La amante francesa (56 page)

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Authors: José Rodrigues dos Santos

Tags: #Bélica, Romántica

BOOK: La amante francesa
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Absorto en sus pensamientos, el oficial no reparó en la llegada del capitán Resende, «el lisboeta-que-era-gordo-y-adelgazó», para quien Afonso y Mascarenhas habían preparado dos meses antes una memorable recepción al novato en las trincheras.

—Hola, capitán Brandăo —saludó Resende, muy sonriente, que venía de la dirección de Laventie.

—¿Eh? Ah, hola, capitán Resende —repuso Afonso, como si estuviese despertando.

—Hola y adiós, digo yo.

—¿Ah, sí? Adiós, pues, adiós.

—Hombre, cuando digo «adiós» es exactamente «adiós». Me marcho.

—¿Ah, sí? ¿Adónde? ¿Se va a París?

—¡Qué París ni qué diablos! —Resende se rio, realmente de buen humor—. Me voy a Lisboa, caramba, me voy a casa.

Afonso se ablandó, admirado de tal revelación.

—¿A casa? ¿Cómo?

—En tren, ¿cómo habría de ser? En tren, caramba.

—¡Pero si usted acaba de llegar! ¿Cómo es eso de que se va a casa? Que yo sepa, la guerra aún no ha terminado.

—¡Qué me importa la guerra! Puede no haber terminado para usted, capitán Brandão, pero fíjese: ha terminado para mí. ¡Me marcho y me cago en toda esta mierda!

Afonso se quedó pasmado, aún indeciso en cuanto al significado de aquellas palabras.

—Disculpe, capitán, pero no lo entiendo. ¿Quién ha autorizado su partida?

—Sidónio, caramba, ¿quién si no?

—¿Sidónio Paes?

—Sí, claro. Me voy yo, se van Almeida, Cabral, Carriço y un montón de gente más que tenía relación con Sidónio. Vamos a hacer unas comisiones en Lisboa, cosas importantes, aunque no sean de naturaleza militar. De cualquier modo, ya era hora de que el país reconociese nuestro valor.

Para Afonso ahora todo estaba claro. Irritado, su rostro enrojeció, sobre todo al oír el nombre del capitán Cabral, aquel que en Tancos intentó incitarlo a unirse al general Machado Santos para sublevarse contra los embarques a Francia. Junto con otros oficiales sediciosos, Cabral fue detenido y enviado a la fuerza a Flandes, mientras que ahora se lo premiaba con un regreso anticipado a casa. Bajando la voz y frunciendo el ceño, Afonso formuló la pregunta siguiente con tono acusatorio.

—¿Usted ha hecho palanca para salir de aquí?

—¡Oiga, capitán! —repuso el otro, escandalizado, y hasta ofendido—. Yo no huyo de mis responsabilidades. Usted no me conoce, pero yo soy un hombre de bien, cumplidor de mis deberes, fiel a la patria y a la República. De mala gana, se lo digo sinceramente, de muy mala gana regreso a Portugal. Si quiere saberlo, la verdad es que nunca quise ir, pero Sidónio… —Hizo un gesto vago, como si buscase la palabra adecuada—. Mire, Sidónio es un tipo formidable, un hombre derecho, amigo de sus amigos. Mandó decir que me necesitaba. No que él me necesitaba, que la patria me necesitaba. Me resistí, se lo aseguro, estimado capitán Brandăo, me resistí. Pero ese individuo es tremendo, tiene un poder de persuasión impresionante, es una fuerza de la naturaleza, un arrebato. De modo que, ¡ay de mí!, me dejé convencer. Me marcho con el corazón destrozado, puede creerlo, puede creerlo, pero me marcho con el sentimiento del deber cumplido. Y si la patria me necesita en Lisboa, ¿qué quiere que haga? ¿Quién soy yo para decir lo contrario? De modo que, estimado capitán Brandăo, algunos amigos y yo hemos recibido la orden de irnos y vamos a regresar ahora.

—Y todos los oficiales que se marchan con usted, como el capitán Cabral y los demás, ¿también están respondiendo a un llamamiento de la patria?

—Mire, yo quiero creer que sí —dijo el capitán Resende, que adoptó la actitud de quien hace una confidencia—. Pero sospecho que hay algunos casos, sí, de enchufe. —Cerró los ojos y los abrió en una mirada convencida—. De enchufe, se lo digo yo.

Afonso se quedó analizándolo, fastidiado. ¿Estaría el hombre subestimándolo? Era evidente que sí, aquel discurso no era normal, su postura demasiado teatral, pero decidió no demostrar debilidad.

—Pues sí, capitán Resende, vaya entonces a prestar su servicio a la patria —dijo en tono cordial, antes de soltar el veneno—. Siempre es más útil estar valientemente sentado en un despacho que quedarse aquí, escondido en las trincheras. Al menos en Lisboa no tiene que estar huyendo siempre del enemigo.

