Read La aventura del tocador de señoras Online

Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Humor - Intriga - Policiaco

La aventura del tocador de señoras (36 page)

BOOK: La aventura del tocador de señoras
4.86Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Por lo visto, dijo el vendedor, los antepasados del comprador, allá en el África ecuatorial, además de valerosos guerreros, habían sido todos peluqueros, por lo que al conocerme a mí había sentido en lo más hondo de su ser la llamada ancestral de aquel noble oficio. Y era precisamente para ser aceptado como socio en la empresa, había seguido explicando el comprador al vendedor, por lo que estaba adquiriendo aquel secador, que se proponía aportar al capital fijo de la misma. Esta aportación, había dicho a renglón seguido el comprador, no habría podido hacerla si la casualidad no hubiese permitido al comprador obtener una crecida suma de una sola tacada, si bien para ello había tenido que participar en el secuestro de un inválido de una residencia de Vilassar.

Después de darme estas explicaciones y hacerme firmar el albarán correspondiente, se fue el individuo, dejando en la peluquería el secador instalado y a mí confuso y maravillado.

Al día siguiente, a media mañana, se detuvo ante la peluquería un coche oficial y de él descendió el señor alcalde, el cual me saludó con su habitual cordialidad.

—He aprovechado el día libre —dijo— para hacerle una visita de cortesía. Lo habría hecho ayer mismo, pero hube de intervenir en el mitin de clausura de la campaña. Estuve colosal, amigo mío, realmente colosal. Fue una pena que no viniera usted a oírme. Fue una pena que no viniera nadie a oírme. En fin, no importa. Mañana son las elecciones; y hoy, la jornada de reflexión. Como yo no reflexiono nunca, para mí es día de asueto. Esta tarde me llevan al circo. Pero antes he querido venir a visitarle. Usted se preguntará por qué. Ahora se lo diré. No sé si recuerda que anteanoche, en un chalet de Castelldefels, se produjo un ligero altercado. Nada inusual: un tiroteo es un cambio de impresiones por otros medios, como dijo Platón. El caso es que, por un malentendido, yo también estaba presente. No en los diálogos de Platón, sino en el chalet de Castelldefels. Pero ya he olvidado lo sucedido. ¿Y usted?

—Yo también, señor alcalde —respondí sin demora.

—Por favor, no me llame así. Todo depende de los resultados de mañana. El pueblo tiene la palabra. Hasta entonces, sólo soy un humilde candidato, un simple, modesto, ridículo y abyecto ciudadano como los demás. En cuanto a usted, si la memoria no me falla, yo no le había visto nunca antes de ahora. Ni usted a mí. Tiene una peluquería muy bonita. Muy bonita
indeed
. Claro que todo es susceptible de mejora. Tal vez un secador eléctrico no le vendría mal. Este de aquí parece muy antiguo.

—Es nuevo de trinca, señor alcalde. Y no necesito nada más.

—Bien, bien —exclamó el señor alcalde—, así me gusta. Los catalanes de las piedras sacan panes duros como piedras, ¿eh? Bueno, bueno. Le supongo al día en materia de tasas y contribuciones. Pero si vienen a molestarle por algún devengo, ya sabe, deme un telefonazo. El Ayuntamiento está en la Plaza Sant Jaume las veinticuatro horas del día.

*

Por la noche me esperaba una pareja conocida en el portal de mi casa. Los invité a subir a mi apartamento y me dijeron que no tenían orden judicial para proceder al allanamiento de morada, pero que si yo, ejerciendo mis derechos constitucionales, decidía incriminarme como un imbécil, allá yo. Una vez en mi apartamento, uno de ellos me dijo que el motivo de su presencia era interrogarme.

—Joé, Baldiri, no me seas sieso —rectificó el otro—, que sólo haimo venío a tené un ten con ten con el amigo.

—Valen —admitió Baldiri—, pero si el txoriso se incrimina, lo trinquem.

