Afonso suspiró.
—Bien, mi coronel, tenemos que reconocer que eso tiene, en efecto, algún fundamento. Es un hecho que nuestros soldados estaban muy desgastados, pero de eso no tenían ninguna culpa los gringos. Si los soldados estaban exhaustos, ¡que descansasen, caramba! Portugal debería haberlos sustituido. Si no los sustituyó, fue porque demostró su incapacidad para estar allí. Y, si no era capaz de sostener el esfuerzo de la guerra, que no se hubiese metido en semejante aventura. El Gobierno debería haber actuado con prudencia y habernos hecho regresar.
—Es verdad, es verdad —coincidió Mardel, con la comida en la boca—. Los gringos no tienen nada que ver con el hecho de que Lisboa nos abandonase. Todo lo que ellos sabían es que ya no nos encontrábamos en condiciones de combatir y eso era la pura verdad.
Afonso comió el último trozo de filete.
—Por lo tanto, si no he entendido mal, no volvieron a mandarnos al frente de combate.
—Bien, eso es inexacto —indicó Mardel—. Los artilleros volvieron a combatir, integrados en unidades inglesas, y nosotros también llegamos a meter a dos batallones de infantería en acción, incluso al final de la guerra. Estuvieron persiguiendo a los boches en las márgenes del Escalda.
—¿Ah, sí? ¿Y Lisboa mandó refuerzos?
Mardel se rio con ganas.
—¿Lisboa? ¡A Lisboa le importábamos un comino! —Alzó el índice—. No nos mandaron ni un hombre, ni siquiera un gallina de muestra, ¡no querían saber nada de nosotros!
—Pero, entonces, ¿qué infantería fue ésa?
—La misma de siempre, hombre, los que ya estaban ahí.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo reaccionó la gente?
—Mal, como se puede imaginar. Hubo varias sublevaciones, hasta de la Brigada del Miño, y se produjo incluso un incidente del que no quiero hablar.
Afonso se mostró curioso.
—¿Incidente? ¿Qué incidente?
—Ya le he dicho que no quiero hablar de eso.
—Vamos, cuénteme. Ya que ha mencionado el asunto, ¡cuente todo lo que pasó, caramba! No me deje en ascuas, eso no se hace.
Mardel vaciló. Respiró hondo, se inclinó sobre la mesa y bajó la voz.
—Lo que le voy a contar no debe saberse, ¿entiende? No debe saberse.
—Muy bien, cerraré el pico, quédese tranquilo. Pero cuéntemelo ya.
—Todo ocurrió a mediados de octubre —comenzó Mardel, que se inclinó hacia delante, con un tono muy sigiloso—, más exactamente la noche del día 16, por tanto, a menos de un mes del final de la guerra. En ese momento intentábamos reunir unidades con el objetivo de prepararlas para ir al frente de combate; era un esfuerzo destinado a reorganizar el CEP. Ahora bien, los soldados del reconstruido batallón 11/17 se enteraron de esas intenciones y cogieron las armas durante el vivaque. Que no irían, que ni pensar en meterse en esa carnicería, que mandasen a otros, que ya habían hecho más que suficiente, que en realidad querían volver a Portugal, que se fuesen todos a freír espárragos y a otros sitios peores, en fin, usted se lo puede imaginar. Pero el comando no toleró semejante desobediencia. Al día siguiente, el 17 de octubre de 1918, nunca más me olvidaré de esa fecha, ese día decidieron actuar en serio. Llamaron a la Infantería 23, cercaron a los revoltosos y, ¡pumba!, los ametrallaron.
Se hizo una pausa.
—¿Qué? —murmuró Afonso, incrédulo—. ¿Qué?
—Los mataron a tiros de ametralladora.
La última visita de Afonso a Braga sirvió para ajustar las cuentas pendientes del pasado. El capitán dimisionario nunca más volvió a hablar con el teniente Pinto. Cuando se cruzaba por casualidad con él en los pasillos del cuartel, miraba para otro lado, no le perdonaba el haberse fugado en el momento más difícil de la compañía el 9 de abril, cuando se produjo el cerco de Picantin Post.
