La amante francesa (74 page)

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Authors: José Rodrigues dos Santos

Tags: #Bélica, Romántica

BOOK: La amante francesa
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Un mayor portugués levantó el brazo y el general le hizo una seña para que hablase.


Compris. Portugais cansés, promenade pas bonne. Dormir bonne. Compris
?

El general asintió. No sabía qué demonios quería decir «
cansés
», nunca había oído semejante palabra, pero admitió que se trataba de una expresión sofisticada, rebuscada, acaso propia de un francés de calidad literaria. Lo que importaba, pensó, es que las demás palabras le resultaban familiares. Sonrió con franqueza, satisfecho por poder comunicarse con tanta fluidez con los prisioneros, y no le costó, por eso, ceder a su voluntad.


Compris
—concedió, magnánimo.

Algunos hombres dormían acostados sobre el cemento. El bombardeo contra el
blockhaus
había parado, pero todos se sentían débiles, soñolientos, afectados por el cansancio y el hambre.

—En este momento daría cualquier cosa por el
corned-beef
y las mermeladas de los gringos —se desahogó el alférez Viegas, que se sentía débil y hambriento.

—Todos tenemos hambre, Viegas —dijo Mascarenhas—, pero tenemos que aguantar, puede ser que lleguen refuerzos.

El alférez inclinó la cabeza.

—¿Cree realmente en eso, mayor?

Mascarenhas suspiró.

—Creo que es posible.

—Posible es, mayor —admitió Viegas con una mueca de la boca—. Pero mire que esto está mal. Sólo se ven boches ahí fuera, los aeroplanos son todos de ellos y el sonido de la artillería se está alejando, da la impresión de que ellos siguen avanzando y nuestra primera línea retrocede.

El mayor se acercó a una aspillera, vigilada por un centinela del 15. Más allá de la pequeña abertura, la oscuridad era total.

—Sí, ahí fuera hay un movimiento tremendo —dijo, llamando al alférez con un gesto de la mano—. Ven aquí, ven aquí. ¿Quieres oír esto?

Se callaron y se quedaron atentos. En el exterior, a la distancia, se oía sonido de motores.

—Son camiones, mayor.

—Sí. Los tipos están reforzando las líneas y nosotros no somos más que un estorbo, una espina que les ha quedado clavada en la espalda.

De repente, estallaron unas cuantas de detonaciones y el
blockhaus
volvió a recibir sucesivamente el impacto de varias granadas. El refugio tembló hasta los cimientos y todos los soldados se despertaron, asustados por el fragor infernal del bombardeo. El reloj de pulsera de Mascarenhas, un Longines plateado, señalaba las cuatro de la mañana. Algunos hombres se sentían tan cansados que volvieron a dormirse, incluso bajo el estruendo de aquellas explosiones, pero la mayoría permaneció vigilante.

—¡Gas! —gritó una voz dando la voz de alerta.

Se colocaron las máscaras deprisa, los dientes apretaron la boquilla, una pinza metálica bloqueó la nariz para imponer la respiración por la boca, las cintas elásticas ajustaron la tela de la máscara al rostro. Se quedaron así veinte minutos, con una gran molestia, les faltaba el aire, la respiración se hacía pesada y ruidosa. Cuando se quitaron las máscaras, primero un hombre, después los demás, el aire recuperó la circulación normal, la nariz sólo sintió el eterno olor a pólvora al que se habían habituado en zona de guerra.

El hambre, entretanto, empezó a apretar. A pesar de que el edificio seguía siendo atacado por la artillería enemiga, crujiendo terriblemente a cada impacto de granada, Mascarenhas decidió ordenar que saliera una patrulla para evaluar la situación y, entonces, buscar alimentos.

—¿Voluntarios? —preguntó.

