Read La aventura del tocador de señoras Online
Authors: Eduardo Mendoza
Tags: #Humor - Intriga - Policiaco
—Pues, a juzgar por los resultados, yo de ti cambiaría de método —dijo Ivet.
—No actúo así por afición, sino por falta de alternativas —mascullé—. Pero no tengas miedo por mí. Eres tú la que me preocupa.
Sus ojos se anegaron en lágrimas, bien por mis palabras, bien por el tufo que allí se respiraba y poniéndome una mano (suya) sobre la mía, susurró:
—No quiero que corras peligros por mi causa.
Sentí un nudo en la garganta y no sé qué más habría pasado allí (seguramente nada) si en aquel momento no hubiera hecho nuevamente en el bar su aparición Magnolio, el cual, distinguiéndonos a los dos en la misma mesa y en actitud amartelada, no vaciló en venir a nuestro encuentro y romper el hechizo del momento con el relato de sus andanzas. Pues, según dijo a modo introductorio, habiendo reflexionado sobre mi intención de acudir aquella noche a casa de Reinona y habiendo asimismo considerado el plan en exceso temerario y su actitud para conmigo insolidaria, había decidido reconocer el terreno. Para lo cual se había ido a la dirección suministrada por la florista, había llamado a la puerta de la mansión, pues de tal calificaba la vivienda allí emplazada, y al mayordomo que se la había abierto le había preguntado si aquél era un centro de acogida para senegaleses sin papeles. Tanta astucia no había quedado sin recompensa, porque el mayordomo le había respondido que no, pero que si buscaba un trabajo temporal y mal pagado, le podía ofrecer algo. Naturalmente, Magnolio no había desaprovechado la ocasión y había respondido afirmativamente. Entonces el mayordomo le había dicho que se personara no más tarde de las ocho y media en la mansión, porque se celebraba aquella noche una recepción a la que asistirían bastantes invitados y andaban un poco cortos de personal. Del inesperado curso de los acontecimientos se sentía Magnolio muy satisfecho.
—Y no es para menos —dijo el camarero del bar, que había estado escuchando la conversación—, pero habrá de darse prisa, porque ya son las ocho. En cuanto a ustedes dos, o consumen o prosiguen el galanteo en un
meublé
.
Lo de la prisa era bien cierto, y como Ivet no tenía apetito ni yo dinero, nos fuimos los tres. Quedamos Magnolio y yo en vernos de nuevo en casa de Reinona, y él se fue. Sin hacer caso de la grosera sugerencia del camarero del bar, que Ivet no parecía inclinada a seguir por el momento, le propuse acompañarla a la parada del autobús. Alegó padecer una mezcla de claustrofobia y agorafobia que le impedía utilizar nuestra magnífica red de transportes públicos, pero no puso reparo en que la acompañara a buscar un taxi libre. Anduvimos hasta una arteria (o calle) principal, en silencio, pues aunque soy locuaz de natural y por razón de mi oficio y mis lecturas no me faltan temas con que suscitar el interés de las mujeres (la osteoporosis y otros), en aquel raro momento de intimidad me sentía cohibido, por no decir amedrentado, y tan raro en mi mismidad que no reconocía mi propia imagen (por suerte) cuando de reojo la veía reflejada en algún escaparate en compañía de aquella chica tan etérea y con la que, tal vez por ir yo muy bien vestido, creía formar buena pareja. Este inolvidable paseo duró un tiempo que se me hizo a la vez breve y eterno, pero que en realidad fue breve, porque, a aquella hora y estando la economía del barrio como estaba, había taxis libres a barullo. En uno de los cuales subió Ivet, yéndose.
Su ausencia me había dejado triste pero no inapetente, de modo que decidí hacer tiempo en la pizzería. Luego pensé que en casa de Reinona, según la descripción hecha por Magnolio, servirían una cena copiosa (fue un error), y decidí que, si había de correr un riesgo cierto, lo menos que podía hacer era sacarle algún partido. Entré en la pizzería a excusar mi ausencia y luego me instalé en la parada del autobús, pues si bien era temprano para acudir a la recepción, el lugar adonde me dirigía estaba en la otra punta de la ciudad, y me esperaba, si todo iba bien, un dilatado periplo.
