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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Humor - Intriga - Policiaco

La aventura del tocador de señoras (33 page)

BOOK: La aventura del tocador de señoras
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—Sea como sea —proseguí—, la señorita Ivet Pardalot obtuvo de esta fuente datos frescos y cruciales acerca de Reinona. Tal vez que el infortunio de su padre se debía a la traición de Agustín Taberner, alias «el Gaucho». Tal vez el secreto de la paternidad y la maternidad de Ivet. En resumen, que entre el abogado señor Miscosillas, Arderiu, su padre, de cuya confianza gozaba, y Santi, a quien pagó, sedujo o pagó y sedujo, consiguió hacerse con los hilos necesarios para tejer su inicua trama. Y ahora presten mucha atención porque nos acercamos a la noche del crimen.

Se hizo un silencio expectante y el señor alcalde, percatándose de la trascendencia del momento, se sacó el dedo de la nariz y dijo:

—Espere. Si se propone revelarnos la identidad del asesino, es de justicia que todos estemos en igualdad de condiciones y la ley lo exige. Todos estamos sentados y Arderiu no tiene silla. Horacio, ya sabes lo que te toca.

Todavía bajo los efectos del atentado a su hombría, el abogado señor Miscosillas replicó que a él no le tomaba nadie por el pito del sereno, ni siquiera un alcalde a punto de ganar las elecciones, y añadió que si Arderiu se quería sentar, que se fuera a buscar él mismo una silla o que se sentara en el suelo. Arderiu se excusó diciendo que por no conocer la distribución interior del chalet le era imposible distinguir una silla de otro objeto suntuario y que no se podía sentar en el suelo porque sufría de vértigo. Al final el propio alcalde se levantó del sofá y dijo que ya iría él por la silla, pero recalcó que no iba en su condición de alcalde, sino como un ciudadano más, toda vez, dijo, que los alcaldes tienen, en virtud de su cargo, una doble personalidad, como Clark Kent. Cuando hubo regresado, reanudé el relato de los hechos diciendo:

—Conocedora de la existencia de documentos funestos para la brillante carrera política del señor alcalde, de dónde los guardaba su padre y de la forma de hacerse con ellos, Ivet Pardalot se puso en contacto con la otra Ivet simulando, merced a los artilugios que ahora están ahí tirados de cualquier manera, ser un hombre gordo y con problemas fonéticos y le propuso instrumentar un robo en las oficinas de El Caco Español. La señorita Ivet Pardalot había sabido de mi existencia por medio de sus agentes y consideraba que mi probidad e impericia me hacían idóneo para llevar a cabo su plan, pero necesitaba a Ivet para inducirme a cometer un delito y, por añadidura, para implicarla a ella en él. Ivet necesitaba dinero para sus cosas y se avino a cooperar. El plan de Ivet Pardalot, por si no lo han entendido aún, era sencillo: yo robaba los documentos concernientes al señor alcalde de las oficinas de El Caco Español y se los daba a Ivet; luego Ivet se los daba a ella, y por último la policía nos trincaba a Ivet y a mí. La noche del crimen alguien (la propia Ivet Pardalot, el abogado señor Miscosillas o Santi, lo mismo da) desconectó la alarma y dejó abiertas las puertas, incluida la puerta automática del garaje. Pero dejó en marcha el circuito cerrado de televisión, donde mi hazaña, sin yo saberlo, quedó grabada paso a paso. De este modo Ivet, o el propio Pardalot, podían demostrar mi culpabilidad. Y una vez en manos de la justicia, a mí no me habría quedado otra salida que delatar a Ivet, e Ivet sólo habría podido decir a la policía que había obrado por cuenta de un señor gordo y acaponado. Sin ser nada del otro mundo, el plan no estaba mal sobre el papel, pero, como ocurre siempre, el azar introdujo un elemento con el que nadie había contado. Porque aquella misma noche Pardalot acudió a las oficinas de El Caco Español. No era inusual que tal cosa hiciera: en su vida descorazonada no encontraba consuelo sino en el trabajo. Pasada la medianoche entró en su despacho y de inmediato se dio cuenta de que alguien había estado allí. Verificó la desaparición de los documentos y, sin imaginar que el robo lo había cometido su propia hija, avisó de lo ocurrido al señor alcalde, el cual se encontraba aún en su propio despacho del Ayuntamiento. El señor alcalde acudió a las oficinas de El Caco Español, tal y como, según su versión, Pardalot le dijo que hiciera. Siguió, siempre según él, el mismo camino que yo había seguido hasta llegar al despacho de Pardalot. Pero cuando llegó allí, de acuerdo, insisto, con sus propias palabras, Pardalot ya estaba muerto. Ahora bien, ¿existió realmente esa llamada telefónica?

