Más tarde, en la villa del robot, cuando los diferentes experimentos ya estaban preparados, Gilbertus siguió a Erasmo al invernadero tratando de controlar su angustia.
Para aquella ocasión, el robot autónomo se había puesto su túnica más voluminosa, decorada con piel de armiño de imitación a la manera de los reyes de la Antigüedad. La tela era de un intenso púrpura y, bajo la intensa luz del gigante rojo, parecía sangre seca.
Con su cuerpo musculoso cubierto por ropas de color pardo, Gilbertus se detuvo junto al robot. Había leído antiguos relatos sobre héroes ejecutados injustamente.
—Estoy preparado, padre. Haré como me diga.
El robot formó una sonrisa paternal en su rostro.
—No podemos llevarle la contraria a Omnius, Gilbertus. Debemos obedecer. Solo espero que no decida eliminarte a ti también, porque eres mi experimento más logrado, gratificante y exquisito.
—Incluso si Omnius decidiera eliminarme o mandarme de vuelta a las cuadras de los esclavos, estoy satisfecho con la vida que me ha dado. —Las lágrimas brillaban en sus ojos.
El robot parecía irradiar emociones.
—Como último servicio, quiero que entregues mi memoria personalmente en la ciudadela central. Que la lleves con tus propias manos. No confío en la destreza de algunos de los robots de Omnius.
—No le decepcionaré, padre.
Gilbertus, el único humano presente en la principal ciudad robótica, fue hasta la abertura de la estilizada torre de metal líquido.
—Lord Omnius, he traído la memoria de Erasmo, como ordenasteis. —Y sostuvo en alto la pequeña bola para que los ojos espía pudieran verla.
El metal cambiante se onduló bajo la luz sanguinolenta del día. La pared de mercurio líquido se arrugó y se abrió para formar una puerta ante Gilbertus, como una boca.
—Entra.
Gilbertus entró a una amplia cámara. Los detalles eran distintos a los que había visto el día antes. Extraños diseños adornaban las paredes, como circuitos secretos o jeroglíficos… ¿decoración? Los paneles seguían agitándose, como ojos lechosos medio ciegos.
Guardando un silencio respetuoso, Gilbertus se detuvo en medio de la sala con el valioso módulo en alto.
—Esto es lo que pedisteis, lord Omnius. Creo… creo que enseguida veréis las ventajas de conservar los pensamientos de Erasmo en vuestro interior. Podéis aprender muchas cosas.
—¿Cómo se atreve un humano a decirme lo que puedo aprender? —preguntó la supermente con voz atronadora.
Gilbertus hizo una reverencia.
—No pretendía ser irrespetuoso.
Un fornido robot centinela entró en la sala y extendió sus gruesas manos de metal para coger la esfera. En un gesto protector, Gilbertus acercó la preciosa bola a su cuerpo.
—Erasmo me dio instrucciones para que insertara la memoria con mis propias manos, para asegurarme de que no hubiera errores.
—Los humanos cometen errores. Las máquinas no. —Y a pesar de ello, Omnius abrió un puerto en una pared.
Gilbertus miró por última vez la pequeña esfera que contenía los pensamientos y recuerdos de Erasmo, su mentor, su… su padre. Antes de que Omnius pudiera recriminarle la tardanza, Gilbertus se acercó al puerto e insertó la esfera, y luego esperó pacientemente mientras la supermente absorbía los recuerdos y la información, almacenándolos en una zona discreta de su mente inmensa y organizada.
El amenazador robot centinela lo apartó de un empujón de la pared cuando la pequeña esfera volvió a salir con un clic.
La supermente habló con voz contemplativa.
—Interesante. Estos datos son… perturbadores. No responden a patrones racionales. He hecho bien en mantenerlo separado del resto de mi programación.
El robot centinela levantó la esfera de la memoria. Gilbertus miraba horrorizado, consciente de lo que iba a pasar. Su maestro le había preparado para aquello.
—Ahora que Erasmo está almacenado en mi interior —anunció Omnius—, es ineficaz conservar un duplicado. Puedes irte, Gilbertus Albans, tu trabajo con Erasmo ha terminado.
Con sus poderosas manos metálicas, el robot centinela estrujó la esfera, reduciéndola a un montón de fragmentos que cayeron al suelo en la ciudadela central.
Las máquinas pensantes nunca duermen.
Dicho de la Yihad
Mientras numerosas naves de refugiados seguían convergiendo en el territorio espacial abarrotado de Salusa Secundus con representantes de las diferentes líneas genéticas de la humanidad, la capital de la Liga acabó ganándose el nombre de «planeta salvavidas». Sin embargo, no se permitía que ninguna nave aterrizara hasta haber pasado una cuarentena en la órbita del planeta. La acumulación de naves hizo que las líneas espaciales quedaran totalmente colapsadas, con miles, decenas de miles de naves de todas las formas y tamaños posibles que llegaban procedentes de más de cien mundos.
La plaga ya había acabado con veintiocho mundos de la Liga, y los muertos se contaban por billones.
