deberíamos estar aquí, ya te lo he dicho mil veces. Sidónio tiene que sacarnos de esto…
—Oye, Zanahoria, no hablemos de eso —interrumpió Afonso, que alzó las manos al cielo con un gesto de impaciencia—. Hoy no me apetece, no tengo paciencia. Dame una tregua, es Navidad.
Un mensajero apareció en el puesto y se quedó observando desde la entrada.
—¿Me permite, mi capitán?
—¿Qué ocurre?
—Mensaje de la brigada.
El hombre extendió un sobre amarillo. Afonso cogió el sobre, lo rasgó y se dispuso a leer el mensaje. Irritado, sus mejillas enrojecieron; Pinto se dio cuenta.
—¿Algo grave?
—Estos tipos son unos cabrones —farfulló Afonso—. Esto no se hace.
—¿Qué?
—Escucha —dijo, y leyó el mensaje en voz alta—: «Se deben tomar todas las medidas para el combate. Toda la artillería bombardeará durante media hora al enemigo a las diecisiete, a las diecinueve y a las veintiuna horas». —Levantó la cabeza y agitó el mensaje—. ¿Qué me dices?
—¿En la víspera de la Navidad?
—Estos tíos están locos.
—Pero ¿qué bicho los ha picado?
—Yo lo sé. —Afonso suspiró y se levantó del catre, para salir del puesto—. Quieren asegurarse de que no habrá confraternización y han decidido ofrecer a los boches granadas como regalos de Nochebuena. Y a nosotros que nos zurzan.
—¿Y ahora?
—Y ahora vamos a comunicarle a la gente que se prepare para la fiesta. Va a ser un jaleo de cojones.
Matias,
el Grande
, se acomodó lo mejor que pudo junto a los sacos de tierra de la línea B, en Copse Post, entre Port Arthur y Richebourg Avoué. El sargento Rosa había pasado por allí para comunicar que habría combate, la artillería iba a entrar en acción y era inevitable la contraofensiva enemiga, por lo que debían tomar las precauciones necesarias. En verano y en otoño, un aviso sobre la inminente entrada en acción de la artillería conduciría a todo el mundo a los refugios, pero en invierno, con el agua y el barro invadiéndolo todo, los refugios no ofrecían ninguna seguridad. Construidos en tierras arcillosas y con las paredes de barro, lo normal era que se desmoronasen completamente cuando los alcanzaba una granada alemana. No era la primera vez que morían así varios hombres, ahogados en la ola de fango que se abatía bajo el impacto de una explosión próxima. De ahí que, en invierno, el último sitio adonde iban los soldados durante un bombardeo enemigo eran justamente los refugios, a menos que se los construyese de hormigón. Preferían quedarse al aire libre, pegados a las paredes de las trincheras, rezándole a la Virgen para que los protegiese de las bombas y de las esquirlas.
—Manitas —interpeló Matias—. Pásame un cigarrillo.
Vicente sacó del bolsillo de la chaqueta un paquete de cigarrillos franceses, los Gauloises Bleues, y le dio uno a Matias.
—¿Quieres fuego? —preguntó Baltazar,
el Viejo
, el veterano del grupo.
—Sí.
—Entonces espera a que la artillería abra fuego —respondió el serrano, que soltó una sonora carcajada.
Matias meneó la cabeza, paternalista.
—Eres realmente muy gracioso.
Baltazar tosía y se reía al mismo tiempo, divertido por la broma y sintiendo ya los síntomas de la tuberculosis. Abel,
el Canijo
, encendió una cerilla y Matias acercó la punta del cigarrillo, aspirando con fuerza.
—¿Qué hora es? —quiso saber Vicente.
Matias consultó el reloj.
—Falta un minuto.
Se quedaron callados, temiendo la inminencia del estruendo.
—¿Nos darán realmente bacalao para cenar? —preguntó Vicente, que rompió el tenso silencio.
—He ido a la cantina y Matos lo ha confirmado —dijo Matias—. Bacalao con patatas y aceite. Y habrá vino.
—Seguro que es una trola —rezongó Vicente, desconfiado de la calidad del tinto—. ¿Y de postre?