El capitán Resende lo fulminó con la mirada, despechado y ofendido, le dio la espalda y siguió su camino a paso rápido y con modales bruscos. Afonso se quedó allí inmóvil, en medio del barro, en silencio, viéndolo partir, con un peso en el alma por presenciar aquel abandono; al fin y el cabo, era un oficial más que se marchaba. En honor a la verdad, aquello sólo tenía un nombre, deserción, aquellos oficiales se servían de sus relaciones con el nuevo régimen y huían, dejaban atrás a sus hombres, entregados a sí mismos, en manos del destino.

Baltazar,
el Viejo
, fijó los ojos en el documento y lo leyó con esfuerzo, letra a letra, sílaba a sílaba, palabra a palabra. El serrano era el único del grupo que sabía leer. Leía mal, pero nadie se podía quejar, el párroco de Pitões das Júnias había dado lo mejor de sí cuando el Viejo era joven, pero no se podía exigir de las pocas clases que el joven sacerdote Augusto, con la mejor voluntad, había impartido muchos años antes al pequeño Baltazar, durante las breves lecciones de catequesis en las frías mañanas de domingo. Baltazar era entonces un miserable pastorcillo que venía de un lugar yermo perdido en la sierra de Gerês, entre Tourém y Outeiro, más habituado al balar de las ovejas y al piar de las perdices que al extraño latín de las misas o a los sonidos ininteligibles que liberaban las hojas escritas. Fue difícil, pero la catequesis le entreabrió las puertas de la literacia.

Al comenzar esa tarde, en un hoyo triste y fangoso de Flandes, Baltazar recompensaba al párroco de Pitões con una lectura titubeante. Pero aun vacilante, lleno de fallos y de dudas, sumando las letras con dificultad para reproducir sonidos y formar sentidos, el Viejo leía lo suficiente para ser capaz de extraer de aquel texto rebuscado la información que todos aguardaban ansiosamente.

—¿Y, Baltazar? —se impacientó Vicente,
el Manitas
—. ¿Para hoy o para mañana?

—Calma, Manitas, calma —dijo el Viejo, alzando la mano. Se demoró unos instantes más hasta entender el significado de lo que tenía delante, un telegrama del documento firmado por Sidónio Paes sólo cuatro días antes—. Entonces es así. Aquí dice que tenemos derecho a la primera licencia ciento veinte días después de haber llegado.

—¿Después de haber llegado a las trincheras?

Baltazar releyó el texto, titubeante. Se detuvo allí. Vaciló, volvió a arrancar y descubrió qué decía.

—No. Después de haber llegado a Francia.

—¿Cuatro meses? —exclamó Matias,
el Grande
, después de hacer las cuentas—. Ya han pasado, ya han pasado.

—Es verdad, ya llevamos cuatro meses —reafirmó Vicente, rascándose el cuero cabelludo irritado por los piojos—. ¿Y qué más?

—Calma —pidió Baltazar, aún concentrado en el documento. Recorrió las letras con los ojos, se sonó, murmuró sonidos imperceptibles y, después de una eternidad más descifrando el texto, captó finalmente el sentido—. Dice aquí que tenemos derecho a treinta días de licencia.

Un murmullo de satisfacción llenó el refugio, todos se miraron y sonrieron, ya se imaginaban en el Miño, con la familia, ayudando en la labranza, bañándose en el Cávado, en el Este, en el Lima, bailando el
vira
, cavando la tierra, cogiendo uvas, llenando el hórreo, comiendo un cocido regado con un vino verde de Megaço…, vaya cogorza que se pillarían la primera noche entre los suyos.

—Un mes —repitió Vicente, soñador.

—Ah, si yo me encuentro en el Miño, oliendo los robles y los tejos de Gerês, o respirando aquella brisa suave, en lo alto de la sierra, nunca más me echan el ojo —sentenció Baltazar, que cerró los párpados con intensa nostalgia—. Qué categoría. Me escondo en el monasterio de Pitões, y el Ejército que se joda.

—Yo no seré menos —dijo Vicente, que se imaginó en su carpintería de Barcelos y en los paseos entre los guijarros de Cávado—. Voy y no vuelvo, ya veréis.

—Yo lo único que quiero es la sopa seca que mi madre hace en casa —se desahogó Matias, que sintió que se le hacía la boca agua—. ¡Hum, pensar que voy a saborear el salpicón, el jamón, la ternera, la gallina y la lombarda que ella mezcla en la sopa! —Suspiró—. Sólo os digo, un manjar. Después mojaré una galleta en la sopa. —Se pasó la mano por el estómago vacío—. ¡Ah! Voy a manducar hasta quedar hinchado como un cerdo.

—Mi patrona también hace una sopa seca sensacional —comentó Baltazar, que no perdía oportunidad de hablar de comida—. Pero lo mejor es el corazón de cerdo con vino tinto, cortado en cubos y servido con patatas y habas cocidas. ¡Ah, muchachos, deberíais verlo! ¡Ese es un plato de quitarse el sombrero! Una categoría, lo único que os digo. ¡Una categoría!

