De pronto, todos vieron horrorizados que un hombre manifestaba los primeros síntomas del retrovirus. Los médicos estaban perplejos; comprobaron y volvieron a comprobar los resultados de los análisis. Antes de que el día acabara, otros tres pasajeros ya presentaban síntomas.
A aquellas alturas, las medidas de aislamiento habían quedado aparcadas, y muchos de los que estaban en la nave —refugiados, yihadíes, mercenarios e incluso médicos— quedaron expuestos al virus. No habría servido de nada devolver a los afectados a las cámaras de aislamiento. Un cordón de naves militares rodeó la nave para evitar que escapara ninguna lanzadera.
Durante cuatro días, Abulurd cumplió con esta horrible misión, la misión de esperar, escuchando los gritos desesperados de la gente que había en la nave infectada. A través de las cámaras de despresurización les hicieron llegar raciones de melange, y los pasajeros se pelearon por ellas, tratando desesperadamente de hacerse con algo de inmunidad.
Aquella tragedia le llegó al alma. Aquella gente pensaba que estaba limpia; y ahora muchos no llegarían a poner el pie en Salusa Secundus. Y los yihadíes y los médicos, que en ningún momento tendrían por qué haber estado en peligro, que solo estaban haciendo su trabajo y ayudando a los demás, pagarían muy caro haber bajado la guardia aunque solo fuera un momento. Ni Abulurd ni ningún científico de la Liga podían hacer nada, salvo asegurarse de que la nave permanecía sellada y esperar.
Lleno de angustia, Abulurd escuchaba las cartas que los refugiados transmitían antes de caer enfermos en un intento por dejar alguna referencia sobre sus personas o algún mensaje para sus seres queridos.
La tripulación de la nave de Abulurd parecía profundamente afectada, la moral estaba por los suelos. Estuvo a punto de cerrar el canal de comunicación, pero no lo hizo. No haría oídos sordos al sufrimiento de aquella pobre gente. No haría como si no existieran ni desoiría sus súplicas.
Aquel pequeño tributo era un acto de valentía, algo que el mismo Xavier habría podido proponer. Solo esperaba que algún día su tripulación y su familia entendieran por qué lo había hecho.
La tecnología tendría que haber liberado al hombre de las cargas de la vida. Pero en vez de eso lo ha convertido en su prisionero.
R
AYNA
B
UTLER
,
Visiones verdaderas
Después de más de un mes viendo cómo la muerte hacía estragos, algunos quizá vieron un hilo de esperanza en el hecho de que en Parmentier el ciclo de la epidemia estaba llegando a su fin. Aquel retrovirus modificado genéticamente era inestable en aquel medio, y con el paso de las semanas había ido degenerando. A esas alturas, si aparecían nuevos casos se debía al contacto sin protección con enfermos.
La plaga de Omnius ya había cerrado su ciclo en el planeta. Los que podían enfermar ya lo habían hecho, y entre un tercio y la mitad de estos habían muerto. Seguramente jamás se sabría la cifra real de víctimas.
A los pocos días de iniciar su trabajo, la misión de Rayna Butler se le quedó grande.
Dentro de cada edificio, cada casa, cada negocio, cada fábrica, descubría aquellas perversas máquinas, a veces a simple vista, a veces no. Pero siempre las encontraba. Los brazos le dolían de tanto agitar el garrote. Tenías las manos llenas de cortes y moretones a causa de los cristales y los metales rotos, y sus pies descalzos estaban cubiertos de llagas, pero ella no se detenía. Santa Serena le había dicho lo que tenía que hacer.
Cada vez eran más las personas que la observaban, divertidas al principio, sin entender por qué se empeñaba en destruir artículos y apliques inofensivos. Pero finalmente algunos empezaron a entender su obsesión y se pusieron a destruir máquinas con una alegría desbordada. Se habían sentido indefensos durante tanto tiempo que ahora se volvían contra cualquier manifestación de su gran enemigo. Al principio Rayna se limitó a actuar por su cuenta, sin preocuparse por las personas que la seguían.
Cuando los martiristas supervivientes, que ya de por sí eran unos fanáticos dispuestos a sacrificar sus vidas como Serena, se unieron a ella, el grupo de seguidores se organizó y aumentó en número. En las calles castigadas de Parmentier, el nuevo movimiento era imparable.
Los martiristas avanzaban trabajosamente tras la joven etérea, haciendo ondear estandartes y agitando sus bastones en alto, hasta que finalmente Rayna se volvió hacia ellos, confusa. Se encaramó a un vehículo terrestre abandonado y les habló.
—¿Por qué malgastáis vuestro tiempo y energía con esos estandartes? ¿En nombre de quién actuáis? Yo no quiero estandartes ni colores. Esto es una cruzada, no un desfile.
Bajó de un salto y se abrió paso entre ellos. Confundida, la chusma se apartó para dejar paso a aquella joven pálida y sin cabellos. Rayna desgarró un largo estandarte de tela y le devolvió al hombre al que se lo había quitado el palo desnudo.