—Arroz con leche.
—¿No hay torrijas? —preguntó Abel, rascándose la cabeza piojosa—. Para mí, una Navidad sin torrijas no es Navidad.
—Joder, Canijo, mira que estás exigente —intervino Baltazar, ya recuperado del ataque de risa y de tos—. Dentro de poco vas a exigir cama con sábanas lavadas, almohadas y pijama. Y si estás agarrado a una tía con un respetable par de tetas y un buen felpudo, aún mejor.
Un violento rugido interrumpió abruptamente la conversación. El aire estalló y se sacudió, agitándose en ondas sucesivas, tremendas, y la tierra se puso a temblar bajo el impacto de los estallidos.
—Ha comenzado —gritó Vicente, más para sí mismo que para los demás.
Las detonaciones venían de atrás, seguidas por un zumbido que sobrevolaba las líneas y explosiones que se sucedían del lado alemán. Las baterías portuguesas se encontraban diseminadas por la línea de las aldeas, hacia la retaguardia, y disparaban furiosamente sobre las posiciones enemigas. Eran piezas de 75, de tiro tenso, y obuses de 4,5 pulgadas, con fuego más prolongado. Cada cañón descargaba cuatro tiros por minuto los primeros diez minutos, lo que provocaba un caos aterrador.
—¿Habéis visto esta mierda? —preguntó Baltazar entre el rugido de la artillería portuguesa—. Qué falta de categoría, bombardear de esta manera al enemigo el día de Nochebuena. ¿Qué van a pensar los boches?
—Sí —coincidió Matias,
el Grande
—. No es nada católico. Van a creer que somos unos salvajes.
—Esto es realmente un golpe bajo.
—Bombardear a los boches en la víspera de Navidad nos va a traer mala suerte —vaticinó Vicente, impresionado por el cañoneo.
—Cállate, Manitas.
—Esperad a ver —repitió Vicente, alzando el índice como quien lanza una advertencia—. Esto nos traerá mala suerte.
Al cabo de diez minutos, el bombardeo disminuyó de intensidad. De cuatro tiros por minuto, la artillería portuguesa pasó a dos tiros por minuto. El estruendo siguió siendo violento, pero se notaba que ahora se había vuelto algo menos cerrado. Transcurrida media hora, el ataque se suspendió abruptamente.
El silencio volvió a las trincheras y los lanudos se quedaron apoyados en las paredes de barro, los sonidos de las baterías retumbaban aún en los tímpanos, todos esperando nerviosamente la respuesta de los alemanes.
—Deben de estar todos cabreados —susurró Baltazar, temiendo que hablar alto fuese la gota de agua que colmase el vaso de la paciencia del enemigo—. Esto va a traer tela, ya veréis.
Siguieron esperando, pero nada, los alemanes no se movieron, ni un tiro. Nada. Esperaron, esperaron, pero sólo respondió el silencio.
—Tragaron y callaron —comentó por fin Vicente, en el fondo sin creer que eso fuese verdad, era tal vez un deseo, una súplica, una esperanza.
Al cabo de quince minutos, sin embargo, empezaron finalmente a creer que no habría contraofensiva inmediata y se relajaron un poco, fumando un cigarrillo tras otro. Inesperadamente, Baltazar lanzó un grito de alarma.
—¡Atención, gas!
Los compañeros dieron un salto y miraron con ansiedad alrededor, asustados, procurando evitar en vano la temida nube de color, mientras las manos acudían frenéticamente en busca de las máscaras.
—¿Gas? ¿Dónde?
Baltazar hizo presión con su barriga y, con un ruido aparatoso, liberó la flatulencia retenida en los intestinos.
—Gas alubia —exclamó el Viejo antes de echarse a reír de nuevo a carcajadas—. Categoría, categoría.
Los hombres se miraron, agobiados, y volvieron a sentarse. Matias suspiró y se quedó meneando la cabeza, con una sonrisa condescendiente dibujada en los labios.
—Muy gracioso.
Instantes después, el sargento Rosa apareció en el lugar y se sentó en cuclillas junto a los hombres. Venía jadeante, el temor de la contraofensiva alemana lo obligaba a correr agachado, lo que resultaba agotador. Aprovechó la pausa en la ronda para recuperar el aliento.