Tras regresar de la dura prueba de Ix, consciente de que muchas de las personas que habían dejado atrás ya habrían muerto, Abulurd esperó con su cargamento hasta que pasó el período de incubación. Cada una de las personas que habían rescatado en Ix había permanecido aislada, se le habían hecho pruebas, se había verificado que no tenía el virus; y, a pesar de la agitación de todos, las medidas habían funcionado: ninguno de los refugiados ni ningún miembro de la tripulación había enfermado durante el largo trayecto a Salusa.
Durante el trayecto, fiel a su temeraria decisión, Abulurd había anunciado a sus sorprendidos tripulantes su decisión de adoptar de nuevo el apellido Harkonnen. Les explicó su versión de los hechos que convirtieron a Xavier en un personaje tan odiado, pero aquello era historia para todos, y muchos dudaban de su versión. Evidentemente, no entendían por qué el cuarto quería remover el pasado después de tanto tiempo.
Dado que él era su superior, nadie cuestionó su decisión, pero la expresión de sus caras lo decía todo. En cambio, Ticia Cenva no estaba obligada por aquellos formalismos y le dijo claramente que había perdido el juicio.
Finalmente, cuando el período de cuarentena terminó, Ticia se alegró de poder separarse de Abulurd y se reunió con otras hechiceras para cotejar el inmenso catálogo de información genética que habían reunido.
En los cuarteles militares de Zimia, Abulurd se presentó a inspección ante su padre. El primero Quentin Butler estaba de un ánimo muy sombrío desde que supo por boca de Vorian Atreides de la muerte de Rikov. Seguía debatiéndose con el sentimiento de culpa, porque su batallón estaba en Parmentier cuando llegaron los primeros proyectiles con la epidemia. Si sus naves hubieran eliminado aquellos mortíferos torpedos antes de que entraran en la atmósfera… Pero ante todo era un soldado, entregado en cuerpo y alma a la destrucción de Omnius. Reuniría a sus tropas, redistribuiría sus recursos y continuaría con la virtuosa Yihad.
En lugar de mandar a Abulurd a otro mundo a rescatar humanos, Quentin le ordenó permanecer en Salusa para ayudar en las actividades de cuarentena y recolocación de los refugiados. La tarea había adquirido proporciones monumentales, porque no dejaban de llegar naves y más naves de ciudadanos asustados que huían de sus planetas buscando refugio. Se había destinado un contingente entero del ejército a evitar que ninguna nave aterrizara antes de haber pasado debidamente la cuarentena y haber recibido el visto bueno del personal médico.
Abulurd aceptó su nueva misión asintiendo brevemente con la cabeza.
—Hay otra cosa, padre. Después de reflexionar y revisar a conciencia los documentos históricos, estoy convencido de que la historia ha censurado el nombre de nuestra familia injustamente. —Se obligó a continuar. Mejor decírselo en aquel momento, antes de que se enterara por boca de otros—. A fin de restablecer nuestro honor, he decidido adoptar de nuevo el apellido Harkonnen.
Quentin miró a su hijo como si le hubiera abofeteado.
—¿Hacerte llamar… Harkonnen? ¿Qué estupidez es esta? ¿Por qué ahora? ¡Xavier murió hace décadas! ¿Por qué reabrir las viejas heridas?
—Es el primer paso para reparar una injusticia que dura generaciones. Ya he empezado con el papeleo. Espero que respetes mi decisión.
Su padre lo miró con una intensa ira.
—Butler es el nombre más respetado y poderoso de la Liga de Nobles. Procedemos del linaje de Serena Butler y el virrey Manion Butler… ¿y tú prefieres que se te asocie a… a un traidor y un cobarde?
—No creo que Xavier Harkonnen fuera tal cosa. —Abulurd se puso derecho, haciendo frente al visible desagrado del primero. Le habría gustado tener a su lado a Vorian Atreides, pero aquello era entre él y su padre—. La historia que nos enseñaron estaba… distorsionada y era inexacta.
Una fría expresión de disgusto emanaba del anciano cuando se levantó de detrás de su mesa.
—Eres mayor de edad, cuarto. Puedes tomar tus propias decisiones, independientemente de lo que opine yo o cualquier otra persona. Y deberás afrontar las consecuencias.
—Lo sé, padre.
—En este despacho te dirigirás a mí como primero.
—Sí, señor.
—Puedes irte.
Desde el puente de su jabalina, Abulurd patrullaba el enjambre de naves que se amontonaban en los carriles de atraque y los muelles orbitales. Desde las estaciones espaciales, los controladores supervisaban la evolución de cada nave y llevaban un control del tiempo que permanecían en tránsito. Dado que aquellas naves no utilizaban la tecnología para plegar el espacio, el viaje desde sus respectivos planetas duraba semanas. Si alguien de a bordo había contraído el retrovirus, lo normal es que se manifestara durante el trayecto.
