La aventura de la Reconquista (2 page)

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Authors: Juan Antonio Cebrián

Tags: #Divulgación, Historia

BOOK: La aventura de la Reconquista
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Damasco rebosaba felicidad mientras los hijos de Witiza, Agila II y Ardón, exigían la reposición de sus derechos y propiedades. El califa Walid I respondió entregando una minucia de lo acordado y obligando a sus antiguos aliados al sometimiento a las leyes y gobierno de los nuevos dueños de la situación.

Lo cierto es que miles de hispanos vieron con agrado la llegada de los musulmanes; demasiados años de hambrunas, epidemias e impuestos opresivos habían desembocado en una situación caótica que cubría todo el reino visigodo. Los invasores, lejos de ejercer como martillo, permitieron libertades que mejoraron la salud emocional y económica de un pueblo demasiado acostumbrado al pesimismo. La anulación de gravámenes exagerados, la posibilidad de mantener religión propia sin persecuciones ni descalabros y la permanencia del derecho a la propiedad privada hizo que en casi todos los casos, la ocupación militar de pueblos y ciudades se produjera sin enfrentamientos. A pesar de esto, muchos se negaron a comulgar con lo impuesto por los nuevos amos de la Península, y se retiraron hacia las zonas norteñas donde lamerían sus heridas esperando devolver el golpe algún día.

Los rebeldes se refugiaron principalmente en núcleos cantábricos y pirenaicos a la espera de escenarios adecuados para la reacción. Mientras tanto, las tropas de Tariq iban ocupando paulatinamente Andalucía, Levante, y otros puntos estratégicos del centro de la península Ibérica. En algunas ocasiones se pactaba con los dirigentes locales, valga de ejemplo el del conde Teodomiro dueño de una gran posesión que se extendía por las provincias de Alicante y Murcia, que firmó acuerdos de amistad y no agresión con los recién llegados a los que prometió vasallaje a cambio de tranquilidad.

Tariq fue tan sabio como buen militar; pronto se presentó ante Toledo que tomó sin apenas oposición. Sus éxitos originaron recelos en Musa que ansioso por disfrutar de la nueva conquista saltó a Hispania un año más tarde de la victoria de Guadalete con 18.000 sirios y bereberes que le sirvieron para tomar Sevilla y poner sitio a Mérida. En poco más de tres años, las fuerzas musulmanas controlaban la práctica totalidad del territorio peninsular; lamentablemente para ellos, surgieron fuertes disensiones internas protagonizadas por Musa y Tariq quienes pugnaban por el control de la conquista. La disputa se resolvió cuando los dos fueron llamados por el Califa de Damasco quien decidió destituir a los conquistadores de lo que ya se consideraba la perla del califato omeya. Esta lucha interna de los árabes permitió un momentáneo respiro para los refugiados cristianos que comenzaban a organizarse en los reductos norteños.

Así iban transcurriendo los primeros años de ocupación musulmana en Hispania, ahora llamada al-Ándalus. Pero mientras tanto, ¿qué había sido de Pelayo?

PELAYO, EL NUEVO HÉROE

La historia de don Pelayo es confusa como la de los años en los que le tocó vivir; según la leyenda, siempre tapizada con hebras de realidad, el iniciador de la Reconquista nace en Cosgaya, un lugar ubicado en las montañas cántabro asturianas. Hijo de Favila que a su vez era vástago del rey Chindasvinto, sobrino por tanto de Recesvinto y primo del rey Don Rodrigo que era hijo de Teodofredo. De los tres hijos varones atribuidos a Chindasvinto, tan sólo el primogénito Recesvinto tuvo la fortuna de reinar. Los otros dos, Teodofredo y Favila, fueron víctimas de Witiza, y vengados ampliamente por sus herederos cuando Rodrigo arrebató el trono a los hijos de Witiza apoyado por buena parte de la nobleza visigoda, incluido su primo hermano Pelayo, que fue elegido jefe de la guardia personal del Rey. Pelayo fue leal a Rodrigo hasta el final, luchó con bravura en Guadalete y escapó a Toledo donde se mantuvo un tiempo hasta la llegada de los musulmanes. De la vieja capital visigoda salió con sus hombres escoltando a Urbano, arzobispo de Toledo, quien custodiaba las sagradas reliquias cristianas, además de otros tesoros eclesiales. La siguiente guarida para los refugiados fueron las montañas burgalesas, y de ahí Pelayo pasó a su tierra natal, donde se estableció a la espera de noticias. La crónica nos habla de un Pelayo creyente y fervoroso, que incluso es capaz de viajar, en compañía de un caballero llamado Ceballos, a Tierra Santa en los tiempos difíciles de las disputas dinásticas; no es de extrañar que sintiera profundo desagrado por la Media Luna y lo que representaba.

