De la parte baja de la ciudad se alzó un horrible griterío y pareció que todas las mujeres del palacio lo repitieran a coro.
Los gritos prosiguieron durante algún tiempo y luego se extinguieron tras un triste gemido. Casandra fue en busca de su madre, repentinamente asustada y sintiéndose culpable por no haber pensado antes en el peligro que había corrido Hécuba. A lo lejos percibió amortiguado el entrechocar de las armas; oyó los gritos de guerra de los hombres de su padre que combatían a los invasores, ya de retirada hacia las naves. De algún modo, Casandra fue consciente de que aquella lucha era vana.
¿Sucederá a Hesione lo que vi, lo que sentí? ¿La tomará cautiva ese hombre terrible de cara de halcón? ¿ Vi y sentí lo que le pasará?
No sabía si admitir la posibilidad de no tener que sufrir aquello, o avergonzarse de desear que la sustituyera su amada y joven tía.
Llegó a la estancia de su madre. Allí se hallaba Hécuba, pálida como una muerta, con Troilo en su regazo.
—Ya estás aquí, muchacha díscola —dijo una de las domésticas—. Temíamos que también te hubiesen secuestrado los aqueos.
Casandra corrió hacia su madre y se arrodilló a su lado.
—Los vi llevarse a tía Hesione —murmuró—. ¿Qué será de ella?
—La llevarán a su tierra y la tendrán allí hasta que tu padre pague el rescate —dijo Hécuba, enjugándose las lágrimas.
Junto a la puerta, se oyeron los pesados pasos que Casandra siempre asociaba con su padre y Príamo penetró en la estancia. Llevaba la armadura mal colocada, como si se hubiese preparado precipitadamente para la lucha.
Hécuba alzó los ojos y vio, detrás de Príamo, la armada figura de Héctor, un esbelto guerrero de diecinueve años.
—¿Estáis bien los niños y tú? —inquirió el rey—. Hoy tu hijo mayor ha luchado junto a mí como un auténtico guerrero.
—¿Y Hesione? —preguntó Hécuba.
—Desaparecida. Eran demasiados para nosotros y escaparon a las naves antes de que pudiésemos alcanzarlos —contestó Príamo—. Sabes muy bien que nada les importa la mujer; se trata sólo de que, siendo mi hermana, piensan que podrán exigir concesiones y librarse del peaje portuario. Eso es todo.
Dejó a su lado la lanza, con expresión de disgusto.
Hécuba atrajo a Héctor a su lado y comenzó a besarle hasta que él se apartó.
—¡Ya está bien, no soy un pequeño para seguir pegado a tus faldas! —exclamó, irritado.
—¿Quieres que haga traer vino, mi señor? —preguntó Hécuba, dejando al niño y poniéndose en pie con presteza.
Pero Príamo negó con la cabeza.
—No te molestes —dijo—. No debía haber venido a importunarte, pero pensé que te gustaría saber que tu hijo peleó con honor y salió ileso de su primer combate.
Abandonó la estancia y Hécuba dijo entre dientes:
—¡Combate! No pierde tiempo para ir en busca de su última mujer, eso es todo. ¡Y ella le dará vino sin aguar y se pondrá malo! Y por lo que a Hesione se refiere, poco le importa! ¡Mientras que no entorpezcan su preciada navegación, los aqueos pueden atraparnos a su placer a todos!
Casandra sabía muy bien que no era el mejor momento para preguntar nada a su madre. Mas de noche, cuando se reunieron en el gran comedor del palacio (porque Príamo aún mantenía la vieja costumbre de que hombres y mujeres cenasen juntos, en vez de aceptar la nueva que hacía a las mujeres cenar aisladas en su propio recinto; «para que no tengan que aparecer ante hombres extraños», como la justificaban los tiránicos aqueos) aguardó a que el rey estuviese de buen humor, compartiendo su mejor vino con su madre e hiciera una seña a Polixena, a la que siempre mimaba, para que se sentase junto a él. Entonces se levantó, y Príamo, tolerante, le indicó que se aproximase. —¿Qué quieres, Ojos Brillantes?
