La voz del capitán, ronca y gutural, lo despertó del letargo.
—
Kamerad
! —gritó Afonso a pleno pulmón—.
Kamerad
! —El tiroteo se había acabado por fin. Aprovechando la pausa, el capitán volvió a gritar—:
Ich bin Kamerad
!
Se oyó un leve rumor a la distancia y una voz le respondió a Afonso.
—
Ergebt euch
! —gritó—.
Legt die Waffen nieder! Los! Los
!
Después, una segunda voz adoptó el francés de las trincheras.
—
Armes pas bonnes. Portugais prisoniers, bonnes. Portugais guerre, pas bonnes! Jetez les armes
!
Afonso miró a Matias. El cabo se encontraba en estado de choque, aunque ya estaba saliendo del breve trance en que se había sumido. La sensación de irrealidad seguía siendo intensa, aún pensaba que todo aquello no podía ser más que un mal sueño, pero, guiado por la cautela, algo dentro de sí decidió que debería comportarse con prudencia; a fin de cuentas, lo que estaba ocurriendo a su alrededor comenzaba a parecer muy real.
—Quieren que tiremos las armas —le explicó Afonso.
Los dos cogieron las respectivas Lee-Enfield y las arrojaron hacia delante, de manera lo bastante alta para que fuesen vistas a la distancia. Después, despacio, con miedo, se irguieron con las manos levantadas, primero se quedaron agachados, esperando en todo momento lo peor, y después, más confiados, enderezaron el tronco, con los brazos siempre elevados hacia el cielo.
Mascarenhas espió por la aspillera y miró en la dirección que le indicaba el alférez Viegas. Al fondo circulaban camionetas que transportaban soldados y se veían hombres con banderolas regulando el tránsito, eran los alemanes que enviaban refuerzos aprovechando las brechas abiertas por la ofensiva de esa mañana. El cielo estaba cubierto de aviones enemigos, lo que consternaba a los sitiados.
—¡Es impresionante! —exclamó Mascarenhas—. No se ve un solo aeroplano nuestro.
Viegas asintió.
—Estamos totalmente aislados, mi mayor. Somos una isla en un mar de boches.
Ya eran más de las cuatro de la tarde y el mayor decidió inspeccionar el
blockhaus
. El refugio de cemento donde se encontraba encerrado estaba camuflado por una casa. Lo formaban dos pisos, ambos con aspilleras en donde los ciclistas británicos encajaban unas ametralladoras pesadas y disparaban sobre las posiciones enemigas. Mascarenhas hizo balance de los soldados y contó setenta ingleses y casi ciento setenta portugueses, la mayoría del 13 y algunos del 15. Muchos de los portugueses estaban heridos y tenían vendadas distintas partes del cuerpo. Dentro del
blockhaus
había también una zona de seguridad adicional, un refugio de hormigón con cámara de explosión, donde se había atrincherado el comandante británico con la mayor parte de las municiones. Mascarenhas fue allí a solicitar un reabastecimiento de municiones, y el mayor inglés le cedió cinco mil cartuchos. El mayor del 13 distribuyó las balas entre los hombres y, ya sin nada que hacer, volvió a las aspilleras.
La sombra de la noche surgió en el horizonte como un bulto umbroso, sobre todo del lado de donde venía el enemigo, pero los aviones se mantenían en el aire con sus vuelos rasantes.
—Parecen moscas —le comentó Mascarenhas al cabo Guedes.
—Me gustaría derribar uno con mi «Luisa» —comentó el cabo.
—Desde aquí no es posible —le explicó el mayor—. Necesitarías estar en un lugar más alto.
El cabo frunció el ceño.
—Mi mayor, acaba de darme una idea —dijo con una sonrisa maliciosa—. Me voy ahí arriba, al tejado. Puede ser que tenga suerte.