*
A eso de las diez y media, y después de hacer a pie la última y más empinada etapa del trayecto, llegué a las inmediaciones de mi señalado objetivo. La noche era calurosa pero en Pedralbes soplaba una brisa fresca saturada de aroma de jazmín. Esta embriagadora sensación, sin embargo, no dulcificaba el hosco aspecto de unos hombres que, apostados junto a lustrosos automóviles, montaban guardia a lo largo de la empinada y recoleta callejuela por la que ascendí con fingida indiferencia hasta coronar la cuesta. Su presencia allí en crecido número me dio a entender que los invitados a la recepción en casa de Reinona ya debían de estar allí (en sus puestos). Al llegar frente a una cancela me detuve, comprobé la dirección, abrí la cancela, entré en el jardín, recorrí el sendero de grava que entre arrayanes conducía a la puerta principal de la casa y pulsé el timbre. Mientras aguardaba examiné el lugar. La casa estaba hecha de los materiales más robustos dispuestos en un estilo arquitectónico que aunaba equilibradamente lo antiguo y lo moderno y respondía sin reservas al calificativo de mansión que Magnolio le había aplicado al describirla. Constaba de planta baja y un piso. El piso disponía de una terraza o balcón corrido desde el cual se podía saltar y rezar para que el césped amortiguara el batacazo. A juzgar por su extensión, el jardín que rodeaba la casa debía de comunicar con la calle de atrás, de la que lo separaba un muro de piedra de no más de dos metros de altura en su segmento más bajo, posiblemente escalable. Algunos pinos y un cedro soberbio ofrecían en sus ramas refugio temporal contra perros y fieras. Un esbelto ciprés no servía para nada. En los macizos de flores abundaban los rosales y otros pinchos.
Habría continuado el reconocimiento del terreno con gusto y provecho si no se hubiera abierto la puerta y en el vano no se hubiera recortado la silueta de un hombre joven cuyas facciones no pude distinguir por estar él a contraluz y darme a mí la luz de lleno en las mías, lo que me hizo lamentar no estar provisto de un abanico con que defenderlas de su curiosidad.
—Buenas noches —dijo el joven recepcionista mientras tanto—, ¿me permite su invitación?
Hice como que la buscaba en los bolsillos del traje y finalmente exclamé entre joviales (y estúpidas) risotadas:
—¡Vaya contrariedad! He debido de dejarla en alguno de los muchos trajes limpios que poseo.
—Lo siento —dijo—, sin invitación no puedo dejarle pasar. Órdenes estrictas de Reinona.
Al decir esto, como si quisiera mostrar su pesadumbre con un gesto, ladeó la cabeza y pude reconocer en el joven recepcionista al guardia de seguridad que la noche del crimen custodiaba o debía haber custodiado las oficinas de El Caco Español. Esta coincidencia, que a mí no se me antojaba tal, me hizo pensar que la intuición me había conducido a un lugar tan acertado para el logro de nuestros propósitos como peligroso para mi propia piel, por lo que tal vez habría emprendido la retirada con la excusa de la invitación si en aquel momento una voz no hubiera preguntado a espaldas del joven recepcionista qué pasaba.
—Nada —respondió éste—, aquí un espabilado que viene a por las croquetas.
Al decir esto se hizo a un lado el joven recepcionista dejando ver, adentro, un caballero maduro y canoso en quien reconocí, por si una coincidencia fuera poco, al caballero maduro y canoso que había visto la víspera en el vestíbulo de las oficinas de El Caco Español hablando con el entonces aún guardia de seguridad, ahora joven recepcionista, con el que en aquel mismo momento, bien que en otro lugar, también hablaba el caballero maduro y canoso. El cual se me quedó mirando.
Antes de que el caballero maduro y canoso, que me examinaba levantando una ceja y frunciendo la otra en una expresión que unía al desconcierto la sospecha, pudiera llegar a ninguna conclusión desfavorable para mí, volví a lanzar una estentórea risotada, abrí los brazos y exclamé:
—¡Hola, tronco, cuánto me alegro de verte!
El caballero maduro y canoso respondió con frialdad a esta efusión.
—No creo haber tenido el gusto de conocerle a usted —dijo.
—Es posible que sea yo quien sufra una confusión —admití—. A lo largo del año trato a miles de caballeros maduros y canosos. Permita que me presente a mí mismo. Soy el abogado del señor Pardalot, hoy difunto señor Pardalot, con bufete en la Diagonal.
—Qué casualidad —dijo el caballero maduro y canoso—. Yo también soy el abogado de Pardalot y también tengo mi bufete en la Diagonal.
—No quisiera darle un disgusto —repliqué—, pero el señor Pardalot tenía varios abogados, y casi todos con bufete en la Diagonal. Tal vez usted fuera su preferido, pero a mí me encomendaba…, ¿cómo le diría?…, asuntos especiales…
—¿Qué tipo de asuntos?
—Multas de tráfico… y otro tipo de transacciones… en ultramar…, ya nos entendemos. En cuanto a la invitación —agregué sin pausa, para dejar de lado un tema que no parecía llevarme a puerto seguro—, la recibí hace unos días, con una nota adjunta de puño y letra de Reinona encareciéndome la asistencia.
—¿Conoce usted a Reinona? —preguntó el caballero maduro y canoso.
—Uña y carne —dije.
El caballero maduro y canoso reflexionó tan largamente que tuve ocasión de ver cómo maduraba un poco más. Finalmente preguntó:
—¿Ha traído el donativo?
—Sí, por supuesto —dije yo metiéndome la mano en el bolsillo del pantalón—, ¿cuánto se debe?
—Doscientas cincuenta mil por barba.
—Atiza. Y esta bagatela ¿a qué da derecho?
—A una copa de cava de ínfima calidad.
—Me parece justo —dije—. Pero prefiero hacer la postura en presencia del interesado.