—Sólo hacerte una pregunta, padre, acerca de algo que hoy vi.
—Si se trata de tía Hesione... —empezó a decir.
—No. ¿Pero crees que los aqueos pedirán un rescate por ella?
—Probablemente, no —repuso Príamo—. Probablemente uno de ésos se casará con ella e intentará así reivindicar unos derechos sobre Troya.
—¡Qué cosa tan terrible! —murmuró Casandra. —No es tan malo, después de todo. Conseguirá un buen marido entre los aqueos y, de tal manera, por este año se evitará una guerra por los derechos de tráfico —explicó Príamo—. De ese modo se producían muchos matrimonios en los viejos tiempos.
—¡Qué horrible! —exclamó tímidamente Polixena—. Yo no querría ir tan lejos para casarme. ¡Y preferiría celebrar mi boda en vez de ser raptada!
—Bueno, estoy seguro de que, más pronto o más tarde, podremos arreglar eso —dijo Príamo con indulgencia—. Está ese pariente de tu madre, el joven Aquiles, de quien se dice que será un poderoso guerrero... Hécuba movió la cabeza al declarar: —Aquiles ha sido prometido a su prima Deidamia, hija de Licomedes, y no desearía yo que mi hija entrase a formar parte de esa familia.
—Es igual, si ha de ganar fama y gloria... He oído que el muchacho es ya un gran cazador de leones y jabalíes. Me agradaría tenerlo por yerno. —Suspiró—. Bien, habrá tiempo sobrado de pensar en maridos y en bodas para las muchachas. ¿Qué es lo que hoy viste, pequeña Casandra, y acerca de lo cual querías preguntarme?
Incluso cuando las palabras salieron de sus labios, Casandra sintió que debería haber guardado silencio, que lo que había visto en el agua de aquel cuenco no debía ser revelado. Pero su confusión y su ansia de saber eran tan grandes que no pudo evitarlo. Las palabras brotaron:
—Padre, dime quién es el muchacho que tiene una cara exactamente igual que la mía.
Príamo la observó de tal modo, que tembló de terror. Luego alzó la mirada sobre su cabeza y la dirigió hacia Hécuba, diciendo con voz terrible:
—¿Adónde la has llevado?
Hécuba, turbada, respondió a Príamo:
—No la he llevado a parte alguna. No tengo ni la más leve idea de lo que está diciendo.
—Ven aquí, Casandra —dijo Príamo, al tiempo que apartaba a Polixena—, cuéntame más acerca de eso. ¿En dónde viste al muchacho? ¿Estaba en la ciudad?
—No, padre, sólo le vi en el agua de un cuenco. Guarda ovejas en el monte Ida y tiene mi misma apariencia.
Le asustó el abrupto cambio que se produjo en el rostro de su padre.
—¿Y qué hacías tú, mirando en el agua de ese cuenco? —le preguntó.
Se volvió hacia Hécuba con gesto furioso y, por un momento, Casandra temió que golpeara a la reina.
—Esto es obra tuya. Te confío la crianza de mis hijas y he aquí a una de ellas, escrutando en el agua de un cuenco y husmeando en brujerías, oráculos y cosas semejantes...
—¿Pero quién es? —inquirió Casandra.
Su necesidad de respuesta era más grande que su temor.
—¿Y por qué se parece tanto a mí? —volvió a preguntar.
Entonces, su padre bramó palabras ininteligibles y la abofeteó en plena cara, con tal fuerza que perdió el equilibrio y cayó por los escalones del trono, golpeándose la cabeza.
Su madre gritó indignada y se apresuró a recogerla.
—¡Bestia! ¿Qué le has hecho a mi hija?
Príamo fulminó a su mujer con la mirada y se puso en pie, airado. Alzó la mano para golpearla pero Casandra gritó entre sollozos.
—¡No! ¡No pegues a mi madre, que ella no ha hecho nada!