Aceptadas estas condiciones por mí, me mostraron una fotografía de Ivet en bragas y sostén. En realidad se trataba de una página de publicidad arrancada de una revista femenina. Como el texto que acompañaba a la foto estaba en inglés, deduje que correspondía a la época en que Ivet había trabajado de modelo en Nueva York. Me preguntaron si conocía a la chica de la foto y respondí que sí. Me preguntaron si conocía su paradero actual. Les pregunté a mi vez para qué querían saber el paradero de Ivet y me contaron que la noche anterior, aprovechando la ausencia de los señores Arderiu, que se encontraban realizando un largo viaje, alguien había entrado en la mansión de dichos señores (señor Arderiu y señora de Arderiu) y se había llevado las joyas de la señora de Arderiu, muy conocida en los círculos sociales con el sobrenombre de Reinona.

—No acierto a comprender —dije yo— qué relación puede haber entre el robo que acaban ustedes de contarme y la chica de la foto.

—Esto lo decidirá el señor jutge cuando li entreguemos la chica —repuso Baldiri.

—Esposá, maniatá y pasá por las armas —agregó su compañero.

—Me temo, señores, que tal cosa no tendrá lugar —dije yo—. Sus sospechas yerran de plano. La señorita en cuestión pereció hace dos noches en un incendio ocurrido en Castelldefels. Yo mismo fui testigo presencial del hecho y no sólo estoy dispuesto a ratificarme delante del señor juez, sino a pedir la comparecencia del señor alcalde, que la noche de autos también se encontraba…

Los dos agentes me dijeron al unísono que mi colaboración les había resultado muy útil, que daban crédito a mis palabras y que no querían causarme ninguna incomodidad adicional. Además, añadieron, tenían mucha prisa. Les pedí la foto, me la dieron alegando tener copias y se largaron sin más.

*

Después de este encuentro pasaron varios días sin incidentes que alteraran la dinámica monotonía de mi descansado oficio. Luego, un jueves por la tarde, cuando me hallaba enfrascado en el estudio del manual de instrucciones del secador eléctrico, entró en la peluquería una muchacha de quien la escasa luz sólo me permitió entrever la bonita figura. Cerré el manual de instrucciones, lo guardé en un cajón y empecé a quitar la funda de plástico con que protegía el secador del polvo, de la humedad, de los ácaros y de cualquier otro elemento que pudiera dañarlo antes del estreno, pero ella me atajó diciendo:

—Sólo he venido a platicar con usted. Soy Raimundita, ¿se acuerda usted de mí?

—Oh, Raimundita, perdona —dije yo—, al pronto no te había reconocido. ¿Qué te trae por aquí?

La pregunta era innecesaria, porque de sobra sabía lo que me venía a preguntar. De todos modos le dejé que la formulara y luego respondí que yo tampoco había visto a Magnolio recientemente ni esperaba verlo, porque unos amigos comunes me habían informado de que se había vuelto a su país con el dinero que le había sacado al abogado señor Miscosillas. Con aquel dinero, me habían dicho, tenía pensado establecerse en su poblado y casarse con su novia de infancia. Al oír esto, una súbita agitación nubló el agraciado rostro de Raimundita y sus ojos se empañaron. Previendo una escena, me apresuré a añadir:

—No te sorprenderá que se haya ido, como se suele decir,
à la françoise
. Estos tipos, ya se sabe, son así. Vienen a ganar dinero y a pasarlo bien, pero ni se integran, ni se adaptan, ni leen a Josep Pla, ni nada de nada. Ingratitud, incultura y, luego, si te he visto no me acuerdo.

Raimundita se restañó los ojos con el dorso de la mano, se encogió de hombros y dijo que en el fondo se alegraba de que se hubiera acabado así un asunto engorroso que ella había empezado sin el menor interés, sólo para pasar el rato y en realidad para darle celos al mayordomo, que era el que verdaderamente le gustaba y con quien acabaría casándose a la corta o a la larga. La felicité por su decisión y nos despedimos con gran algazara, no sin antes prometer que nos llamaríamos para salir a tomar unas copichuelas y reírnos de los peces de colores.