La verdad, sin embargo, es que sólo había realmente una persona con la que Afonso deseaba reencontrarse. El problema es que desconocía su paradero. Hizo varias averiguaciones y la oportunidad acabó surgiendo dos días antes de regresar a Rio Maior, cuando el alférez que trabajaba en la oficina del cuartel descubrió un documento que registraba el domicilio del hombre que buscaba; estaba en un sitio llamado Palmeira, un lugar remoto al norte de Braga. Sin perder tiempo, el capitán pidió un caballo y fue cabalgando hasta allí. Se internó por los caminos de tierra y llegó a la dirección que había garrapateado en un papel.
—¿Aquí vive Matias Silva? —preguntó Afonso, inclinándose sin apearse.
Una vieja nativa del Miño, que se apoyaba encorvada en un bastón, con la piel llena de arrugas en torno a sus ojos azules, con un pañuelo negro cubriéndole la cabeza, señaló temblorosa la casa contigua.
—Matias vive allí, señor.
Afonso miró la casa de piedra que le indicaba. La parecía una versión, al estilo del Miño, de los edificios ruinosos de Carrachana: era evidente que compartía con el antiguo cabo el mismo origen humilde. Se apeó, amarró el caballo a un árbol y dio unos pasos por el camino de cabras hasta llegar frente a la casa. La puerta de madera tosca estaba entreabierta y el capitán entró, vacilante.
—¿Hay alguien aquí? —llamó.
Oyó el sonido de un cubierto que golpeaba en un plato de porcelana y una tos ronca. Miró hacia el lugar de donde llegaba el ruido. Un enorme bulto se encontraba en la penumbra, sentado a la mesa e inclinado sobre una escudilla. No se le veía el rostro, pero Afonso lo reconoció. El bulto se quedó momentáneamente paralizado y, al cabo de un largo y silencioso segundo, se levantó con lentitud.
—Capitán.
Los dos hombres se acercaron y se plantaron el uno frente al otro, un poco sin saber qué hacer. No se veían desde hacía cuatro años, desde que los alemanes los habían separado en Illies. Se abrazaron por fin. Se abrazaron con fuerza, como hermanos, como viejos amigos distanciados por las circunstancias de la vida, como compañeros de viaje que se reencontraban después de una larga y difícil jornada.
—Siéntese aquí, siéntese aquí —dijo Matias, guiando a Afonso hasta la mesa. El capitán se acomodó y el antiguo cabo fue a buscar otro plato de sopa—. Es una sopita estupenda, mi capitán. Si Baltazar estuviese aquí, diría «qué categoría». —Tosió—. La ha hecho mi mujer, Francisca, pruébela.
Afonso bebió una cucharada y guiñó el ojo.
—Está muy buena.
—¿A que está buena? Mi Francisca es una gran cocinera, claro que sí. Es una pena que no esté aquí, fue a lavar la ropa al río y a ponerla a secar. Pero ya vuelve. —Tosió—. Ella era mi novia, ¿sabe? Cuando volví de Alemania, pensé: Matias, la moza es seria y honesta, no es ninguna tarambana, no es ligera de cascos, es buena de verdad, cásate con ella, anda.
Volvió a toser, esta vez durante un buen rato.
—Esa tos no es buena —notó Afonso con preocupación.
Había reconocido aquella tos y sabía que no era buen augurio. Matias se había puesto morado de tanto toser, pero logró recobrar el aliento.
—Son la mierda de los gases, capitán. —Tosió nuevamente—. Los boches me siguen matando con los gases que me metieron en el cuerpo. Hasta siento el líquido corriendo por aquí dentro, en el pecho. —Respiró hondo, para demostrar lo que decía y, en efecto, los pulmones parecían silbar—. Los gases están haciendo lo que las ametralladoras y las «calabazas» no lograron en las trincheras, están acabando conmigo. —Sonrió con tristeza—. Era extraña aquella vida en las trincheras, ¿no? La muerte nos perseguía todos los días, nos olía, nos rozaba, pero ¿sabe?, yo siempre conservé las ganas de vivir.