En estas naves de rescate, la Liga había aislado a grupos de personas en cámaras selladas por si se producía algún brote. Una vez transcurrido el tiempo necesario, cuando los pasajeros pasaban el examen médico, se les sometía a dos procesos de descontaminación adicionales antes de permitirles desembarcar e instalarse en campos de refugiados. Más adelante, se les devolvería a sus planetas de origen o se les redistribuiría por la Liga.
Mientras patrullaba los límites del sistema, Abulurd topó inesperadamente con un grupo de naves, de caros yates espaciales construidos por ricos nobles. Ordenó a su jabalina que cambiara el rumbo y se interpuso en el camino de aquellas naves, cuya llegada no estaba prevista.
Cuando estableció comunicación con la nave principal, en la pantalla Abulurd se encontró mirando a un hombre delgado y de ojos brillantes. A su espalda había un grupo de personas bien vestidas.
—Soy lord Porce Bludd, de Poritrin, y traigo refugiados… todos ellos sanos, lo garantizo.
Abulurd se puso derecho y deseó haberse puesto un uniforme más apropiado.
—Le habla el cuarto Abulurd… Harkonnen. ¿Está dispuesto a someterse al necesario período de cuarentena y pasar una inspección médica para que podamos verificar lo que dice?
—Estamos preparados. —De pronto Bludd pestañeó—. ¿Ha dicho Abulurd? Es el hijo de Quentin, ¿verdad? ¿Por qué se hace llamar Harkonnen?
Sorprendido al ver que lo reconocían, Abulurd respiró hondo.
—Sí, soy hijo del primero Butler. ¿De qué conoce a mi padre?
—Hace mucho tiempo, Quentin y yo trabajamos juntos en la construcción de Nueva Starda, a orillas del río Isana. Pasó un año allí de permiso como ingeniero. Eso fue mucho antes de que se casara con su madre.
—¿Ha llegado la plaga a Poritrin? —preguntó Abulurd.
No habían recibido ningún informe de aquel mundo.
—A algunos poblados, pero estamos relativamente limpios. Desde la gran revuelta de esclavos, los núcleos de población del planeta están muy dispersos. Enseguida establecí medidas de aislamiento. Y tenemos importantes suministros de melange… Ocupamos el segundo lugar en porcentaje de consumo per cápita de la Liga, después de Salusa.
—Entonces, ¿a qué habéis venido? —La jabalina de Abulurd seguía cerrándoles el paso. El convoy de Bludd permanecía detenido.
Los ojos del noble reflejaban un profundo pesar.
—Estas familias han accedido a sacrificar su fortuna que, unida a la mía, pienso utilizar en empresas humanitarias. Creo que la familia Bludd tiene una gran deuda que pagar. La plaga de Omnius es la peor crisis a la que se enfrenta la humanidad libre desde los tiempos de los titanes. Ahora ha llegado el momento de ayudar.
Abulurd reconoció la valentía y determinación en el rostro de Bludd. Pasaron unos instantes; el lord se impacientaba.
—Bueno, ¿no piensa dejarnos pasar, Abulurd? Esperaba poder dejar a estos pasajeros en estaciones de cuarentena para marcharme con mis naves a otros planetas y ayudar a otras personas.
—Permiso concedido. —Dio instrucciones para que su navegador retirara la nave de su posición defensiva—. Dejad que pasen y se incorporen a la cola de naves en cuarentena.
—Abulurd, ¿su padre está todavía en Salusa? —preguntó Bludd—. Me gustaría comentar mis planes con él. Siempre ha tenido mucho ojo para pulir proyectos.
—Creo que aún está en el cuartel general, en Zimia. —Quentin no había hablado con su hijo desde que lo mandó a patrullar.
—Le buscaré. Y ahora, jovencito, ¿me hará el favor de escoltarme a la órbita de Salusa para que pueda dejar mi cargamento? Creo que necesitaré ayuda para manejarme con la maraña burocrática de ahí abajo.
—Por supuesto, lord Bludd. Tendrá tiempo de sobra para enviar mensajes a mi padre mientras espera. —Abulurd hizo girar su jabalina y lo guió a Salusa Secundus.
La tragedia parecía golpear a diario. Entre las naves de refugiados que esperaban arracimadas sobre la órbita del planeta capital de la Liga, las noticias se extendieron como un reguero de fuego: las naves de reconocimiento habían vuelto con la noticia de que cuatro nuevos mundos habían sucumbido y estaban sufriendo un nivel de pérdidas casi impensable. En algunas ciudades, además de la plaga, la población se había visto sorprendida por tormentas o incendios devastadores y la tasa de mortalidad era de casi el noventa por ciento.
Más descorazonador fue el revés que sufrió una de las naves cargadas de refugiados. Tras superar el largo período de aislamiento, los fatigados pasajeros salieron por fin de las cámaras para el examen médico. El capitán y sus hombres ofrecieron a los refugiados bebidas para celebrar el feliz desenlace. El personal médico subió a bordo y realizó de forma rutinaria los últimos análisis de sangre, tan confiados por el tiempo transcurrido que relajaron las medidas de seguridad y bebieron y alternaron con los refugiados.