Guedes cogió la Lewis y subió al tejado de la casa que se levantaba por encima del
blockhaus
. Se acercó a la chimenea y se quedó al acecho, observando la evolución de los aparatos sobre Lacouture. Un avión se acercó finalmente por delante, descendió y, casi en vuelo rasante, comenzó a ametrallar el refugio de hormigón. El cabo levantó la Lewis, apuntó y lanzó una ráfaga. El aparato viró hacia la derecha y ganó altura, esquivando el fuego del tejado. Decepcionado, Guedes regresó al
blockhaus
.
Afonso y Matias,
el Grande
, caminaban uno al lado del otro sin intercambiar palabra. Se sentían demasiado cansados para eso. Marchaban como máquinas, ajenos a lo que los rodeaba, la mente sólo fija en los acontecimientos de la mañana, recordando cada episodio, los instantes de los bombardeos y las circunstancias que envolvieron la muerte de sus amigos. Caminaban como sonámbulos, tropezando por el camino, con la mente ausente, estaban ya sumergidos en el pasado, en los recuerdos de aquella mañana brutal, revivían aún cada sentimiento, cada sensación, el terror y el miedo, los olores y los sonidos, las explosiones y los gritos.
Ya se había despejado la neblina, revelando un paisaje lunar humeante, las trincheras removidas por las bombas y las granadas hasta el punto de haberse vuelto irreconocibles. Los prisioneros seguían solos, sin escolta, cruzándose con miles y miles de soldados alemanes que marchaban por Fauquissart rumbo al frente de combate. Un oficial les quitó las máscaras antigás, por lo que ambos vigilaban el terreno de una forma inconsciente, parecían ajenos a todo y, no obstante, en algún rincón de su mente se mantenían vigilantes, preocupados por detectar a tiempo cualquier nube sospechosa. Avanzaron por la Great Northern y pasaron al lado de Flank Post. Afonso lanzó una mirada ausente sobre el refugio, pero la desolación de aquel sitio familiar le despertó la atención, el puesto se encontraba totalmente devastado. Se veían algunos muertos, cuerpos despedazados, caídos de bruces o en posiciones extrañas. Los soldados alemanes paraban aquí y allá para examinar los cadáveres. Les sacaban dinero, algunas prendas de ropa, botas, relojes y, sobre todo, comida.
Afonso y Matias llegaron a la antigua línea del frente y comprobaron que, de las trincheras portuguesas, sólo quedaba ahora un vago alineamiento. Su interés por lo que los rodeaba aumentó considerablemente a partir de ese punto, fue como si comenzasen a brotar de un sueño. Entraron en la Tierra de Nadie y tomaron la dirección de las antiguas líneas enemigas. A Afonso le resultó extraño estar paseando así, a la luz del día y tan apaciblemente, por sectores donde antes sólo se circulaba por la noche y con mucho miedo.
Un soldado alemán, corpulento por añadidura, se acercó a los dos y le gritó a Matias, apuntándole a los pies.
—
Gib mir deine Stiefel
!
—Quiere sus botas —tradujo Afonso.
Matias se quedó sorprendido, pero obedeció. Se sentó en el suelo y se quitó maquinalmente las botas, que entregó al soldado enemigo. El alemán se quitó las suyas y se puso las del portugués, que eran aproximadamente del mismo tamaño. Se levantó y afirmó bien los pies en el suelo.
—
Mist, die sind kaputt
! —vociferó disgustado.
Se quitó las botas de Matias y las tiró furiosamente contra el cabo. Enseguida, se calzó de nuevo las suyas y se marchó.
—El tipo debía de creer que nuestras botas eran iguales a las de los gringos —comentó Matias mientras se calzaba.
—¿Qué tienen tus botas?
—Están descosidas por delante —explicó el cabo, mostrándole la suela abierta—. ¿Lo ves? —estiró la pierna y acercó la bota a los ojos del capitán—. El boche quedó peor que una cucaracha.