Se ofrecieron cinco hombres. El mayor determinó que comandaría el
raid
el militar de más alta graduación, el cabo Macedo. Abrieron la puerta y la patrulla se deslizó por la oscuridad con la misión de ir a registrar una casa próxima. El edificio estaba situado en la línea de tiro de las aspilleras del
blockhaus
, por lo que los alemanes no se habían aún atrevido a ocuparlo o incluso a inspeccionarlo. A las siete de la mañana, el bombardeo contra el reducto de Lacouture se suspendió y regresó la patrulla, que se anticipó al amanecer. Los hombres trajeron comida y la ofrecieron a los oficiales: era pan y queso.

Los prisioneros se levantaron al alba y formaron en el patio de los barracones tiritando de frío. Un oficial alemán dividió a los portugueses en dos grupos, de un lado los oficiales, del otro los soldados. La mayoría, con aspecto miserable, parecían vagabundos y pordioseros. Afonso y Matias se vieron así separados, hermanos de armas divididos por la jerarquía y por el destino. Se buscaron con los ojos, se despidieron con una seña a la distancia, en silencio se desearon mutuamente buena suerte y siguieron caminos diferentes.

La columna del capitán marchó hasta Fournes, los arcenes de la carretera estaban plagados de civiles franceses que miraban, callados, taciturnos, a los prisioneros de guerra. Algunos hacían señas con panes o se acercaban con escudillas de caldo, pero enseguida unos lanceros a caballo, que formaban la escolta de la columna, intervenían, interponiéndose entre los civiles y los prisioneros, impidiendo el contacto, ahuyentando a la multitud.

Al final de la mañana, la columna entró en Lille por la Porte de Béthune, al sur de la gran ciudad, y se internó por la Rue d'Isly, la cual, más adelante, después de la Place de Tourcoing, se transformaba en el Boulevard Vauban. Unos soldados alemanes montaron cordones de seguridad en todo lo ancho de la avenida, impidiendo también que los civiles entrasen en contacto con los prisioneros. Los habitantes del pueblo llenaban las aceras, mirando con tristeza a los soldados capturados. Algunos arrojaban panes o chorizos a la columna, otros lloraban amargamente, con la mano en la boca, lloraban con tal emoción que Afonso se sintió conmovido y lloró también. En algunos puntos, el cordón de los soldados estaba roto, supuestamente por falta de efectivos, y algunos civiles arriesgaban algunas palabras, lanzadas con cariño, arrojadas como flores.


T'es anglais
? —preguntó una mujer joven, mirando a Afonso con intensidad.


Non
—dijo el capitán, meneando la cabeza sin dejar de caminar—.
Je suis portugais
.

La mujer vaciló, sorprendida. No sabía que había portugueses combatiendo por Francia. Era joven, pero su rostro parecía prematuramente envejecido, no era fácil la vida bajo la ocupación enemiga. Viendo desfilar a los soldados vencidos frente a ella, lamentando su derrota pero deseando confortarlos, se iluminó con una sonrisa triste. Casi corriendo por la acera, en un conmovedor esfuerzo por acompañar la marcha de los prisioneros, la francesa lanzó besos al aire en dirección a Afonso.


Merci, le Portugal
.

Cuando los prisioneros cruzaron la Rue Colbert, los civiles que llenaban las aceras empezaron a cantar.
La Marseillaise
estaba prohibida por las autoridades ocupantes, pero los franceses tenían otras opciones para animar a los prisioneros y desafiar a sus carceleros. Las voces se elevaron a coro, desafinadas, desafiantes, con las miradas fijas en los hombres derrotados que marchaban miserablemente por el suelo adoquinado del Boulevard Vauban:

Où t'en vas-tu, soldat de France,

tout équipé, prêt au combat?

Où t'en vas-tu, petit soldat?

C'est comme il plaît à la Patrie,

je n'ai qu'à suivre les tambours.

Gloire au drapeau,

gloire au drapeau.

J'aimerais bien revoir la France,

mais bravement mourir est beau.