—Usted era un optimista —consideró Afonso—. Había algunos que pensaban que se iban a morir, se pasaban la vida esperando la desgracia, todo los doblegaba, vivían invadidos de malos presentimientos, eran auténticas aves agoreras.
—Manitas era así…
—Y después estaban los otros, los tipos como usted, aquellos que volvían grandes las cosas más minúsculas, saboreaban una pausa, buscaban la felicidad en las pequeñas cosas, en un trozo de pan, en un ruiseñor que cantaba, en un rayo de sol capaz de vencer aquel sombrío manto de nubes grises.
Un nuevo acceso de tos llenó la sala. Matias respiró hondo y tragó saliva.
—Bueno, sólo era posible vivir allí si lográbamos ignorar lo que aquello tenía de malo, si lográbamos levantar un muro que nos aislase de toda aquella desgracia. —Matias tosió—. ¿Se acuerda, mi capitán, de la indiferencia con que mirábamos a un muerto o un cuerpo mutilado? Ése era el muro que nos protegía. Tanto nos agotamos sufriendo por nosotros que ya no podíamos sufrir por ellos. Ésa era la verdad, los muertos se nos hicieron indiferentes.
—Excepto los compañeros —acotó Afonso.
—Excepto los compañeros —confirmó el antiguo cabo, que tosió—. Los compañeros eran lo mejor de toda aquella mierda. Sólo ellos contaban. —Tosió de nuevo—. ¡Qué patria ni qué hostias! Yo luchaba por mis compañeros. Manducábamos juntos, dormíamos juntos, sufríamos juntos, éramos amigos, hermanos, todo. Fue en la guerra donde conocí verdaderamente a los hombres, los conocí en serio, en lo bueno y en lo malo, pero sobre todo en lo bueno, en la ayuda mutua, en la amistad, en las pequeñas cosas y en los grandes gestos. —Bajó la cabeza—. El problema venía cuando se morían, eso se hacía insoportable. —Miró a Afonso—. ¿Sabe que hice una peregrinación por el Miño para visitar a las familias de los compañeros de mi pelotón, de los compañeros caídos en Francia? Es verdad, lo hice. Fue duro, fue francamente tremendo. Fui a Barcelos a hablar con la madre de Vicente,
el Manitas
, después me acerqué a Gondizalves para ver a los padres y a los hermanos de Abel,
el Canijo
. Viajé hasta Gerês, hasta Pitões das Júnias, para conocer a la mujer y a los hijos de Baltazar,
el Viejo
. Y aquí al lado, en Palmeira, están la mujer y el hijo de Daniel,
el Beato
, un compañero que usted, capitán, no conoció, pero que fue decapitado por una granada.
—¿Por qué hiciste eso?
Matias suspiró.
—Remordimientos, creo yo —dijo—. ¿Sabe que suelo soñar con los compañeros? Lo curioso es que nunca están muertos. Sueño que hacemos las cosas de costumbre, salimos a matar ratones, a hacer drenajes, a contar anécdotas, todos siempre juntos. Cuando pasan dos semanas sin soñar con ellos, los echo de menos y quiero soñar otra vez. —Tosió—. Extraño, ¿no?
—Ésa es la guerra que sigue en nuestra cabeza.
—Tal vez. Pero, en medio de todo esto, mi capitán, hay algo que no comprendo, que no acepto. —Tosió una vez más—. ¿Sabe qué es?
—¿Qué?
—No entiendo por qué he sobrevivido. No entiendo, no concibo por qué razón han muerto todos ellos y yo he seguido vivo. ¿Qué he hecho yo de especial para estar vivo? ¿Cuál es el sentido de que haya logrado escapar? ¿Por qué yo? No lo entiendo, no lo entiendo. —Bajó la voz—. Me siento culpable, angustiado, anhelante, es como si los hubiera traicionado, como si los hubiese abandonado, como si no los mereciese. Ellos lucharon hasta la muerte y yo me rendí, no tuve valor para ir hasta el final, sobreviví sin salvarlos, me maldigo todos los días por eso.