En el año 716 los musulmanes establecidos débilmente por el norte peninsular chocan con los intereses de gallegos, astures, cántabros y vascones, gentes poco romanizadas y si, en cambio, muy acostumbradas a lidiar con toda suerte de potencias invasoras como los celtas, romanos, suevos, godos y, ahora, musulmanes.

El árabe Munuza se instaló en Gijón como valí o gobernador provincial del emirato cordobés cometiendo el grave error de pretender a la hermana del noble Pelayo; acaso en el afán de estrechar lazos de amistad con los desconfiados astures. Sin embargo, Pelayo reaccionó de forma violenta ante lo que se consideraba una humillación de los mahometanos. El valí reconoció en el líder godo a un enemigo, buscando con urgencia una excusa oficial para quitárselo de encima. Pelayo es enviado como rehén a Córdoba para conseguir el pago de impuestos; era costumbre que los emires mantuvieran prisioneros notables provenientes de las provincias sometidas, obligando de esta manera a los vasallos implicados a un regular e impecable pago de tributos. Un año más tarde de su llegada a la flamante capital andalusí, Pelayo consigue burlar a sus captores huyendo en un viaje lleno de peripecias y avatares que le conduce a su querida Asturias.

Su entrada en el territorio asturiano le será de gran provecho al coincidir con una reunión de lugareños celebrada en Cangas de Onís para debatir asuntos de importancia. En esos meses la gente andaba alborotada por la presencia excesiva de musulmanes en la zona. Pelayo se dirige a ellos y les anima a la sublevación, invoca a los ancestros y a sus sentimientos de vida en libertad sin sometimiento a ningún yugo extranjero. Paradójicamente, él que representaba al antiguo invasor godo se convierte en el líder de unos rudos montañeses deseosos de combatir cualquier signo autoritario ajeno; todo estaba abonado para la revuelta. La facción de Pelayo comienza a ser famosa en los contornos. Lo primero que hacen es negarse a pagar tributo, después algunas escaramuzas militares; de momento nadie es capaz de sofocar aquel minúsculo pero tenaz levantamiento. Preocupado, el gobernador Munuza solicita ayuda al Emir de Córdoba quien acababa de sufrir algún revés guerrero en Septimania. Sus tropas estaban desmoralizadas y se necesitaba con presteza una victoria que enardeciera el ánimo de los soldados de Alá. Pelayo y los suyos se iban a convertir en víctimas propicias para la propaganda guerrera del Emir cordobés. Se baraja el 718 como año en el que se decide por aclamación el caudillaje de don Pelayo; algunos historiadores apuntan que posiblemente fue proclamado rey; otros, más conservadores, piensan que tan sólo fue elegido caudillo o líder militar de los insurgentes.

En todo caso, se produce una unión popular dispuesta a presentar combate a la fuerza ocupante. Su número es apenas representativo, ya que no superarán unos pocos cientos dirigidos por Pelayo.

La columna sarracena que se dirigió a Asturias iba encabezada por Alqama, un lúcido militar experimentado en la guerra y dispuesto a complacer las necesidades del Emir cordobés. Cuenta con unos 20.000 hombres de todo punto suficientes para aplastar los gritos de aquellos «300 asnos salvajes» como les denominan los cronistas árabes. Una vez informado de lo que se le viene encima, Pelayo opta por la lucha de guerrillas replegando a sus hombres hacia las montañas, evitando de ese modo, el desigual combate en campo abierto. En las estribaciones del gran macizo de los picos de Europa se encontraba el monte Auseva y en él una oquedad denominada por la leyenda «la Cova Dominica», futura Covadonga, sitio ideal donde se ocultan buena parte de los rebeldes astures. La cueva consagrada a la Virgen María se presentaba como lugar propicio para las operaciones de los belicosos montañeses. Don Pelayo dispersó a dos tercios de su hueste por las laderas, riscos y acantilados cercanos a su guarida, mientras que con otros 105 combatientes se parapetaba en la propia cueva a la espera de los musulmanes. Todo estaba dispuesto para la emboscada. ¿Serían capaces aquellos bravos astures de resistir a los bien organizados mahometanos?

