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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Humor - Intriga - Policiaco

La aventura del tocador de señoras (27 page)

BOOK: La aventura del tocador de señoras
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—Pero ahora —concluyó diciendo Magnolio—, estoy dispuesto a correr cualquier riesgo para rehabilitarme a los ojos de usted, y a los ojos del señor Mandanga y de su esposa, que han sido como unos padres para mí, y a los ojos de la señorita Ivet, que tantas veces me ha proporcionado trabajo y ha confiado en mí, y sobre todo a los ojos de mis antepasados, porque soy animista, para lo cual, si usted quiere, le llevo en mi coche, sin cobrar, al escondrijo donde tienen encerrado a Agustín Taberner, alias «el Gaucho», pero sólo hasta la puerta. Debo advertirle, sin embargo, que se trata de lugar peligroso al tiempo que siniestro, siendo su nombre o topónimo Castelldefels.

Asumí el riesgo, felicitaron el señor Mandanga y su esposa, la señora Loli, a Magnolio por aquel cambio de actitud recta y loable, y a mí por mi arrojo, y saliendo ambos de la barra nos abrazaron y nos recordaron que la semana siguiente empezaba un ciclo de Truffaut y se negaron a cobrarme los chicharrones y la Pepsi-Cola, diciendo que eran obsequio de la casa.

7

Era pasada la medianoche cuando Magnolio y yo emprendimos viaje y, siendo el tráfico escaso por la Ronda de Dalt (obra magna), hicimos largo trayecto en tiempo breve. No tanto sin embargo que no pudiera Magnolio hacerme recuento de lo sucedido aquella mañana, al despuntar la cual, como ya había empezado a contarnos en el bar, Magnolio había recogido en su coche, en una de las esquinas de la Diagonal con la calle Muntaner, al abogado señor Miscosillas y a otro individuo de corta estatura y gruesa complexión a quien Magnolio dijo haber reconocido al punto, pues llevaba el rostro cubierto por un caperuzón y hablaba, cuando hablaba, con la voz deformada por un artilugio que, al volverla igual a la del Pato Lucas, hacía ganar a su dueño en misterio lo que le hacía perder en dignidad. Por lo demás, los dos secuestradores poco se habían dicho durante el viaje, sin duda para no poner en conocimiento del chófer (Magnolio) lo alevoso de sus intenciones. Y así, con las vicisitudes propias del tráfico a aquella hora, que Magnolio describió de modo prolijo y yo ahora omito, habían llegado los tres ante la cancela de la residencia de Vilassar ya conocida del lector atento. Magnolio habría preferido quedarse en el coche, siguió diciendo Magnolio, y así se lo hizo saber a sus acompañantes, pero el encapuchado le ordenó que les acompañara por si había que cargar algún paquete. Con esta crudeza se expresó, dijo Magnolio. Ya en el interior de la residencia, un marimacho en funciones de enfermera jefa salió a su encuentro. Debía de haber sido avisada con anterioridad y su voluntad comprada, pues dijo que todo estaba listo, tal como habían quedado, se guardó en un bolsillo del uniforme el cheque que le entregaron y condujo a los tres hombres por un pasillo hasta una habitación en cuyo interior dormía un inválido en una silla de ruedas. Junto a la silla de ruedas del inválido había una maleta cerrada que contenía, según dijo la enfermera jefa, la ropa del inválido y otras pertenencias, también del inválido. El inválido, siempre según la enfermera jefa, había sido preparado para el viaje, con lo que había dado a entender, esta vez según Magnolio, que le había sido administrado un específico para dejarlo grogui. Tras este conciliábulo, habían sacado al inválido y su equipaje de la residencia y metido en el coche al inválido y en el maletero la silla de ruedas del inválido y la maleta del inválido y habían partido con el inválido y la impedimenta del inválido. Después de un recorrido, de cuyas incidencias hizo de nuevo Magnolio minuciosa relación, habían llegado a las puertas de un chalet ubicado en una zona residencial de Castelldefels, adonde precisamente llegábamos nosotros a nuestra vez en este punto de la narración.