Llegaron a la primera línea alemana en Nut Trench y se internaron por una hilera de trincheras hasta llegar a la curva de un camino. Haciendo un esfuerzo para recordar el trazado de las líneas enemigas en los mapas, Afonso concluyó que aquélla era la Rue Deleval, una calle con tanta importancia para los alemanes como la Rue Tilleloy para los portugueses. Si ésta era la Rue Deleval, razonó Afonso, a la izquierda estaba situada la Farm Delaporte y Orchard, y la curva en la que se encontraban correspondía a Irma's Elephant.
Un oficial se acercó a los dos y les ordenó que se dirigiesen hacia un punto a la derecha, en la Rue Deleval. Obedecieron y se encontraron con un lugar donde había un puñado de militares portugueses.
—Hola —saludó Afonso.
—
Ruhe
! —ordenó un guardia, mandándolo callar.
El grupo permaneció en silencio a la espera de instrucciones. La noche caía y apareció un segundo oficial que los mandó seguir a dos soldados. Se dirigieron hacia el oeste y tomaron la curva hacia el sur en un lugar que Afonso identificó como «Sousa», una casa señalada en el mapa del CEP y que, por ironía, había pertenecido a un portugués que vivió en Flandes. Bajaron por la carretera, caminando paralelamente a las antiguas primeras líneas alemanas, vieron la Rue Dante a la izquierda, pero los guardias la ignoraron y prosiguieron por la Rue Deleval. Seguían viéndose aquí muchas formaciones de soldados marchando con aplomo hacia el combate, hombres flanqueados por oficiales a caballo que lanzaban sobre los prisioneros miradas llenas de curiosidad. Diversos oficiales alemanes llegaron a ablandar la marcha de las cabalgaduras para observar mejor a los soldados enemigos. Siguiendo mecánicamente a los guardias, los portugueses cruzaron Clara Trench y Butt House, pero, cuando llegaron a Fauquissart Road, la cogieron en dirección al este, rumbo a Aubert, alejándose definitivamente de la Rue Deleval y de la zona del frente.
Las granadas comenzaron a caer sobre el
blockhaus
con violencia a las seis y media de la tarde. Se oía el chillido de los proyectiles en vuelo. Con el impacto de las bombas, el edificio se estremecía, sacudiéndose hasta los cimientos, mientras un fragor terrible ocupaba el interior. La estructura crujía, algunas partes se desmoronaban, caían escombros por todas partes, una nube de polvo danzaba en el aire. Pero, en lo esencial, el refugio se resistía, era sólido y macizo.
Mascarenhas decidió recorrer los dos pisos del
blockhaus
, preocupado por mantener la moral de los hombres. Nada mejor que una conversación para distraer la mente y hacer que los hombres olvidasen las granadas que llovían sobre el edificio.
—No se preocupen, el refugio fue construido para soportar esto y mucho más —explicó a un grupo del 13 que guarnecía una de las aspilleras.
—Mi mayor, nosotros no tenemos miedo —dijo un soldado con una sonrisa forzada—. Pero, aunque estuviésemos cagados de miedo, no tendríamos por dónde escapar, ¿no?
—Quienes escaparán serán los boches, ustedes ya van a ver. Los gringos van a enviarnos refuerzos, correremos a todos esos cabrones y hasta acabaremos siendo tratados como unos héroes.
Una granada alcanzó el
blockhaus
, e hizo estremecer el edificio. Todos se callaron. Cayó un poco de polvo, pero no tuvo mayores consecuencias.
—A mí lo que más me agobia es el hambre —exclamó un soldado.
Mascarenhas sonrió.
—Si pudieses encargar un plato, ¿cuál elegirías?
—¡Mi mayor, qué pregunta para hacer en este momento!
—¿Qué importa, muchacho? No tenemos comida, pero nada nos impide soñar con ella, ¿no?