*

Acostumbrado a oír más duras acusaciones en el consistorio, el señor alcalde no perdió la calma ni la compostura.

—La llamada debe de estar anotada en el registro de llamadas del Ayuntamiento —dijo—. Cualquier ciudadano lo puede consultar. Es un servicio gratuito.

—No hace falta consultar ningún registro —repliqué—. Sin duda hubo una llamada, pero no fue Pardalot quien la hizo, sino Santi. Santi trabaja para usted, además de trabajar para todos los demás. Usted no podía permitir que Pardalot dispusiera libremente de unos documentos que podían arruinar su carrera. Por eso colocó a Santi en las oficinas de El Caco Español. De esta forma tenía vigilado a Pardalot y, de paso, a los restantes personajes de este drama. Cuando Pardalot descubrió la sustracción de los documentos, lo primero que hizo fue llamar a Santi, sobre quien recaía aquella noche la responsabilidad de vigilar el edificio. Y a Santi le faltó tiempo para avisarle a usted. Entonces usted dio orden a Santi de matar a Pardalot.

—Esto es absurdo —dijo el señor alcalde—, ¿qué interés podía haber tenido yo en matar a Pardalot precisamente cuando los documentos ya no estaban en su poder? Y si realmente hubiera ordenado a Santi matar a Pardalot, ¿por qué habría corrido el riesgo innecesario de acudir en persona a las oficinas de El Caco Español la noche misma del crimen? Es probable que las cosas sucedieran como usted dice, pero de otra manera. A saber: Pardalot descubrió la sustracción de los documentos, me llamó y me pidió que fuera a verle. Luego llamó a Santi para echarle una bronca, y Santi, ante la perspectiva de quedarse sin empleo, lo mató. No parece muy lógico, pero los asesinos actúan como Dios les da a entender. Tal vez discutieron. Al fin y al cabo, de todos los posibles asesinos, Santi es el único que disponía de un arma.

—Oiga, señor alcalde —dijo Santi—, con el debido respeto, a mí no me cargue el mochuelo. Ciertamente tenía el arma y la ocasión, pero ¿dónde está el móvil? Y aun cuando tuviera alguna razón para liquidar a Pardalot, ¿por qué había de elegir para hacerlo una noche tan concurrida? No olvide que con posterioridad al suceso alguien me disparó estando yo en casa de este caballero, sin duda con la intención de silenciarme. ¿No es eso incompatible con la autoría del crimen? No, excelentísimo señor alcalde, señoras y señores: yo no fui. En cambio, si me permiten una sugerencia, ¿no les parecería lógico que la propia Ivet, que se había quedado con la carpeta azul para sacarle un dinero extra al encapuchado, viendo que contenía documentos comprometedores para Agustín Taberner, alias «el Gaucho», su propio padre, soliviantada y cocida como cada noche, regresara a las oficinas de El Caco Español, entrara por el camino ya sabido y disparara contra Pardalot?