En los límites de su visión percibió que Polixena les observaba con ojos desorbitados pero demasiado asustada para hablar. Y pensó con más desdén que rabia: ¿Se mantendría al margen y dejaría que el rey golpease a nuestra madre?
—¡No fue culpa de madre, que ni siquiera lo sabía! Fue el dios quien me dijo que podía hacerlo. Afirmó que, cuando fuese mayor, sería su sacerdotisa y fue él quien me mostró cómo emplear el cuenco con agua...
—¡Silencio! —ordenó Príamo, que volvió a mirar con ira a Hécuba.
Casandra no lograba entender la causa de que se enfureciera tanto.
—No quiero brujerías en mi palacio, señora. ¿Me oyes? —declaró Príamo—. Envíala lejos de aquí antes de que difunda sus tonterías entre las demás muchachas, perjudicando su educación.
Miró a su alrededor y su ceño se suavizó cuando sus ojos repararon en la sonrisa afectada de Polixena. Luego se clavaron de nuevo en Casandra que aún permanecía encogida, con las manos puestas en su cabeza sangrante. Ahora ella sabía que existía realmente algún secreto respecto al muchacho cuyo rostro había visto.
Las palabras del rey no se referían a Hesione. No le importa. Le basta con que se case con uno de esos invasores que la raptaron. El pensamiento, unido al miedo y a la turbación de la visión (si de esto se había tratado) le hicieron sentir un súbito pavor. Padre no me lo dirá. Bien, entonces se lo preguntaré a Apolo.
Sabe más cosas que padre. Y me dijo que yo había de ser suya; de haberse tratado de mí y no de Hesione, no habría permitido que me llevase aquel hombre. A mi padre le basta con que se case. ¿Consentiría en un matrimonio como ése si tal individuo me robara? Jamás la abandonaría la visión del hombre de rostro rapaz. Mas, para apartarla, cerró los ojos trató de evocar de nuevo la dorada voz del Señor del Sol, Diciendo: Tú eres mía.
Los cardenales de Casandra aún tenían un tono verdearnarillento. En el cielo matinal se dibujaba una tenue media luna. Se hallaba junto a su madre que guardaba en una bolsa de cuero algunas de sus túnicas con sus sandalias nuevas y un cálido manto invernal.
—Pero aún no es invierno —protestó.
—Hace más frío en la llanura —le explicó Hécuba—. Créeme, cariño, lo necesitarás para cabalgar.
Casandra se apretó contra su madre y dijo casi sollozando:
—No quiero separarme de ti.
—También yo te echaré de menos, pero creo que serás feliz. Me gustaría ir contigo.
—¿Por qué entonces no vienes, madre?
—Tu padre me necesita.
—No, no es cierto —dijo Casandra—. Él tiene sus otras mujeres; puede vivir sin ti.
—Estoy segura de que podría —repuso Hécuba, con una leve mueca—, pero no deseo dejarlo con ellas. No tienen los cuidados que yo tengo con su salud y con su honor. Y además también tu hermano pequeño me necesita.
Casandra no le encontró sentido a eso. Con el Año Nuevo habían enviado a Troilo al recinto de los hombres. Pero si su madre no quería ir, nada podía hacer ella. Pensó que nunca tendría hijos, si eso implicaba renunciar por completo a obrar según su propia voluntad.
Hécuba alzó la cabeza al oír ruido en el patio.
—Creo que ya llegan —dijo y tomó a Casandra de la mano.
Juntas se apresuraron a bajar por la larga escalera.
Muchas de las domésticas se habían congregado para ver a las mujeres que entraban en el patio, montadas en caballos blancos, bayos y negros. Quien las mandaba, una mujer alta de cara morena y pecosa, se dejó caer de su I montura y corrió a abrazar a Hécuba.
—¡Hermana! ¡Qué alegría me da verte!