—Toma. Utiliza esto para destruir máquinas.
Mientras contribuyeran a su causa, a Rayna no le importaba quién fuera aquella gente ni lo que les motivaba. La vocecita de la joven adoptó un tono más duro, el tono de una fe inquebrantable.
—Si habéis sobrevivido a esta plaga es que habéis sido elegidos para ayudarme.
Varios martiristas bajaron sus estandartes y los arrancaron de los palos para utilizar estos a modo de bates.
—¡Estamos preparados!
La niña calva los miró con una gravedad infantil; su piel translúcida, dañada por la fiebre, exudaba una especie de energía primaria. Sus palabras la rodeaban como un aura, y su público empezó a balancearse. Rayna jamás había practicado para ser una gran oradora, pero le había oído suficientes sermones a su madre, había escuchado grabaciones con los discursos del carismático Gran Patriarca Iblis Ginjo, había oído las arengas militares de su padre y su abuelo.
—¡Mirad a vuestro alrededor y veréis la maldición de las máquinas demoníacas! Mirad las terribles señales que han dejado en nuestra tierra, en nuestra gente.
La chusma murmuraba. En los edificios que les rodeaban las ventanas estaban oscuras, muchas de ellas con los cristales rotos. En las calles quedaban los restos de unos pocos cadáveres en descomposición.
—Incluso antes de que la plaga nos atacara, las máquinas se habían ido colando en nuestras vidas delante de nuestras narices, ¡y nosotros lo permitimos! Máquinas complejas, artefactos de cálculo, ayudantes mecánicos… sí, fingimos habernos deshecho de todas las máquinas y los ordenadores, y sin embargo tenemos a sus hermanos entre nosotros. No podemos seguir tolerándolo.
Rayna alzó su vara y sus seguidores gritaron.
—Cuando la fiebre me venció, santa Serena vino a mí y me dijo lo que tenía que hacer. —Sus ojos se llenaron de lágrimas mientras su voz adoptó un tono soñador—. Puedo ver su rostro, hermoso, resplandeciente, rodeado de una luz blanca. Y oigo sus palabras, oigo el mandato divino que me reveló: «No crearás una máquina a semejanza de la mente humana». —Hizo una pausa, y luego elevó la voz, pero sin gritar—: Debemos eliminar todo rastro de máquinas.
Uno de los martiristas recogió los restos de un estandarte colorido.
—¡Yo también vi a Serena Butler en una visión! Ella vino a mí.
—Y a mí —gritó otro—. Sigue velando por nosotros, sigue guiándonos.
Los seguidores hicieron chocar sus palos, ansiosos por lanzarse a su misión de destrucción. Pero Rayna no había terminado su discurso.
—Y no debemos decepcionarla. La raza humana no debe rendirse hasta que alcancemos la victoria total. ¿Me habéis oído? Una victoria absoluta.
—¡Destruyamos las máquinas pensantes! —gritó un hombre.
Una mujer con el rostro cubierto de arañazos, como si hubiera tratado de sacarse ella misma los ojos, gimió con voz estridente:
—Hemos acarreado la desgracia sobre nosotros mismos. Hemos dejado nuestras ciudades abiertas a la plaga porque no estábamos dispuestos a hacer lo necesario.
—Hasta ahora. —Rayna agitó un dedo admonitorío—. Debemos eliminar todo ordenador, toda máquina, por muy inofensivos que parezcan. Hacer una purga completa. Solo eso puede salvarnos.
Y siguió su camino por la ciudad llena de muerte, al frente de sus seguidores. La chusma avanzaba agitando sus varas y palos. Y, con un fervor cada vez mayor, asaltaron fábricas, centros industriales, bibliotecas.
Rayna sabía que aquello solo era el principio.
En opinión de Raquella, los vándalos y los fanáticos solo hacían que aumentaran las desgracias provocadas por la epidemia y las fracturas sociales en Parmentier. Movidos por su odio contra las máquinas, los extremistas enloquecidos atacaban cualquier semblanza de tecnología, incluso avanzados aparatos que eran muy útiles. Clausuraron el sistema de transporte público de Niubbe, que solo funcionaba de manera intermitente, junto con buena parte del sistema eléctrico y de comunicaciones.
En aquellos momentos, Raquella estaba en el hospital, tratando de ayudar a las últimas víctimas de la epidemia, sin luz, y no entendía cómo podían engañarse de aquella forma. ¿Es que aquellos lunáticos creían que iban a perjudicar a Omnius por destrozar máquinas beneficiosas con sus varas?
Cada día eran más los que se congregaban a las puertas del hospital, mirándolo con un hambre extraña y demencial. Muchos agitaban los puños, gritaban amenazas. A fin de proteger el hospital, Mohandas apostó en las entradas a tantos guardas armados como pudo.