Por supuesto, no volví a ver a Raimundita ni a ninguna otra persona relacionada con este interesante y raro caso, a cuyo desenlace hemos llegado. Sólo en una ocasión, a mediados de diciembre, al regresar una tarde a mi apartamento, al cierre de la peluquería, encontré un sobre enganchado a la puerta sabe Dios con qué. Era una carta dirigida a mí, que el cartero no se había atrevido a tirar a la basura, como suele hacer con toda mi correspondencia (con arbitraria malicia), sin duda por la proximidad de las fiestas navideñas y la expectativa (ilusoria) de un aguinaldo. Entré en mi apartamento, encendí la luz y examiné sello y sobre. No traía remitente, pero el matasellos indicaba haber sido enviada desde Nueva York, también llamada la ciudad de los rascacielos por la altura de sus edificios. Abrí el sobre con dedos temblorosos y leí lo que sigue:

Hace un montón de tiempo que debería haberte escrito para darte las gracias por tu amabilidad y especialmente por haber dicho a la policía que me morí aquella noche en el chalet de Castelldefels cuando sabías que no era verdad porque me viste salir a gatas del salón en cuanto empezó el tiroteo. Espero que esto no te haya causado problemas ni con la policía ni con nadie.

Pero no te escribo sólo para darte las gracias. También quería decirte otra cosa. Aquella noche, en el chalet, hice ver que aceptaba las acusaciones que mi antigua condiscípula Ivet Pardalot tuvo la frescura de verter o «vertir» sobre mi persona, mi conducta y mi pasado. Si no le respondí como se merecía fue en parte porque así, de repente, una nunca está segura de no haber incurrido en todos los males que se le achacan, y en parte porque no era cuestión de llevarle la contraria a semejante alimaña cuando la vida de mi padre, de mi madre, la mía propia y la de otra gente estaban en juego. Pero quiero que sepas que lo que dijo de mí no era verdad. O que no era del todo verdad, salvo que sólo nos atengamos a los hechos. En Nueva York las cosas no me fueron mal. Tampoco bien. Como modelo de ropa interior pude sobrevivir, con algunos altibajos, pero no tan mal que de cuando en cuando no me sobraran unos dólares para darme algún capricho, como ropa cara, un viaje al Caribe o estupefacientes. Nunca ejercí la prostitución, en el sentido de que nunca he cobrado por dispensar mis favores a ninguna persona física o jurídica, aunque siempre he procurado que no le saliera gratis su disfrute. En cuanto a si estuve o estoy colgada, eso es asunto mío, de mis allegados y, como máximo, de la sociedad en general, pero en nada concierne a una alimaña como Ivet Pardalot, que nada sabe de mí y que sólo pretendía justificar su estúpida existencia de alimaña pintando la mía a su gusto y conveniencia. Lo siento, guapa: quizá yo no he triunfado como otras, pero no soy una metáfora de nada, y allá cada cual con sus problemas. Te digo todo esto porque no quiero que te formes de mí una idea equivocada, ni para bien ni para mal. Por supuesto, eres muy libre de formarte la idea que te dé la gana. Pero para mí era importante explicarte lo que te acabo de explicar. Sé que siempre has desconfiado de mí, y no te faltan motivos. Es cierto que te metí en el lío del robo a conciencia y por dinero. Pero luego cambié de actitud. Tú no supiste verlo. La noche que fui a tu apartamento con la excusa de que un hombre me seguía, te mentí: no me había seguido nadie. En realidad fui a pasar la noche contigo. Quizá ahí habría podido empezar algo entre nosotros, si tú no te hubieras empeñado en resolver el caso. Seguramente hiciste bien. Tú tienes tu vida organizada y yo soy un trasto.