A Afonso la letra le pareció inadecuada, era una canción para militares franceses que partían a la guerra, no para soldados portugueses que venían de ella en cautiverio. No obstante, el capitán entendió la intención, sintió el calor humano que brotaba de aquellas voces, el orgullo que vibraba en el coro, la multitud agradecida, rindiendo homenaje a los extranjeros que combatieron por ella. El oficial portugués dejó de caminar encorvado, con los ojos fijos en el suelo, arrastrándose por el empedrado, abatido y cabizbajo, no era ésa la postura que esperaban de él aquellos franceses. Alzó la cabeza, enderezó el tronco, atravesó la verdeante Esplanade y entró con altivez por la majestuosa Porte Royale, cruzando los muros fortificados de la Citadelle.

El tiroteo se reanudó a las ocho de la mañana, pero esta vez los sitiados pudieron responder al fuego enemigo. Ya había salido el sol, iluminando los campos calcinados de Lacouture y las posiciones donde los alemanes abrían fuego sin cesar. Las municiones se acabaron. Mascarenhas fue al refugio donde se albergaba el comandante del batallón británico y pidió más cartuchos.


Take it
—dijo el mayor inglés, señalando unas cajas de municiones—.
Les derniers, compris? Les derniers
.

Mascarenhas contó los cartuchos, eran dos mil. Los últimos. Las municiones se distribuyeron entre los hombres que guarnecían las aspilleras, con la recomendación de ser prudentes en el uso del gatillo y de sólo disparar a blancos seguros. El mayor observó los terrenos circundantes y comprobó que había alemanes por todas partes, el
blockhaus
se encontraba totalmente cercado. A las once de la mañana, se agotaron las municiones, cada fusil quedó convertido en una bayoneta y reducido a dos o tres balas, guardadas para usarlas en caso de extrema necesidad.

Un hombre se acercó entonces con una bandera blanca en la mano izquierda. Mascarenhas lo observó con los prismáticos. El individuo llevaba un uniforme
kakhi
, era un soldado británico. Se abrieron las puertas del
blockhaus
para dar paso al hombre. Se trataba de un camillero inglés aprisionado por los alemanes que venía con un mensaje del enemigo. Entregó el mensaje al mayor inglés, que se reunió a puertas cerradas con los comandantes de la Infantería 13 y de la Infantería 15. La reunión terminó media hora más tarde, y el comandante del 13 llamó a los hombres y anunció que el comando del reducto había decidido que se rendirían. Ya no había municiones y el enemigo, dándose cuenta de que el fuego del
blockhaus
estaba casi interrumpido, amenazaba con hacer volar todo por los aires. El camillero salió con la respuesta de los sitiados y volvió más tarde con las instrucciones de los alemanes.

Mascarenhas desarmó a los cien soldados de la Infantería 13, mientras que los oficiales del 15 y del batallón inglés hacían lo mismo con sus integrantes. Las Lee-Enfield, las Lewis y las Vickers quedaron amontonadas en un rincón. Los hombres lloraban convulsivamente al formar en el interior del
blockhaus
. También lloraron cuando se abrieron las puertas y salieron fuera del refugio para entregarse al enemigo. El mayor se quedó a la zaga del grupo y fue de los últimos en abandonar el reducto. De repente, oyó armas que abrían fuego y vio retroceder a los hombres que iban delante, presas del pánico, en un tropel acongojado, con los brazos levantados en señal de rendición, pero también de desesperación.

—¡Están disparando! —gritó un soldado que intentaba a toda costa volver a entrar en el
blockhaus
—. Nos están matando.

Mascarenhas también vio, estupefacto e indignado, cómo los alemanes descargaban las armas en los prisioneros, pero intervino un oficial enemigo y se suspendió el fuego. Algunos hombres se revolcaban en el suelo, heridos. El oficial alemán, con una cinta blanca en el brazo y empuñando una pistola, gritaba con sus soldados. Después, hizo una seña a los sitiados para que saliesen, pero parecía más preocupado por vigilar a sus soldados que a los portugueses y a los ingleses.