Dejamos la autovía dicha de Castelldefels a la altura de un
parking-caravaning
, asador, gasolinera y centro de exposición y venta de muebles de jardín llamado El Pirata Bujarrón, contorneamos dos o tres rotondas y después de varios intentos fallidos por orientarse Magnolio, nos encontramos circulando por unas calles flanqueadas de chalets que yo no habría vacilado en calificar de «de ensueño», si bien muchos de ellos estaban siendo derribados por la piqueta del progreso para dejar paso a edificios de apartamentos, más grandes y más en consonancia con el gusto actual por el hacinamiento. Ni ser humano ni máquina se movían en los alrededores y ni tan sólo el murmullo cadencioso de las olas del mar al romper en la arena de la playa cercana o el lejano traqueteo de un tren de mercancías rompían el silencio cuando Magnolio apagó el motor, tras haber detenido el coche en una esquina.

—Es aquél —dijo señalando un chalet de dos plantas, con hechura de triángulo escaleno, paredes blancas, postigos verdes y techo de tejas descoloridas, rodeado por un jardín y éste, a su vez, por una cerca de obra enjalbegada de apenas metro y medio de altura—. Le acompañaría con gusto, pero como ve, no hay donde aparcar.

—No se haga problemas de conciencia, Magnolio —le dije—. Este asunto no le concierne y ha hecho usted lo que habría hecho cualquier hombre de bien en sus mismas circunstancias, por no decir más. En realidad, este asunto sólo concierne a unas cuantas personas con las que ni usted ni yo tenemos nada que ver, nada que rascar. Lo nuestro, amigo Magnolio, es la supervivencia, y nuestra supervivencia no pasa por Castelldefels. Y si se está preguntando por qué pensando así me meto en camisa de once varas, le responderé que no lo sé. Alguna razón o instinto habrá. Supongo que en algo influye la señorita Ivet. Y ahora déjeme que sea yo quien le haga una pregunta capital: ¿hay perro?

—Yo no he olido ninguno esta mañana —respondió Magnolio.

Me apeé sin decir más y Magnolio arrancó y se fue. Cuando el petardeo del coche hubo cesado me acerqué con cautela al chalet. La cancela no era más alta que la cerca y se cerraba con un simple pasador: el chalet había sido construido en una época lejana en la que sólo delinquíamos contra la propiedad unos pocos artesanos. De la cancela a la casa corría un sendero de lascas; el resto del jardín estaba alfombrado de césped y salpimentado de macizos de flores. Un almendro, un limonero y una palmera bigotuda completaban el censo botánico del área. Al costado derecho de la casa, según yo estaba, se intuía el principio o el final de una piscina vacía y cuarteada, largo tiempo en desuso; al opuesto, un garaje. Por la parte de atrás el chalet daba a otro chalet idéntico al descrito en este mismo parágrafo. Este segundo chalet estaba a oscuras; el primero dejaba ver una luz a través de los postigos entreabiertos de una ventana de la planta baja. Por si en aquella ventana había apostado un vigía, preferí entrar por el jardín del otro chalet, suponiéndolo vacío. No lo estaba: apenas rebasada la cerca y avanzados unos metros por el césped a gatas oí un jadeo y vi a un palmo de mis ojos las fauces de un terrible mastín, para cuya descripción me remito a la que de esta raza ofrece el Diccionario de la Real Academia Española: «Perro grande, fornido, de cabeza redonda, orejas pequeñas y caídas, ojos encendidos, boca rasgada, dientes fuertes, cuello corto y grueso, pecho ancho y robusto, manos y pies recios y nervudos, y pelo largo, algo lanoso. Es muy valiente y leal, y el mejor para la guarda de los ganados». La lengua babosa que le colgaba por un lado de la boca y una correa en la que se podía leer su nombre (Churchill) acentuaban lo espantoso de su aspecto. Me di por comido. Sin embargo, al cabo de unos segundos, mientras el cruel depredador se deleitaba alargando mi agonía, recordé que aún llevaba en el bolsillo de la americana el bocata de calamares encebollados que Ivet no se había comido aquel mediodía. Me llevé la mano lentamente al bolsillo, saqué el paquete, le quité el papel de periódico en que venía envuelto el bocata y con gesto templado lo arrojé al interior de la boca de la fiera. La cual cerró la boca, masticó, tragó, fijó en mí una mirada no tanto feroz cuanto taciturna y abrió de nuevo la boca. Cerré los ojos. Cuando los abrí el mastín seguía con la boca abierta. Al cabo de unos segundos emitió un sobrio eructo, cerró la boca, dio media vuelta y se fue.