Como ves he vuelto a Nueva York, de donde nunca tendría que haberme ido, y donde esta vez espero conseguir un trabajo estable en breve, o al menos antes de que se me acaben las joyas de mi difunta madre, gracias a las cuales he podido vivir hasta ahora sin apuros. Llevo una vida ordenada y tranquila. Si entonces me metí en lo de la droga fue porque estaba muy sola. Ahora sigo igual pero no es lo mismo. Quedarme huérfana de padre y madre en una sola noche me ha supuesto un gran alivio. Por primera vez soy dueña de mis actos y no sólo responsable de sus consecuencias. Espero que tú también hayas sacado provecho de las experiencias que vivimos juntos y que te vaya muy bien en la peluquería. Nueva York está mejor que nunca, sobre todo en estas fechas. Te encantarían los escaparates de Saks.

Cordialmente, Ivet.

Oí un ruido a mis espaldas y casi se me para el corazón. No sé quién pensé que podía ser. En realidad era mi vecina Purines. En mi precipitación por leer la carta había dejado la puerta del apartamento abierta de par en par y Purines me había sorprendido enfrascado en la lectura al volver del supermercado vestida de Santa Claus. La Navidad estaba al caer y sus clientes no podían escapar al influjo de estas fechas señaladas. Ella, personalmente, habría preferido vestirse de pastorcito o de oveja y escenificar la «anunciata» o cualquier otro episodio de nuestro tradicional pesebre, pero el que pagaba, mandaba, aquí, en Belén y en todas partes, y si lo que les apetecía a sus clientes era vestirse de reno y tirar de un trineo cargado de juguetes, allá ellos con sus lomos, afirmó. Luego dejó en el suelo del rellano las bolsas, se quitó el gorro y dijo:

—Al salir vi el sobre en tu puerta. Carta de USA. ¿Buenas noticias?

—Oh, sí, muy buenas —respondí doblando la carta y metiéndomela en el bolsillo.

Purines se me quedó mirando, levantó del suelo las bolsas de plástico y dijo:

—Oye, estas fiestas son un palo: la clientela no está por la labor y las calles están imposibles. Así que he pensado irme a pasar unos días a un hotelito que me han recomendado, limpio, barato y tal. Y digo yo que, si te animas, nos podríamos ir juntos. Si no conoces Benidorm, te gustará. Un cambio de aires te sentará de miedo… y yo soy muy callada y de buen conformar.

Sin darme tiempo a encontrar una respuesta aceptable a su proposición, agregó:

—Ella no volverá. Y si volviera, no te avisaría.

—Ya lo sé, Purines —dije yo—, pero aun así…

—Entonces —suspiró Purines—, no seas tonto y ve a buscarla.

—¿A Nueva York? No digas disparates. No sé ni dónde cae. Y aunque fuera, ¿qué haría allí?

—Trabajar. Una amiga que estuvo una semana entera todo pagado me contó que en América se aprecia y se recompensa la iniciativa privada, al revés que aquí. Créeme, si no lo haces, te volverás idiota. Y si aceptas mi propuesta y te vienes conmigo, idiota y gordo.

Purines tenía razón: a pesar de que la peluquería iba mejor (en términos comparativos) gracias al nuevo secador eléctrico y que las fiestas hacían prever un fuerte o al menos un débil incremento (estacional) del trabajo, el entusiasmo de antaño parecía haberme abandonado. Me propuse darme un tiempo para reflexionar y no tomar ninguna decisión hasta fin de año.

*

Una tarde, poco después de la escena descrita en los párrafos anteriores, entró en la peluquería un extraño individuo. Su enmarañada melena y su espesa barba habrían hecho de él un magnífico cliente si el andar cubierto de harapos y descalzo y el ir por las calles pidiendo limosna no hubieran sido índice de escaso poder adquisitivo por su parte. Era el día de los inocentes y arrastraba una estela de
llufas
. Le dije que no podía darle nada y que si hubiera podido darle algo tampoco se lo habría dado para no fomentar la mendicidad, y respondió él muy dignamente:

BOOK: La aventura del tocador de señoras
4.86Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Pull Of Freedom by Barrett, Brenda
Lavondyss (Mythago Cycle) by Robert Holdstock
The Town by Bentley Little
Dark Salvation by Salidas, Katie
Impossible Things by McBrayer, Alexandra
Succubus in the City by Nina Harper
After Dakota by Kevin Sharp