Aturdida a causa de los turnos interminables de trabajo y la falta de sueño, Raquella avanzó dando tumbos por un pasillo hacia la pesada puerta que había al fondo, con el respirador sobre la nariz y la boca. Hasta el momento había sido lo bastante cuidadosa para protegerse de los vectores más evidentes de contagio, pero sería tan fácil tener un pequeño desliz… Su rostro, su pelo y su ropa siempre hedían a antivirales y desinfectante. Aunque ella y Mohandas tomaban tanta especia como podían para poder seguir adelante, los suministros casi se habían agotado.
Esperaba que Vorian Atreides volviera pronto. Estaban aislados en Parmentier, y no tenían forma de saber lo que pasaba en el resto de la Liga.
Raquella iba a entrar en una cámara acorazada, el lugar más seguro del hospital. Pero la puerta estaba parcialmente abierta, y eso la sorprendió. Las normas del hospital exigían que estuviera siempre sellada. Todo se había vuelto tan relajado, tan descuidado…
Con cautela, empujó la pesada puerta de aleometal, haciendo chirriar ligeramente los goznes. En el interior, un hombre la miró sobresaltado.
—¡Doctor Tyrj! ¿Qué está haciendo?
El hombre trató de esconder algo y su rostro enrojeció detrás del respirador de plaz transparente, pero Raquella ya había visto suficiente: los bolsillos ocultos de su bata de trabajo estaban llenos de dosis de polvo de melange procedentes de los últimos suministros que quedaban en el hospital.
Todos los que trabajaban allí recibían una cantidad para consumo personal, porque la especia les protegía de la plaga. Pero aquello era mucho más de lo que se asignaba a una sola persona.
El hombrecito nervudo trató de pasar.
—No sé a qué se refiere. Y ahora apártese de mi camino. Mis pacientes me esperan.
Ella lo detuvo poniéndole la mano en el pecho.
—Está vendiendo la especia, ¿verdad?
—¡Por supuesto que no! —Se metió la mano izquierda en un bolsillo y Raquella vio que sacaba algo brillante.
Con un rápido rodillazo en el abdomen lo dejó fuera de combate, y vio que un escalpelo le caía de la mano. Mientras Tyrj gemía de dolor, Raquella gritó pidiendo ayuda. Oyó pasos en el corredor, y un momento después Mohandas apareció con expresión de alarma. La miró para cerciorarse de que estaba bien y ella señaló la especia que había caído de los bolsillos del médico.
—Puedo explicarlo. —Tyrj se levantó con dificultad y trató de recuperar la compostura.
Mohandas tocó un panel de la pared para avisar a los guardas y, mientras, Tyrj siguió balbuceando excusas, con aire indignado, no avergonzado. Sin andarse con ceremonias, Suk vació los bolsillos del médico, sacando un paquete tras otro de la valiosa especia. Se quedó mirando con incredulidad toda aquella especia.
—Es usted repugnante —le dijo Raquella cuando llegaban dos guardas de seguridad—. Esto no es un simple robo, es una traición. Está traicionando a la gente a la que tendría que ayudar. Salga de este hospital.
—No os podéis permitir prescindir de mis servicios —protestó Tyrj.
—No podemos permitirnos tenerle aquí. —Mohandas cogió a Raquella del brazo—. Ya no le consideramos un médico. Ha violado el juramento, no es más que un oportunista que quiere sacar provecho en tiempo de guerra. —Mirando a los guardas, dijo—: Echadlo. Quizá cuando se vea en la calle recuerde su vocación y haga algo de bien. Todavía hay mucha gente necesitada.
Raquella y Mohandas fueron a una ventana del segundo piso para ver cómo los guardas echaban al ladrón ante la chusma expectante del exterior. Tyrj cayó por los escalones y miró a los martiristas furiosos. Sus gritos desesperados quedaron ahogados bajo los de la multitud.
—¡Recordad a Manion el Inocente!
—¡Larga vida a la Yihad!
Una niña pálida y sin pelo se puso al frente de la multitud y señaló al hospital. Raquella no oyó sus palabras, pero de pronto la chusma empezó a avanzar en masa hacia el edificio. Tyrj trató de apartarse, pero los fanáticos lo arrollaron. Los guardas que lo habían echado retrocedieron, temiendo por sus vidas.
Raquella cogió a Mohandas del brazo y corrió por el pasillo hacia la sala más próxima.
—La alarma. —Y Mohandas apretó un transmisor de seguridad de la pared que hizo que empezaran a sonar las sirenas.
Los dos corrieron a la entrada más cercana y trataron de asegurar las puertas. Los guardas habían desaparecido, habían huido en cuanto vieron que había problemas. Una multitud de fanáticos arremetió contra la puerta. A pesar de los esfuerzos de Raquella, la presión de la gente los superó enseguida. Otros fanáticos entraron por otras puertas, rompieron ventanas, y corrieron en tropel por las salas y los pasillos.
La niña sin pelo se detuvo, como el ojo en calma en aquella tormenta de fanáticos. Escudriñó las máquinas de diagnóstico, los monitores, las máquinas expendedoras, y luego dijo con voz penetrante:
—Complejos aparatos médicos… perversas máquinas disfrazadas de equipamiento útil. ¡Nos aprisionan!