La aventura de la Reconquista (6 page)

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Authors: Juan Antonio Cebrián

Tags: #Divulgación, Historia

BOOK: La aventura de la Reconquista
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En occidente cayeron diversas plazas como Braga, Oporto y Coímbra, cerca de esta última se libró en 878 la batalla de Polvoraria donde los musulmanes perdieron 13.000 efectivos. La derrota musulmana tuvo como consecuencia una tregua de tres años muy beneficiosa para los cristianos quienes aprovecharon para continuar con el esfuerzo repoblador de los diferentes enclaves reconquistados. Se rebasó la frontera natural del Duero para fijarla en el río Mondego.

Los soldados de Alfonso III llevaron su osadía hasta la propia Marca Sur musulmana, sometiendo a Mérida a una feroz presión guerrera.

Por el centro peninsular también avanzaron las tropas cristianas tomando plazas tan significativas como Zamora, Toro, Simancas, Castrojeriz, Oca, Ubierna y Burgos. Los problemas del frente oriental se resolvieron gracias a un acercamiento amistoso entre Alfonso III y la familia muladí Banu Qasi.

Los éxitos militares de Alfonso III quedaban manifiestos, sin embargo, las disputas entre sus hijos por el control sobre las conquistas le hicieron fracasar como padre. En el año 909 se vio obligado a dejar la corona en beneficio de sus tres hijos: García, Ordoño y Fruela. Al primero, García I, le correspondería León; al segundo, Ordoño II, Galicia; mientras que al tercero, Fruela II, le tocaba en suerte Oviedo y sus territorios; bien es cierto que tanto Ordoño II como Fruela II subordinaron su autoridad a la de García I.

Tras peregrinar a Compostela Alfonso III se instaló en Zamora, donde falleció en diciembre del año 910 siendo enterrado en la catedral de Oviedo.

Más tarde volveremos a los cristianos del siglo X. Ahora descubramos cómo fue el siglo IX en la poderosa al-Ándalus.

PRINCIPALES SUCESOS CRISTIANOS DEL SIGLO IX

801. El franco Ludovico Pío toma Barcelona. Consolidación de la Marca Hispánica.

816-852. Iñigo Arista, conde independiente de Pamplona.

818. García, conde de Aragón.

842-850. Ramiro I, rey de Asturias.

844. Supuesta victoria cristiana en la batalla de Clavijo. En ese mismo año, ataques vikingos contra Gijón, La Coruña, Lisboa y Sevilla.

850-866. Ordoño I, rey de Asturias. Con él se intensificarán las repoblaciones en el valle del Duero.

852-882. García I Iñiguez, rey de Pamplona.

856. Creación del eje defensivo Tuy-Astorga-León.

858. Galindo Aznar, conde de Aragón.

866-910. Alfonso III, el Magno, hijo de Ordoño I, coronado rey de Asturias y León.

868. Comienza la conquista astur-leonesa de Braga, Oporto, Viseu y Coímbra.

882-905. Fortún Garcés I, el Tuerto, rey de Pamplona.

874-898. Wifredo I, el Velloso, primer conde independiente de Barcelona.

878. Victoria cristiana en la batalla de Polvoraria.

882. El conde Don Diego funda Burgos.

893. Alfonso III ocupa Zamora.

899. Alfonso III ocupa Simancas.

ESPLENDOR Y CRISIS DEL EMIRATO INDEPENDIENTE

El gobierno de Hisham I habilitó cauces muy necesarios para la integración de las diferentes culturas que poblaban al-Ándalus. La convivencia crecía tan fértil como los cultivos importados por los hijos de Alá. Por las cuencas fluviales del Ebro, Segura, Júcar, Guadiana, Tajo y Guadalquivir, latifundios y minifundios hermoseaban el paisaje mientras los salazanes llegados de Arabia correteaban en su preparación para la guerra. La prosperidad económica era evidente; el emirato independiente progresaba no exento de dificultades internas.

La muerte de Hisham I junto a la polémica proclamación de su hijo al-Hakam I desató un vendaval de enfrentamientos por todo el territorio andalusí. El primer reto al que tuvo que enfrentarse el nuevo mandatario fue el de parar la sublevación de sus tíos paternos. Éstos no se mostraban conformes con la elección de aquel impetuoso joven de veintiséis años. Sin embargo, al flamante Emir no le tembló el pulso a la hora de presentar batalla ante los hermanos de su padre, matando a uno y humillando hasta la sumisión más absoluta al otro. Una vez resuelto el pequeño incidente familiar, al-Hakam permaneció entretenido sofocando varios levantamientos protagonizados por mozárabes, muladíes y los propios bereberes. Todos parecían de acuerdo en oponerse a un emir poco querido por el pueblo; ante esto, al-Hakam reaccionó con inusitada violencia. En 797 recibió información sobre el pesar generado por su elección entre los magnates cristianos de Toledo. La respuesta del astuto Emir fue la de convocar en la capital de la Marca Central de al-Ándalus a todos los notables cristianos discrepantes con su gobierno, bajo la promesa de alcanzar acuerdos beneficiosos para todos. Los nobles acudieron confiados al lugar de la cita pensando que a lo mejor habían sido poco generosos en sus comentarios sobre al-Hakam. Por desgracia para ellos, ya era demasiado tarde pues, a medida que iban llegando al sitio convenido, eran decapitados unos tras otros y sus restos echados a un foso cercano. De esa manera al-Hakam limpió de enemigos Toledo, en lo que se llamó desde ese momento «la triste jornada del foso». Es muy difícil efectuar una valoración precisa sobre el número de cabezas que volaron ese día, pero a fe que no fueron pocas.