—¿Y? —jadeó—. ¿Novedades?
—Los boches están quietos, mi sargento —informó Matias.
—Ya me he dado cuenta.
—¿Por qué razón hay tan pocos hombres nuestros en las trincheras, mi sargento?
—La brigada dio orden de dispersar a la gente por los campos, allá atrás, en la línea de las aldeas, por si se produce la contraofensiva de los boches.
—¿Y nosotros?
—Alguien tenía que quedarse en las trincheras, ¿no? Les ha tocado a ustedes y a unos cuantos más.
—Siempre la misma mierda —rezongó Vicente,
el Manitas
—. Los jefes deciden distribuir castañas en Navidad y los pobres diablos nos quedamos con las sobras. ¡La madre que los parió!
—No vale la pena que insultes; los boches, por lo visto, no han reaccionado —lo amonestó el sargento Rosa.
—Por ahora, mi sargento, por ahora —insistió Vicente—. Espere a vuelta de correo.
—Pero ¡qué ave de mal agüero! —comentó Matias con tono reprobador. El cabo sabía que los presagios del Manitas tenían un efecto negativo en el pelotón.
—¿Cuándo sirven el bacalao? —preguntó Baltazar, igualmente preocupado por el efecto de los malos augurios de Vicente y decidido a aligerar la conversación y cambiar de tema. Como tenía siempre en la mente el rancho, para colmo con el menú especial de Nochebuena avivándole el apetito, creyó que éste era un tema magnífico para distraer al grupo—. He oído decir que esta noche, para la cena, va a haber unos platos de categoría…, y yo ya estoy con un hambre…
—No habrá bacalao para nadie —interrumpió el sargento secamente.
—¿Cómo? —se sorprendió Matias—. Pero Matos me ha dicho que…
—Se ha suspendido el rancho en la cantina.
—¿Qué?
—Disculpen, muchachos, pero son órdenes superiores —explicó Rosa, turbado por ser el portador de aquellas noticias—. Quieren a todo el mundo en su puesto durante la noche, la borrasca va a continuar.
—¡Oh, no! —protestó Baltazar—. Pero qué cabronada.
—Lo lamento, pero, como he dicho, son órdenes. Van a tener que conformarse con el
corned-beef
.
—¡Que el «cornebif» se lo coma su puta madre! —rugió Vicente, furioso y sublevado, dando un intempestivo puntapié a un saco de arena. Lanzó una sarta de tacos—. ¡Apuesto cualquier cosa a que la mierda del bacalao va a ir a parar a la mesa de los oficiales!
Nadie quiso apostar, era evidente para todos que el bacalao se destinaría a los «pájaros» carboneros de la retaguardia.
—Pero ¿de qué borrasca está hablando, mi sargento? —preguntó Matias, atento a las anteriores palabras de Rosa.
—Va a haber un nuevo bombardeo a las siete de la tarde.
—¿Otra vez?
—Otra vez —confirmó el sargento, que se incorporó para proseguir la ronda. No quería quedarse allí aplacando las protestas. Dio un paso para marcharse, vaciló, miró hacia atrás y esbozó una tímida sonrisa—. Feliz Navidad, muchachos.
L
a mañana se prolongaba, agradable y amodorrada, en el tranquilo cuartel general del CEP, en Saint Venant. Agnès miró melancólicamente por la ventana de la mansión, admirando los enormes olmos que se erguían como torres en el jardín, el gorjear amoroso de los gorriones llenando con su melodía aquel bucólico cuadro. Con los ojos pensativamente perdidos en la verdura, a la francesa le pareció extraño estar allí, en el centro de comando de una de las fuerzas empeñadas en aquella guerra terrible, y verse rodeada de un paisaje tan paradisiaco, ¿cómo era posible que los hombres que mandaban a otros al frente de batalla viviesen en un ambiente tan pacífico, tan recatado, tan ajeno a los horrores resultantes de las órdenes que se daban desde allí? Agnès suspiró, archivó en una enorme carpeta la carta que tenía en la mano y sacó un nuevo sobre.