Iba a protestar Ivet de esta insinuación, pero Reinona se lo impidió poniéndose en pie y pidiendo la palabra con gesto tan decidido cuanto atribulado. Le prestamos la atención que reclamaba y ella se disponía a tomar la palabra, cuando Arderiu se le adelantó y, subiéndose a la silla que el señor alcalde acababa de suministrarle, dijo:

—No hace falta seguir acusando a todo el mundo por riguroso turno. Ahora que estamos todos reunidos, quiero hacer una confesión. Por este motivo me he subido a la silla, desafiando el vértigo y la ley de la gravedad al mismo tiempo. Bien, voy a hacer, como digo, una confesión, y la haré sin rodeos. Yo maté a Pardalot. ¿Cómo, cuándo y por qué? Ahora mismo se lo explicaré sin rodeos. Aquella noche yo había salido a dar una vuelta en mi coche. Tengo un Porsche Carrera de 3600 centímetros cúbicos. En plena Vía Augusta me quedé sin gasolina. Y también sin batería y sin líquido de frenos. Estas cosas pasan. Por suerte estaba cerca de las oficinas de El Caco Español. Vi luz en la ventana del despacho de Pardalot. No recuerdo por dónde entré, pero entré, fui al despacho de Pardalot y le pedí que me dejara llamar por teléfono al taller. No quiso y lo maté. Bien, podemos dar el caso por resuelto.

Bajó de la silla y, asumiendo dignamente su condición de inculpado, se quitó la corbata, el cinturón y los cordones de los zapatos. Luego, como no sabía donde dejar estos adminículos, se los metió en el bolsillo de la americana. Reinona, que seguía en pie, se llegó hasta él, le puso la mano en el hombro, sonrió enternecida y dijo:

—Cariño, súbete los pantalones y vuélvete a poner el cinturón. Lo que has hecho es de una gran nobleza. No merezco tanta generosidad. Yo maté a Pardalot.

Hizo Arderiu lo que su mujer le decía sin dejar de refunfuñar y de asegurarnos que en su casa mandaba él y que a él no le decía nadie lo que tenía que hacer. En resumen, que si él decía que era un asesino es que era un asesino y punto. En aquella ocasión, sin embargo, cedía a los ruegos de su mujer por no contrariarla, pues la veía muy afectada por la tesitura, acabó diciendo. Al final, como nadie le hacía caso, se sentó y cedió a Reinona el uso de la palabra.

—Aquella noche —empezó diciendo Reinona— Ivet me llamó por teléfono y me contó lo del robo de los documentos. Los había hojeado y estaba muy alterada al ver lo que su padre había hecho. También se había chutado. Le dije que se tranquilizara, que yo me ocuparía del asunto y lo arreglaría todo. Llamé a Pardalot. No estaba en casa. Supuse que estaría en su despacho de El Caco Español, donde solía aliviar la soledad de sus noches, unas veces incomunicado, jugando con el ordenador, otras conmigo. Fui. Santi me abrió la puerta, como ya había hecho anteriormente en repetidas ocasiones. Yo mantenía un estrecho ligamen con Pardalot. Él todavía estaba enamorado de mí y yo me dejaba querer para tenerlo controlado. De este modo, pensaba yo, protegía a Agustín Taberner, alias «el Gaucho», de cualquier posible represalia por parte de Pardalot o de sus socios. En realidad, todo en esta vida lo he hecho por Agustín Taberner, alias «el Gaucho». Una es así. Pero no hablemos de mí. Estarán ustedes ansiosos por saber cómo lo hice. Ahora mismo se lo contaré.

Tras este preámbulo hizo una pausa, que aprovechó Ivet Pardalot para intervenir diciendo:

—Señora, su marido es tonto, pero usted es tonta y además cursi. Ahora pretende incriminarse a sí misma para proteger a Ivet, como si alguien, salvo usted misma, pudiera tomarse en serio la culpabilidad del paradigma de la ñoñez que es su hija. ¿De veras cree que Ivet habría sido capaz de entrar en las oficinas de El Caco Español, encontrar el despacho de mi padre, dispararle siete tiros y acertar al menos uno, si ni siquiera sabe hacer funcionar el mando a distancia del televisor? Ivet se pasa la vida en órbita, a ver si se entera de una vez. En cuanto a usted, querida Reinona, princesa de las joyas falsas y los sentimientos falsos, no crea que ha hecho una proeza tratando de encubrir a su hija. Su confesión no tiene ninguna credibilidad. ¿Por qué habría de tenerla? Hace años estuvo usted a punto de confesarle a mi padre su traición, pero no se la confesó; se fue a Londres a abortar, pero no abortó; quiso suicidarse, pero no se suicidó. ¿Y ahora pretende hacernos creer que ha matado a alguien? Nada, nada, usted, como todas las mujeres de su generación, siempre está a punto de hacer algo decisivo, pero al final se queda cruzada de brazos y espera a que aparezca un lila y pague los platos rotos. Y a esto le llama dejarse llevar por los sentimientos. Pues no, señora, esto es vivir del cuento. Y déjeme decirle una cosa más: habría sido más honrado por su parte dejar que el pobre Arderiu cargara con el asesinato. Si él le ha consentido a usted tantos años sus caprichos, déjele que ahora vaya también a la cárcel por usted. Asuma su papel, señora, y no lo quiera arreglar todo con una hombrada de última hora. Quizá conmueva a los carcamales de su generación, pero para la gente de hoy, para la gente normal, usted es un espantajo, una broma. No hablo por hablar: su marido me ha contado muchas cosas de usted. Las personas siempre cuentan muchas cosas cuando creen que alguien las escucha. Yo escucho. Dejé hablar a Arderiu y acabó cantando el
Parsifal
. Por él supe la vieja historia de Reinona y Agustín Taberner, alias «el Gaucho». Supe que él seguía aquí, que estaba inválido. Pero Arderiu no supo decirme dónde se había metido. Entonces decidí encontrarlo y acabar con los dos, con el inválido y con Reinona. Ellos habían destruido la vida de mi padre e indirectamente también la mía. Yo destruiría la suya. Pero para eso tenía que hacerle salir de su escondrijo. Me lié con Miscosillas. Con él fue más fácil aun que con Arderiu. Ni siquiera hacía falta escucharle. En su infinita petulancia creía que yo lo amaba y lo admiraba y no paraba de hablar. ¡Infeliz! ¿Qué sentimientos puede inspirar un badulaque achacoso, que viste ropa de Armani, lleva un Rolex y es tan retrógrado que aún le hace gracia Mafalda?

»Se preguntarán ustedes cómo he podido tener tanto éxito con los hombres sin valer gran cosa. No tiene mérito. Los hombres son muy exigentes a la hora de emitir juicios estéticos sobre las mujeres, pero a la de la verdad, se conforman con cualquier cosa. Cuando descubrí esto, mi vida se volvió mucho más interesante. No me importa admitir que he utilizado a los hombres. Forma parte de mi profesión. Un empresario lo utiliza todo: hombres, mujeres, minerales, créditos bancarios, todo lo transforma, todo lo aprovecha, a todo le saca un rendimiento. Menos a una empresa como la de mi padre. En cuanto vi los libros me di cuenta de que aquello no podía seguir así. Había que disolver la sociedad antes de que se fuera definitivamente al garete. Pero para eso había que retirar a los pitecántropos que aún pretendían vivir del privilegio y la fachenda. Me refiero a mi padre, al alcalde, a Miscosillas y compañía. No era mi intención hacerles daño. Ni siquiera sus intereses económicos habrían salido perjudicados si me hubiera dejado las manos libres. Habrían percibido sabrosos estipendios y habrían asistido una vez al trimestre a un consejo de administración, para hablar de gastronomía y contar chistes verdes. Y mientras tanto yo habría llevado el timón. Le insinué a mi padre el proyecto y no lo entendió. Desde joven había vivido al amparo de un sistema artificial y no quería darse cuenta de que los tiempos habían cambiado. Mi padre se creía un empresario. Un empresario catalán. Intenté explicarle que esto era un oxímoron, pero tampoco sabía lo que era un oxímoron. Comprendí que era inútil seguir razonando y decidí forzar la situación. Miscosillas me había hablado de los documentos concernientes al señor alcalde. Eran una minucia. ¿A quién le puede importar el pasado fraudulento de un político cuando con el presente basta y sobra? De todos modos decidí valerme de ellos para provocar una crisis. El resto ya lo saben. El plan salió bien, pero la cosa acabó mal. Quise engañar y fui la primera engañada. No me volverá a suceder.

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