—Yo también pienso en ello muchas veces —confesó Afonso—. Pero la verdad es que, en aquel momento, en aquellas circunstancias, no teníamos alternativa. ¿Qué podíamos hacer? ¿Dejarnos matar como perros?
Matias miró el infinito, irremediablemente perdido en su batalla interior.
—¿Sabe, mi capitán? He descubierto que lo más duro no es hacer la guerra —murmuró el antiguo cabo—. Lo más difícil es sobrevivir a ella, es vivir con ella después de haber vivido en ella. ¿Entiende lo que le quiero decir?
Afonso respiró hondo.
—¡Cómo no voy a entender, Matias! Todas las noches sueño con eso. —Hizo una pausa—. No sé incluso si he sobrevivido. Mira, por ejemplo, a veces sueño que estoy en las trincheras rodeado de muertos, vuelvo un cuerpo hacia arriba para ver su cara y descubro que el cadáver soy yo. —Se estremeció, erizado por ese pensamiento—. Me ha llevado mucho tiempo entender este sueño, pero creo que ya lo he comprendido. Significa que una parte de mí ha muerto en las trincheras y que estoy de luto por mi propia muerte.
—Así es, mi capitán. Estamos de luto por nosotros mismos. —Suspiró—. Cuando estamos disparando, las cosas ocurren y no reparamos en ellas, o no les damos importancia, seguimos actuando sin pensar, mecánicamente, mañana es un nuevo día, hay que seguir adelante. —Hizo una pausa y miró su mano, la miró pero no la veía, estaba absorto en su razonamiento—. Ahora, cuando se acaba la guerra, cuando se acaba, mi capitán, la cosa recomienza aquí dentro, royendo, royendo, royendo sin descanso. —Se golpeó la frente con el índice—. Parece que no, pero aquí se queda todo, aquí, en la azotea, para después digerirlo despacio, muy despacio. —Nueva pausa—. Mire, la muerte del Canijo, usted no estaba, pero fue algo…, no sé cómo decirlo. Estábamos retirándonos de la primera línea, fue alcanzado por una ametralladora boche y se quedó ahí, en medio de la Tilleloy, con un agujero en la garganta, asfixiándose, en coma. El Manitas intentó ayudarlo, intentó acercarse, ¿y sabe qué hice yo? ¿Eh? ¿Lo sabe?
Afonso meneó la cabeza.
—Agarré al Manitas y no lo dejé ir a ayudar al Canijo. —Una gruesa lágrima corrió por el rostro rudo de Matias—. Lo agarré con todas mis fuerzas, todas mis fuerzas, y no dejé que ayudase al Canijo, pobrecito, el Canijo, que se moría ahí, en medio de la Tilleloy, solo, solo, sin que alguien al menos le echase una mano. —Sollozó—. Sueño muchas veces con el Canijo y con el Manitas, sueño que dejo que el Manitas ayude al Canijo y que el Canijo se salva y me siento feliz… Pero después, cuando despierto…, cuando despierto veo que sólo ha sido un sueño, que el Canijo ha muerto porque no dejé que el Manitas lo ayudase. —Se sonó y se limpió la nariz—. ¡Y el Viejo, que murió estúpidamente! Si usted, capitán, viese a sus hijos, pobres, tan felices cuando les dije que Baltazar los adoraba, que sólo hablaba de ellos… Qué muerte estúpida tuvo el Viejo, capitán. Morir cuando nos retirábamos…
Afonso se fue destrozado del encuentro con Matias. La conversación actuó como una catarsis, le hizo bien, pero no estaba seguro de poder sobrevivir a otra igual. Tenía planeado desde antes ir hasta Vila Real a abrazar al mayor Mascarenhas, el viejo amigo de la Escuela del Ejército, el amigo hincha del Sporting, el hombre de la Infantería 13 que había resistido más de veinticuatro horas en Lacouture, pero la dolorosa experiencia con Matias lo disuadió, pensó que no lo soportaría y prefirió regresar discretamente a Rio Maior. Le tocaría a Carolina soportar la guerra que él llevaba en su cabeza.