—Está bien —dijo el caballero maduro y canoso—. Sígame.
*
Precedido del abogado (seguramente auténtico) de Pardalot y seguido del (seguramente falso) recepcionista, crucé el vestíbulo y entré en un salón suntuoso concurrido por hombres y mujeres de visible prosapia y edades comprendidas entre la madurez y la licuefacción.
—Quédese donde está —dijo el caballero maduro y canoso apenas cruzado el umbral del suntuoso salón señalando con el dedo una baldosa—. Yo iré a buscar a Reinona.
Me dejó en compañía del joven recepcionista y su pelo canoso se confundió en aquel mar de canas, del que de cuando en cuando, entre la bruma azulada de las tagarninas, emergían rutilantes calvorotas insulares. Aprovechando la pausa, busqué con la mirada a Magnolio. Al pronto no lo vi, porque no estaba, pero en seguida entró en el salón por una puerta lateral. Le habían puesto un uniforme de camarero (o frac) que seguramente había pertenecido antes a otro u otros camareros y que, siendo Magnolio como era, le venía muy estrecho y muy corto de mangas, de perneras y de tiro. Con una mano sostenía, cuanto en alto le permitía la sisa, una bandeja de copas de champán. Al verme amagó un gesto amistoso y se le cayeron al suelo dos o tres copas. Yo me hice el longuis para que nadie notara que nos conocíamos; precaución innecesaria, pues la concurrencia estaba enfrascada en tantas conversaciones como personas la integraban. Regresó entonces el caballero maduro, canoso y abogado de Pardalot, despidió con un ademán al joven recepcionista y me rogó con otro que le siguiera. Sorteando la gente y las columnas cruzamos el concurrido y suntuoso salón y llegamos al otro extremo, donde algo retirados del resto de la manada había dos hombres y una mujer. Los dos hombres, también maduros y canosos, estaban enzarzados en una acalorada discusión, a la que pusieron punto final o postergaron para mejor ocasión al advertir nuestra presencia. El abogado de Pardalot me señaló a su atención y dijo:
—Éste es el que dice ser abogado de Pardalot y haber recibido una invitación personal de Reinona.
Pensé que me agredirían, pero no sólo no fue así, sino que uno de los dos hombres me sonrió y me tendió la mano. Animado por esta muestra de cordialidad lo abracé y le propiné violentas palmadas en el dorso mientras gritaba:
—¡Puñeta, Reinona, estás fenomenal!
—Me parece que se confunde usted —respondió el objeto de mi afección desprendiéndose del abrazo—, porque yo no soy Reinona ni creo haberle visto a usted jamás.
—Pues yo en cambio te tengo a ti muy visto, chato —dije yo.
—Es que soy el alcalde de Barcelona —dijo él.
Tal vez no habría salido airoso de la situación si la mujer, que hasta aquel momento se había limitado a contemplar la escena con la altivez con que las personas guapas, ricas y educadas ven al prójimo meter el remo, no hubiera intervenido para decir:
—Yo soy Reinona. Pero no hace falta que me salude con tanta efusividad.
Me fijé entonces en ella con la atención que merecían sus palabras y vi que se trataba de una mujer de gran belleza y distinción. Sin ser madura, como parecía ser obligatorio allí, tampoco se la podía calificar de joven, al menos según mi baremo, algo estricto. En cuanto a las canas, nada concluyente se podía decir, toda vez que llevaba el pelo teñido con un tinte de excelente calidad, muy distinto, ay de mí, al que yo me había aplicado un par de horas antes, y que a aquellas alturas, de resultas del calor, me estaba dejando la cara como la de un
supporter
del Chelsea. Su indumento (vestido largo de raso con tirantes y ribetes de tul) sin duda procedía de las mejores pasarelas de París o Milán, llevaba alrededor del cuello una gargantilla de rubíes y en el dedo un anillo con enormes brillantes que centelleaban al reflejarse en ellos las lámparas del salón. Algo cohibido murmuré:
—Señora…
Atribuyendo a otras razones mi confusión, me atajó y dijo:
—Puede hablar sin reserva delante de estos caballeros. A uno de ellos ya lo conoce, pues él mismo acaba de presentarse y sale a diario en los periódicos. El otro es mi marido, Arderiu. ¿Le importa que le llame Pedro?
—No. Por mí puede usted llamar a su marido como le dé la gana.
—Me refiero a usted. Es mejor mantener el anonimato. Toda esta gente es de confianza, pero puede haber un infiltrado o un delator o un arrepentido. Quizá varios. Quizá todos ellos participen en mayor o menor medida en alguna forma de traición. También puede haber micrófonos escondidos en cualquier parte. Incluso usted mismo podría llevar un micrófono oculto debajo de la ropa. O en el ano. Por lo demás, tampoco hace falta llamarnos por nuestros nombres de pila. Quizá más adelante, si llegamos a intimar, pero no ahora.
Expresé mi aprobación y su marido dijo:
—¿Qué novedades hay?
—Bueno… —dije yo—, según se mire…