Después de esta enervante aventura, ya no hubo más hasta que llegué a la puerta trasera del primer chalet, objeto de mi incursión, allí donde presuntamente se encontraba secuestrado Agustín Taberner, alias «el Gaucho», y al que a partir de ahora, a efectos de concisión, llamaré simplemente «el chalet». La puerta trasera (del chalet) era de madera, con un panel de cristal en la mitad superior, mirando a través del cual pude distinguir en penumbra una cocina. La puerta estaba cerrada, pero un niño la habría podido forzar con un chupete. En un santiamén estuve dentro. Una vez allí cerré la puerta, me puse de pie, porque andar a gatas tiene muchos inconvenientes y ninguna ventaja, y reconocí el terreno con sigilo y minuciosidad. En la alacena encontré varias botellas de whisky, ginebra y ron, latas de cacahuetes tostados, un bote de café liofilizado, un paquete de bolsitas de té, sal y azúcar; en la nevera, tónicas, cervezas y zumo de tomate; en el congelador, cubitos de hielo y una botella de vodka cubierta de escarcha. En los armarios había vasos, copas, platos, cucharillas y palillos; sobre una repisa, una palmatoria con una vela mediada, una caja de cerillas y varias cajas de condones. Obviamente no era aquélla una casa de familia. Los fogones de la cocina estaban fríos. Palpando muebles y objetos advertí que en unos y otros se acumulaba una considerable capa de polvo. Me comí un puñado de cacahuetes, cogí una cucharilla y la palmatoria, encendí la vela con una cerilla y salí por otra puerta al resto del interior del chalet.

Allí la oscuridad no era completa porque de la puerta entornada de una habitación salía una tenue luz que alumbraba un espacio amplio y sin muebles. Supuse que tanto la habitación iluminada como la luz eran las mismas que había visto a través de una ventana desde la calle. De aquella habitación, además de la luz ya mencionada, salían los suaves acordes de una partitura clásica que reconocí al punto:
Only you
, uno de los grandes éxitos de los Platters. A mi izquierda había otra puerta. La abrí e introduje por la abertura la cabeza y la palmatoria. Esto me permitió contemplar un cuarto sin ventilación donde se amontonaban objetos destinados antaño al ocio y ahora al olvido: bicicletas, sombrillas, tumbonas, raquetas, una mesa de pimpón. Todo estaba roto y cochambroso y el cuarto olía a moho y a goma podrida. Otra puerta me mostró un lavabo, un espejo y un váter. Al fondo del espacio vacío encontré la puerta principal del chalet. Tenía corrida la falleba; la descorrí para dejar el camino expedito en caso de necesidad.

Hecho esto me asomé a la puerta entreabierta de la habitación iluminada. Sólo atiné a ver un sofá grande, cubierto de una funda blanca y el canto de un mueble igualmente enfundado. Se acabó la última canción y quedó sonando el roce de la aguja de zafiro sobre el surco vacío del disco. A poco chirrió la aguja del
pick-up
al ser levantada sin miramientos y vino a estrellarse y romperse el disco contra la pared, sobre el sofá enfundado. Por lo visto no había sido del gusto del oyente. Para no delatar mi presencia en el silencio que siguió a este quebranto me quedé inmóvil hasta que volvió a chirriar la aguja y se oyó la afinada voz de José Guardiola entonar
El viejo frac
. Aproveché este
hit
para volver a lo mío.