Hécuba correspondió a su abrazo; y Casandra se asombró al ver a su madre, siempre tan sosegada, riendo y llorando al mismo tiempo. Tras un momento, la alta desconocida la soltó y dijo:
—Estás gorda y blanda por vivir bajo techado. ¡Y tu piel es tan pálida que pareces un fantasma! —¿Tan mal estoy? —replicó Hécuba. La mujer frunció el entrecejo.
—¿Y son éstas tus hijas? ¿También ratones caseros? —preguntó.
—Eso tendrás que averiguarlo tú —contestó Hécuba, indicando a las muchachas que se acercasen—. Esta es Polixena. Tiene ya dieciséis años.
—Parece muy frágil para una vida al aire libre como la nuestra. Creo que quizá la has mantenido encerrada demasiado tiempo, pero haremos por ella lo que podamos y te la devolveremos sana y fuerte.
Polixena se escondió tras su madre y la alta amazona se echó a reír. —¿No?
—No, te llevarás a la pequeña, a Casandra —dijo Hécuba.
—¿La pequeña? ¿Qué edad tiene?
—Doce años —respondió Hécuba—. Ven, Casandra, y saluda a tu pariente Pentesilea, cabeza de nuestra tribu.
Casandra examinó atentamente a la mujer. De más edad que Hécuba, la superaba también en estatura, aunque su madre podía considerarse una mujer alta. Se tocaba con un puntiagudo gorro de piel; bajo el cual, Casandra distinguió los rizos recogidos de unos cabellos rojizos ya canosos. Vestía un corto ropón ajustado; sus piernas, largas y delgadas, asomaban bajo calzas de cuero que le llegaban hasta más abajo de la rodilla. En su cara estrecha abundaban las arrugas. Y su piel estaba no sólo quemada por el sol sino moteada por millares de pecas pardas. A Casandra le pareció más un guerrero que una mujer, pero su rostro se parecía tanto al de Hécuba que no dudó de que fuesen de la misma familia. Sonrió a Casandra, con buen humor. —¿Crees que te gustará venir con nosotras? ¿No estás asustada? Me parece que tu hermana tiene miedo de nuestros caballos —dijo.
—Polixena tiene miedo de todo —contestó Casandra—. Quiere ser lo que mi padre llama una muchacha como es debido.
—¿Y tú no?
—No, si eso significa estar siempre en casa —repuso Casandra, y vio que Pentesilea sonreía—. ¿Cómo se llama tu caballo? ¿Muerde?
—Es una yegua y se llama Corredora. Todavía no me ha mordido —declaró Pentesilea—. Veremos si consigues hacerte amiga de ella.
Casandra se adelantó con osadía y tendió su mano como le habían enseñado a hacer con un perro desconocido para que pudiera percibir su olor. La yegua inclinó su enorme cabeza y resopló. Casandra le frotó los sedosos ollares y observó sus ojos grandes y dulces. Al captar su mirada, comprendió que había encontrado una amiga entre todas aquellas desconocidas. Pentesilea le preguntó: —¿Estás dispuesta a venir con nosotras? —¡Oh, claro! —respondió con entusiasmo. El rostro adusto y alargado de Pentesilea parecía más cordial cuando sonreía.
—¿Crees que podrás aprender a montar? Dulce o no, la yegua le parecía enorme, pero Casandra contestó con valentía:
—Si tú conseguiste aprender y mi madre consiguió aprender, supongo que no hay razón para que no pueda hacerlo yo.
—¿Queréis ir al recinto de las mujeres y tomar algo antes de partir? —ofreció Hécuba.
—Naturalmente, pero siempre que ordenes a alguien que se ocupe de nuestros caballos —dijo Pentesilea.
Hécuba llamó a uno de los sirvientes y le ordenó que llevase a la cuadra el caballo de Pentesilea y los de sus acompañantes. Aquellas dos mujeres vestían de modo semejante al de Pentesilea. Ésta las presentó como Caris y Melissa. Caris era delgada y pálida, casi tan pecosa como la reina, pero su cabello tenía el color del bronce; el de Melissa, regordeta y de mejillas rosadas, era rizado y castaño. A Casandra le pareció que tendría quince o dieciséis años.