Las noticias de aquella noche toledana surcaron a la velocidad del rayo todo al-Ándalus. Al-Hakam comenzó a ser un personaje temido por toda la península Ibérica.

En el norte los cristianos se preparaban ante lo que podía ser una terrible guerra contra el eterno enemigo musulmán; aunque por el momento, el Emir cordobés se vio obligado a seguir apaciguando sus problemas de intramuros.

Zaragoza, Toledo y Mérida, las tres capitales en la frontera de al-Ándalus con el reino cristiano, se entregaban a constantes prácticas sediciosas. Su alejamiento geográfico de Córdoba era aprovechado por los gobernantes locales para sus propios intereses. Además los muladíes representantes de la población más numerosa del estado, reivindicaban unos derechos cada vez más mermados por la intransigente política de al-Hakam. Éste optó por la vía militar para aplacar con una crueldad sin límite cada levantamiento producido.

En 805 una protesta popular por las calles de Córdoba se solventó con la ejecución de 72 cabecillas; del mismo modo fueron solucionadas las revueltas en Mérida. Por el valle del Ebro la influyente familia muladí Banu Qasi desatendió cualquier obligación tributaria con el emirato cordobés. Al-Hakam se vio obligado a contratar a un elevado contingente de mercenarios bereberes para poder atender los distintos frentes abiertos. La ferocidad del mandatario quedó manifiesta cuando en 818 se produjo el sonado «motín del arrabal de Córdoba». En ese tiempo una población llamada Secunda, cercana a Córdoba y situada en la margen opuesta del río Guadalquivir —lo que la convertía en un arrabal de la capital— se rebeló contra el injusto gobierno de al-Hakam. La respuesta del Emir fue implacable y desmedida, enviando sus tropas contra Secunda y sometiéndola a un rabioso ataque que se prolongó tres días con sus noches. El resultado fue más de 3.000 muertos sobre las calles del arrabal, 300 de ellos crucificados públicamente como escarmiento. Los escasos supervivientes de la masacre se vieron obligados a partir rumbo al exilio mientras veían cómo los soldados de al-Hakam incendiaban sus casas y propiedades.

Al-Hakam I pasará a la historia como uno de los gobernantes más sanguinarios con su pueblo. Cuando fallece con cincuenta y dos años en 822, deja a su hijo y sucesor, Abderrahman II, un estado totalmente sometido y pacificado. Afortunadamente el heredero se confirmaría como un emir respetuoso con las gentes y gran mecenas de la cultura.

Abderrahman II procuraría tres decenios de felicidad para al-Ándalus. Bajo su gobierno Córdoba resplandeció en todo el occidente europeo. La gran capital andalusí fue embellecida de tal manera que muchos coincidieron en afirmar que, sin duda, se encontraban ante la mejor ciudad del mundo; razón no les faltaba, dado que bajo el influjo de Abderrahman II, cientos de intelectuales se albergaron en la hermosa capital: filósofos, poetas, arquitectos y científicos adornaban con su saber las calles cordobesas. El Emir, a diferencia de su padre de tan nefasto recuerdo, supo entender el ánimo de los habitantes gobernados por él. Se establecieron normas que aseguraron una saludable convivencia entre las diferentes etnias y religiones. Hubo un incremento del número de funcionarios y se jerarquizaron algunas áreas de gobierno. Además, la regular acuñación de moneda procuró la estabilidad suficiente para el impulso del comercio; todo refirmaba prosperidad, a pesar de los cronificados conflictos bélicos peninsulares y las consabidas refriegas internas. Sin embargo, la entrada en el juego religioso de nuevas influencias ortodoxas trastocaron el panorama social en al-Ándalus.

Ya en tiempos de al-Hakam I había cobrado fuerza la presencia de la escuela malikí, que propugnaba desde el carisma de su fundador y discípulo directo de Mahoma, Malik Ibn Anas, un acercamiento puro al cumplimiento de las
sunnas
o prefectos coránicos. La adopción de esta corriente islámica por al-Ándalus derivó en una suerte de fricciones con la población mozárabe. La creciente islamización del estado originó reacciones poco vistas desde los tiempos romanos. Muchos practicantes de la fe católica optaron por el martirio ante el menoscabo que según ellos estaba sufriendo su religión cristiana; de esa manera se convirtió en frecuente que algunos aspirantes a viajar al cielo como mártires saltaran a las calles de Córdoba, Sevilla, etc., dispuestos a insultar a Mahoma y al que se pusiera por delante con tal de que llevara turbante. Según las leyes coránicas el que ofendiera al profeta de Alá recibiría la pena de muerte. Este asunto, gracias a Dios, encontró una razonable solución en un cónclave cristiano celebrado en Sevilla, donde se determinó que mártir se es forzosamente cuando no queda más remedio y no cuando la víctima lo pretende.