Lo que buscaba, o sea, la escalera al piso superior, estaba al fondo del espacio vacío, a la derecha. Subí de puntillas y desemboqué en un pasillo al que daban varias puertas. Escuché en una y otra hasta percibir un discreto carraspeo. Probé el pomo y no cedió. Deduje que allí tenían encerrado a Agustín Taberner, alias «el Gaucho». Dejé en el suelo la palmatoria, saqué del bolsillo la cucharilla que había cogido de la cocina y abrí. Recuperé la palmatoria, entré y al tiempo que cerraba la puerta a mis espaldas susurré:

—No hable fuerte.

La silueta de un hombre se agitó en su silla de ruedas.

—¿Quién es usted? —preguntó en un susurro.

—El peluquero.

—Ah, ¿y qué hace con una palmatoria en la mano?

—He venido a rescatarle.

—No veo la relación.

—Yo tampoco —admití.

Contra una de las paredes laterales de la habitación había una cama estrecha sin hacer. Por una rasgadura del colchón asomaban trozos de gomaespuma guarros y roídos. Desde el otro lado de la habitación me miraba un papanatas con una palmatoria en la mano: era yo reflejado en la luna de un armario. Por la rendija que dejaban los postigos de un ventanuco entraba una raja de luz proveniente de la calle. En vano traté de abrir los postigos, consolidados por la acción del tiempo. Volví junto al inválido.

—¿Por qué hace esto? —preguntó.

—Por su hija —respondí optando por la versión abreviada de mis motivaciones.

—Eh, no meta a Ivet en este enredo —dijo él.

—Y usted no sea ingenuo: es Ivet la que lo ha enredado a usted, señor Gaucho. ¿Es argentino?

—No. Me llamaban «el Gaucho» porque bailaba el tango mejor que nadie.

—Pues más valdría que hubiera bailado menos y no se hubiera quedado inválido. Ya me dirá cómo salimos de aquí.

—Un respeto. Estoy inválido porque me rompieron las piernas. Aparte de mi enfermedad renal. Estoy desahuciado a largo plazo.

—¿Quién le rompió las piernas? ¿Pardalot?

—Claro.

—¿Tanto les estafó?

—Bastante.

—¿Y Miscosillas?

—No. Ése es un pobre abogado, el hombre de paja del señor alcalde. ¿No sería mejor que habláramos de todo esto en una cervecería?

—Es muy fácil decirlo —repliqué—. Pero si nos ponemos a bajar la escalera con la silla de ruedas se volverá a romper las piernas y además los brazos. Eso sin contar con el alboroto.

—Tiene razón —reconoció—. Lléveme a cuestas. Peso poco y usted parece fuerte.

—Son las hombreras. Y no voy a llevarle a caballito por la autovía de Castelldefels hasta Barcelona.

El inválido meditó unos instantes y luego dijo:

—Ya sé. Bájeme primero a mí y luego baje la silla.

—Vaya, no es mala idea —reconocí.

Abrí la puerta. A nuestros oídos llegaron los acordes de una triste melodía (
Tombe la neige
, u otra de Adamo que siempre confundo con
Tombe la neige
). Dejando la puerta abierta conseguí, con gran esfuerzo y considerable pérdida de tiempo, levantar al inválido de su silla de ruedas y sostenerlo precariamente sobre mi escuchimizada espalda. Él se aferraba con ganas a mi cuello. Para que no me asfixiara y tener yo las manos libres le dije que se hiciera cargo de la palmatoria. Así salimos de la habitación. Anduvimos unos pasos, se me doblaron las rodillas y nos caímos los dos por el suelo. Por fortuna la voz del inspirado
chansonnier
ahogó el ruido de los coscorrones.

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