—Ah, mi mayor, yo me chuparía los dedos con una buena
feijoada
a la tramontana, carajo, una de las que sabe hacer mi madre…
—¿De dónde eres tú?
—Soy de Bisalhães, mi mayor, justo allí al lado de Vila Real.
—Ya lo sé, ya lo sé —repuso Mascarenhas—. La tierra de los barros negros.
El mayor sabía que no había nada que le gustase más a un soldado que hablar de comida y soñar con su tierra. Ésos eran dos temas que sin duda despertaban el interés de cualquier hombre, además de las mujeres, claro. Dadas las circunstancias, hablar sobre esos asuntos era el mejor modo de mantenerlos distraídos y animados. Se volvió, por ello, hacia otro soldado.
—Y tú, ¿de dónde eres?
—Yo soy de Lamas de Olo, mi mayor.
—¿Dónde queda?
—En Tras-os-Montes, mi mayor.
—Hombre, eso ya lo sé, aquí todos somos de Tras-os-Montes. Pero ¿dónde queda ese pueblo?
—Lamas de Olo está cerca de Alvão, mi mayor. Entre el Tâmega y el Corgo.
—¿Y es bonito?
—¿Si es bonito? ¡Es un paraíso, mi mayor, un paraíso! Ahí se vive en medio de la sierra, uno puede darse unos baños en las Fisgas de Ermelo, pasear hasta el Alto das Caravelas, salir de caza, comer perdiz con uvas, faisán con castañas…, yo qué sé. —El hombre suspiró—. Ah, mi mayor, cómo lo echo de menos…
—No me habléis de comida, caramba, no me habléis de papeo —interrumpió el primer soldado—. ¡Con el hambre que tengo, hasta la mierda del
cornobif
me sabría a cabrito asado!
Una nueva explosión interrumpió el diálogo, era un Minenwerfer que había dado en el
blockhaus
con estruendo. El resplandor de la explosión iluminó las aspilleras, ahora que la noche había caído y toda la luz brillaba con más fuerza.
El soldado alemán apuntó al teniente portugués con el Mauser y gritó:
—
Die Jacke her
!
El teniente se quedó absorto, sin entender qué quería el hombre.
—Dele la gabardina —le dijo Afonso—. Quiere la gabardina.
Atolondrado, el teniente se quitó la gabardina, el alemán se quedó con ella y se marchó.
—Ahora esto —se quejó el teniente—. Ahora me han birlado la gabardina, fijaos…
Nadie dijo nada, las órdenes insistían en guardar silencio. El grupo prosiguió la marcha y los guardias se desentendían de los soldados que robaban a los prisioneros. Rodearon el Bois du Biez, la posición alemana tantas veces bombardeada por la artillería portuguesa, y observaron con curiosidad los sólidos búnkeres instalados en el bosque y los muchos cañones que se encontraban dispersos por allí: un auténtico mar. No se veían cuerpos de hombres, pero había en abundancia cadáveres de caballos, víctimas inocentes de los bombardeos portugueses. Prosiguieron el camino por la Fauquissart Road y llegaron a Aubert. La población estaba aniquilada, las casas reducidas a ruinas, parecía Neuve Chapelle.
Después de Aubert siguieron hasta Illies, donde los llevaron hasta unos barracones montados en un perímetro protegido por alambre de espinos. Al cabo de una hora, les sirvieron la cena, pan de centeno con una salchicha y un poco de mantequilla. Fue su primer contacto con los
bratwurst
. Para beber, los guardias distribuyeron agua. Cuando los prisioneros acabaron su frugal menú, recibieron la visita de un general de aspecto bonachón.
—
Guten Abend. Willkommen in Illies
—los saludó el oficial—.
Mein Name ist General Albert Zeitz
. —Los portugueses lo miraron con cara de quien no entiende nada. El general se puso a hablar en el chapurrado francés de las trincheras—.
Moi general Zeitz. Allemands bonnes. Portugais promenade aujourd'hui à Lille. Compris
?