Por si acaso apareció la ayuda divina, cuenta la leyenda que a don Pelayo se le abrieron los cielos mostrando el antiguo pendón bermejo de los godos, estandarte perdido en la batalla de Guadalete. Tras esta visión don Pelayo tomó dos palos de roble y los unió formando una cruz que enarboló durante la posterior batalla. En tiempo de primavera cuando todavía refrescaba por tierras asturianas, apareció la expedición punitiva de los sarracenos. Pensando en una hipotética negociación el inteligente Alqama se hizo acompañar por don Oppas, prelado de Sevilla y hermano de Witiza. Sin embargo, cuando la columna musulmana contactó con los rebeldes, la verbigracia del antiguo traidor godo fue insuficiente para convencer al obstinado don Pelayo. Las promesas de paz y patrimonio para él y los suyos únicamente consiguieron soliviantar más, si cabe, la voluntad de los cristianos, manifestándose determinados a combatir sin tregua.

La refriega se produjo presumiblemente en el mes de mayo de 722. Alqama ordenó a sus hombres que se internaran por los desfiladeros cercanos a la Cova Dominica; de inmediato, recibieron una lluvia de piedras y flechas procedentes de los altos dominados por los violentos astures. Los musulmanes intentaron replicar entonces, con saetas y proyectiles lanzados por ondas. Pero todo fue inútil ante la supremacía que los montañeses ejercían sobre un terreno que conocían como la palma de su mano.

El ejército moro sufrió numerosas bajas en los primeros minutos de la lucha; eso, unido a lo complicado de la situación pues eran muchos hombres para maniobrar en el angosto terreno, hizo que Alqama dudara sobre la efectividad de su ataque. La incertidumbre mahometana fue aprovechada por don Pelayo que salió con todo lo que tenía de la Cova Dominica. Sus hombres se abalanzaron sobre los sorprendidos musulmanes provocando una terrible masacre entre ellos. El propio Alqama murió en el choque, los demás iniciaron una estrepitosa huida por aquellos montes hostiles.

La tragedia mora se completó cuando un desprendimiento de rocas sepultó a buena parte de los árabes. La victoria para don Pelayo y los suyos fue total y engordada durante siglos por los cronistas cristianos.

Para los árabes la escaramuza de Covadonga fue algo insignificante, llegando a comentar que los hombres de Alqama desestimaron la lucha por ser tan sólo un puñado de asnos salvajes acompañados por unas pocas mujeres y, que tarde o temprano, morirían abandonados en lo abrupto de aquellas montañas inhóspitas.

Las noticias de Covadonga llegaron a Gijón donde se encontraba el desolado Munuza quien optó por abandonar la ciudad, dirigiendo sus tropas bereberes hacia León. Sin embargo, el contingente fue interceptado por los cristianos, matando a muchos musulmanes incluido el propio Munuza. Los supervivientes se refugiaron en la plaza fuerte de León, localidad amurallada y bien pertrechada. Don Pelayo, crecido por la reciente victoria, bajó a Cangas de Onís dispuesto a recibir los vítores de sus paisanos. En poco tiempo, vio orgulloso cómo miles de voluntarios se sumaban a su ejército; gentes de toda condición llegadas de Galicia, Cantabria, Vizcaya, etc., además de los propios astures, integraron la primera hueste de la Reconquista.

Con 8.000 infantes y 150 caballos, don Pelayo salió de Cangas dispuesto a tomar León, empresa que hoy en día es difícil precisar si se consiguió o no aunque, según parece, ese mérito deberíamos atribuírselo a don Alfonso, yerno de don Pelayo, hijo del duque don Pedro de Cantabria y futuro rey de Asturias. El bravo don Pelayo, convertido en héroe de los cristianos, dedicó el resto de su mandato a organizar el incipiente reino. Durante años consolidó las fronteras de Asturias desde su capital, establecida en Cangas de Onís. Se casó con Gaudiosa con la que tuvo dos hijos: Ermesinda, futura esposa de Alfonso I, y Favila, quien le sucedió tras su muerte por enfermedad en el año 737.