El tolerante Abderrahman II guerreó, y lo hizo bien, contra francos de la Marca Hispánica y astur-leoneses cada vez más fuertes.

Pero sin duda el conflicto más extraño fue el que se libró contra los escandinavos. En 844 la península Ibérica recibió la visita de las temidas hordas vikingas. Primero asaltaron La Coruña, donde fueron rechazadas por los soldados de Ramiro I. Posteriormente golpearon Lisboa, para finalizar viaje remontando el Guadalquivir hasta Sevilla, ciudad que fue sometida a un severo castigo. Los normandos tripulaban una flota compuesta por más de 80 drakkars —sus navíos característicos— que quedaron fondeados en una isla cercana a la capital hispalense.

Abderrahman II, sabedor del desastre provocado por los
mayus
—nombre con el que los musulmanes designaban a los vikingos—, organizó a su ejército en Córdoba y partió al encuentro con los paganos. Estos, mientras tanto, se encontraban ocupados en destrozar Sevilla matando a cualquiera con el que se toparan. Abderrahman II localizó a la banda vikinga cerca de Tablada, donde les derrotó hasta su casi exterminio; los pocos supervivientes lograron escapar con más pena que gloria en algunos barcos. El éxito sobre los normandos sirvió para que Abderrahman II ordenara la construcción de varias atalayas defensivas por toda la costa andaluza en previsión de nuevas incursiones de aquellos fanáticos guerreros.

En septiembre de 852 fallecía el buen emir Abderrahman II, atrás dejaba treinta años de mandato en los que Córdoba se había convertido en la joya cultural del occidente europeo. En los centros de intelectualidad se podían leer las mejores obras literarias del continente traducidas al árabe. El propio Abderrahman había compuesto unas crónicas dedicadas a la historia de al-Ándalus.

Su muerte a los sesenta y cuatro años de edad fue llorada por todos. No dejó establecido quién de sus hijos debía sucederle y, tras muchos debates, la corte eligió a su primogénito, Muhammad I, favorito de Abderrahman y ferviente seguidor de la fe islámica. Contaba diecinueve años que no le impidieron mantener la obra de su padre. No obstante, Muhammad cometió el grave error de dar prioridad a las cuestiones de la fe islámica antes que a otros asuntos esenciales para el buen discurrir del emirato omeya. Durante su mandato estallaron numerosas revueltas sediciosas, ya no sólo en la frontera sino también, en el mismísimo corazón del Estado. Lenta pero progresivamente las estructuras económicas, políticas y sociales del emirato independiente se iban resquebrajando.

Sin saberlo, en este período de la España musulmana se asentaron los cimientos sustentadores de las futuras «taifas».

La guerra contra los cristianos del norte peninsular quedó reducida a las acostumbradas aceifas veraniegas; ya no existían pretensiones territoriales, tan sólo se buscaba el botín rápido y, de ser posible, el debilitamiento militar del enemigo.

En el siglo IX las acciones bélicas musulmanas sólo sirvieron para retrasar unos años la expansión definitiva de los cristianos por el antiguo solar patrio visigodo.

La idea que suponía la Reconquista ya formaba parte de la mentalidad cristiana de la época. Los lances guerreros entre moros y cristianos servían como argumento para cantares de gestas y leyendas populares; por otro lado, la
yihad
o guerra santa, retrocedía posiciones buscando en este siglo de crisis, afianzar lo conseguido sin buscar nuevas aventuras expansionistas.

Muhammad I, en sus treinta y cuatro años de mandato sintió en demasía la presión de unos tributarios nada convencidos con lo que estaba ocurriendo en al-Ándalus. El estado centralista propuesto desde Córdoba presentaba sus primeras fisuras. Los señores de la frontera se rebelaron una vez más ante la agobiante presión fiscal ejercida por el emirato; de ese modo, los Banu Qasi desde Zaragoza, los árabes Banu Hayyay en Sevilla, algunos líderes muladíes como Ibn Marwan, llamado «el gallego», en Mérida, y sobre todo, Umar Ibn Hafsun en Málaga, ofrecieron una clara muestra de cómo se presentaban unos difíciles y angustiosos momentos para el emirato omeya. No es de extrañar que en ocasiones se olvidaran pretéritas rencillas religiosas en aras de una pragmática razón de Estado. Lo cierto es que a lo largo de toda la edad media Hispana hubo acuerdos militares por los que tropas de uno y otro bando negociaban para combatir juntos en las múltiples cuestiones internas, bien fuera en al-Ándalus o en los reinos cristianos; por eso es siempre difícil hablar de un choque frontal entre las dos culturas o concepciones distintas de entender la existencia.

Los casi 800 años de presencia musulmana en Hispania no pueden pasar por una mera invasión y posterior desalojo de las fuerzas árabes; fue, al igual que ocurrió con los visigodos, una llegada y colonización en toda regla. En el siglo IX quedaba manifiesto que el asunto iba para largo.

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