Los prisioneros recibieron la orden de marchar y avanzaron por la carretera rumbo al cautiverio. Los hombres de la Infantería 13, tramontanos rudos y obstinados, gente de campo habituada a la vida dura en Boticas, en Alfândega, en Mogadouro, en Romeu y en Moncorvo, rústicos de modales bruscos y palabras toscas, alzaron las voces como niños y empezaron, muy bajo, en un coro suave, a entonar el himno del batallón:

Un pecho de acero palpita en cada uniforme,

no dará del 13 un paso atrás ni un solo hombre.

Un alemán los mandó callar. Eran poco más de las doce del día 10 de abril.

II

E
l cautiverio en Lille duró sólo unos días. A Afonso lo colocaron con tres mil prisioneros portugueses detrás de las puertas de hierro del cuartel del antiguo regimiento de coraceros franceses, instalaciones militares incrustadas en la gigantesca Citadelle. Se trataba de una enorme fortificación en forma de estrella pentagonal, situada al noroeste de Lille y separada de la ciudad por el río Deûle y sus respectivos canales.

Fueron días duros, con los hombres alimentados a pan, agua y sopas aguadas. Dormían en el suelo y tiritaban de frío por falta de abrigos. Estaban prohibidos los contactos con civiles franceses, una orden innecesaria, por otra parte, debido al aislamiento en que se encontraban los prisioneros. Aun así, Afonso descubrió a un francés que trabajaba en la cantina y no tardó en entablar conversación con él.

—¿Usted es de Lille? —le preguntó en la primera oportunidad, cuando el hombre le servía la sopa en la cola del comedor.

El francés miró a su alrededor, asustado.

—Chist, no puedo hablar con los prisioneros.

Afonso lo miró a los ojos.

—¿Conoce a Paul Chevallier? Tiene una tienda de vinos en la Vieille Bourse.

El hombre lo miró con expresión de sorpresa. Para Afonso era evidente que su interlocutor conocía al padre de Agnès. El francés se recompuso y fingió que comprobaba la sopa del portugués.

—Ahora no —murmuró muy bajo, hablando apresuradamente—. Escriba en un papel lo que quiere y démelo mañana, cuando venga a buscar la sopa.

Afonso se pasó la tarde en torno a una hoja, intentando redactar una carta en francés. Consultó varias veces a un oficial portugués de origen francés, para pedirle que verificase palabras y revisase frases. Intentaba de ese modo evitar errores ortográficos e incoherencias gramaticales, como faltas de concordancia y de género, en un esfuerzo para crear una buena primera impresión en el destinatario, el padre de Agnès. Cuando terminó de revisar el texto, se dio por satisfecho y pasó la versión final a un papel limpio:

Estimado señor Paul Chevallier:

Mi nombre es Afonso Brandão, capitán de infantería del ejército portugués en Francia, actualmente prisionero en la Citadelle de Lille. Le escribo estas breves líneas para comunicarle que conocí a su hija Agnès en Armentières; ella me contó que, con el comienzo de la guerra, dejó de tener contacto con su familia. Siendo así, lo informo de que su marido Serge murió en combate ya en las primeras batallas y ella se fue a vivir a casa del barón Redier en Armentières. Nos enamoramos, le pedí contraer matrimonio y tuve la felicidad de verla aceptar mi propuesta. Ella es ahora enfermera en un hospital de guerra portugués y se encuentra bien de salud. Le ruego que le comunique, si tiene oportunidad de verla antes de que yo pueda reunirme con ella, que estoy vivo y con salud, aunque prisionero por los alemanes. No sé cuál es el destino que me reserva el enemigo, pero asegúrele, por favor, que la buscaré en cuanto sea liberado.

Con mis mejores deseos,

AFONSO BRANDÃO

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