El primer héroe de la Reconquista española fue enterrado junto a su mujer en la iglesia de Santa Eulalia de Abamia, próxima a Covadonga, aunque más tarde sus restos reposarían en la propia cueva que le vio nacer como mito.

Tuviera el combate de Covadonga mayor o menor magnitud, lo cierto es que sirvió para emprender la lucha entre dos conceptos diferentes de entender la existencia. Desde entonces, cristianos y moros litigarían por el territorio hispano durante casi 800 años, jalonados por más de cuarenta batallas, innumerables avances y retrocesos, convivencia, mestizaje, encuentros y diferencias. Pelayo fue la primera llama de un incendio que acabaría en 1492 con la toma de Granada.

DESPUÉS DE PELAYO

El óbito de don Pelayo dio paso al alzamiento como rey de su hijo Favila o Fafila. El nombramiento fue al parecer por elección de los notables astures en reconocimiento de las proezas marcadas por su padre. Al pobre Favila apenas le dio tiempo de protagonizar hazaña alguna ya que tan sólo fueron dos los años que pudo reinar. En ese período encontró ocasión para ordenar el levantamiento de una iglesia en Cangas de Onís, albergadora de la valiosa cruz de roble que don Pelayo utilizó en Covadonga. La ermita de la Santa Cruz fue consagrada en 739, año en el que murió Favila de muerte violentísima a consecuencia del ataque de un oso que le despedazó mientras disfrutaba de una jornada de caza.

Según se cuenta, el hijo de Pelayo era muy dado a los placeres terrenos, lo que le distraía de las obligaciones de gobierno en un pequeño territorio que aspiraba a fortalecerse como reino. Poco más sabemos de Favila, tan sólo que se casó con Frolaya con la que tuvo dos hijos que no llegaron a reinar. Sí, en cambio, lo hizo el yerno de Pelayo, don Alfonso, hijo de don Pedro, duque de Cantabria.

Alfonso I, el Católico, puede ser considerado por la documentación existente, como el primer rey de Asturias y posteriormente de León. Nacido en 693, fue de los primeros en acudir al llamamiento hecho por Pelayo en su guerra contra los musulmanes. Ungido tras la muerte de Favila, dedicó su reinado a extender las fronteras de Asturias consolidando la pequeña monarquía y anexionando grandes extensiones de terreno más allá de los originales valles astures. Las primeras conquistas alfonsinas se centran en la Galicia marítima y en las comarcas de Liébana, Santillana, Transmiera, Carranza, Sopuerta, Álava y zonas de la futura Castilla. En torno al año 740 al-Ándalus atraviesa por una suerte de conflictos internos protagonizados por árabes y bereberes; estos últimos habían sido acuartelados en la frontera del norte peninsular. Tras abandonar los emplazamientos asignados, una gran franja de territorio quedó desprotegida y a merced de las tropas cristianas que, sin pensarlo, aprovecharon una oportunidad única para sus intereses. Alfonso I, en compañía de unas huestes muy motivadas, inicia el asalto de muchas ciudades sitas en el valle del Duero y puntos limítrofes. De ese modo diversas plazas van cayendo bajo el empuje cristiano. Es el caso de Lugo, Oporto, Viseo, Braga, Ledesma, Chaves, Salamanca, Zamora, Ávila, León, Astorga, Simancas, Segovia, Amaya, Osma, Sepúlveda, etc. Al esfuerzo guerrero de los cristianos se suman la hambruna provocada por las malas cosechas y una mortífera epidemia de viruela. Todo el valle del Duero entra en una grave crisis donde predomina la escasez de población, forzada a propósito por una política que buscaba vigorizar al recién nacido reino asturiano. Durante años miles de cristianos fueron nutriendo el censo de Asturias. A medida que las tropas avanzan y toman las ciudades, eliminan todo vestigio musulmán y trasladan los restos de población cristiana hacia el cada vez más sólido enclave norteño.

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