—Y ya me estoy imaginando echándole un polvo a la primera muchacha que se me presente —exclamó Abel,
el Canijo
, que hasta entonces se había mantenido tímidamente callado, como era habitual en él—. Comienzo como quien no quiere la cosa, con un besito aquí, otro más allá, y después le echo un buen polvo, los dos amarrados en un hórreo. En el estado en que me encuentro, hasta con un adefesio me conformaba.

Todos hicieron señas de aprobación. Sentían lo mismo, sabían muy bien lo que cada uno quería decir, el aire de la tierra, la comida de casa y una buena muchacha del Miño era todo lo que deseaban de la vida; al fin y al cabo, no eran más que hombres sencillos en busca de cosas sencillas.

—¿Ahora qué tenemos que hacer? —preguntó Matias, aún embriagado con los deseos que satisfaría cuando regresase a Palmeira.

—Presentar la solicitud de licencia, creo yo —respondió Bal-tazar, que se encogió de hombros y dobló el documento con las informaciones sobre el nuevo sistema de licencias recién aprobado por el Gobierno de Sidónio Paes—. Vamos a ver a los carboneros de la brigada y presentamos los papeles.

—Pero eso ya lo hemos hecho una porrada de veces —se quejó Vicente—. Y no acabó en nada.

Un zumbido familiar llenó el aire,
in crescendo
, y todos se arrimaron a las paredes del refugio casi instintivamente. El Minenwerfer estalló fuera, el suelo tembló, las paredes vibraron y soltaron algo de polvo, pero resistieron. Después oyeron un sonido diferente, como el gluglutear de un pavo, seguido de explosiones sordas, con un
pop
seco, semejante al ruido de un tapón que saltase de una botella de
champagne
. Después, nada más. Los soldados aguardaron un instante, se aseguraron de que no había consecuencias mayores y volcaron su atención en el asunto que tenían entre manos como si no hubiese habido interrupción.

—¿Cómo sabemos que no nos van a echar otra vez la zancadilla? —siguió Vicente, con el corazón cargado de sospechas sobre el nuevo sistema de licencias aprobado por Sidónio Paes—. No es la primera vez que esos cabrones nos engañan. ¿O ya no os acordáis de las promesas que nos hicieron en los últimos meses? Y todavía estamos aquí…

El grupo despertó de su sopor y reinó, insidiosa, la desconfianza.

—Tal vez tengas razón —meditó Baltazar—. Cuando la limosna es grande, hasta el santo desconfía…

—¿Queréis saber mi opinión? —preguntó Matias. El cabo raramente urdía comentarios sobre este tema, pero ya hacía un tiempo que le parecía que se habían superado todos los límites—. Pues yo pienso que, dicho claramente, todo es puro blablablá, puro blablablá.

—O, por lo menos, es cierto sólo para algunos —interrumpió Vicente, que levantó el índice—. A los oficiales ya les están dando las licencias, claro. Sus señorías están siempre primero.

—Sí —confirmó Baltazar—. Unos cuantos se fueron de vacaciones a Portugal, ya hace tiempo, y nunca más dieron noticias.

—Hasta hoy —comentó Vicente, que nunca dejaba escapar una observación sobre el comportamiento de los oficiales.

—Son unos burros —consideró Baltazar—. Si vosotros os fueseis de licencia, ¿volveríais?

—Sólo si fuese un tonto —admitió Vicente, meneando la cabeza—. Pero ya llevamos aquí más de seis meses, ya hemos pagado más de la cuenta, ¿no? Ni los gringos aguantan tanto tiempo en el frente, ¿no habéis visto a los ingleses de la línea izquierda, en Fleurbaix, que ya se han retirado a descansar? Y nosotros aún aquí. Que traigan a otros a esta carnicería.

—Además —meditó Matias—, esa mierda de los treinta días de licencia no es ninguna novedad, ya antes de Sidónio nos dijeron lo mismo, y la verdad es que aún no hemos visto nada.

El ambiente entre los hombres del CEP no era de los mejores y se deterioraba día tras día, el cansancio los desgastaba y el ejemplo que venía de arriba no era alentador. Los lanudos veían a los aliados rotando regularmente a los soldados; días antes, incluso, habían sustituido a la 38ª División Británica, la vecina de la izquierda del CEP, por la 12ª División después de haber permanecido solamente tres meses en la línea. Matias podía ser un hombre respetuoso con la jerarquía, pero no era estúpido y sacó sus conclusiones cuando comenzó a ver a los propios oficiales portugueses pasando al frente de los soldados. La verdad es que todos disfrutaban de licencias que, en la práctica, estaban vedadas a los soldados. El sentimiento de injusticia, que crecía desde hacía algún tiempo entre los soldados, comenzó a afectar profundamente el estado de ánimo en las trincheras. Donde unos minutos antes predominaba la euforia, se imponía ahora la angustia, la incertidumbre, la duda.

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