—Perdone que le diga, pero eso no puede ser verdad… —protestó Mauro Balaguer impresionado, incrédulo, y casi dispuesto a abandonar allí mismo una conversación que empezaba a tomar unos visos en extremo desagradables.
—¿Y por qué no?
—Porque no creo que nadie pueda ser tan sádico como para experimentar un orgasmo al presenciar cómo le extirpan los pechos a una persona. Se me antoja monstruoso.
—Los asesinos en serie suelen ser enfermos mentales que se excitan sexualmente al cometer sus crímenes, aunque no es algo que suela ocurrir entre mujeres, desde luego, ninguna con unas características tan acusadas como en el caso de Irma, y además consta en los informes oficiales —fue la aclaración de la cordobesa, que hablaba de ello con la naturalidad que da el conocimiento de causa—. Según Brenda semejante comportamiento estaba afectando al resto de las celadoras, que, a pesar de ser también fanáticas, consideraban que una cosa era eliminar a los enemigos de la patria y otra, convertirlo en un acto de placer morboso. Algunas estaban deseando marcharse de Auschwitz, pero no se atrevían a hacerlo porque una regla no escrita estipulaba que una desertora merecía peor castigo que una judía, ya que, al fin y al cabo, a la judía no le habían permitido elegir su raza mientras que la desertora renegaba de ella. Ese era el motivo por el que Brenda me suplicaba que hiciera cuanto estuviera en mi mano para calmar a «mi novia» o todas saldríamos perjudicadas. ¿Qué le parece? —inquirió a todas luces indignada—. Un puñado de malditas racistas que cada día empujaban a los crematorios a miles de inocentes le rogaban a una zíngara que les ayudara a lavar su imagen.
—Nunca se me hubiera ocurrido que los verdugos se preocuparan por su imagen —fue el simple comentario, que no carecía de lógica—. Supongo que viene a indicar que entre los criminales existen grados de perversión y que la tal Brenda no estaba entre los más altos.
—Por lo que sé de ella, había mamado el nazismo en la cuna, se había educado en escuelas que proclamaban la indiscutible supremacía de una raza llamada a gobernar el mundo, quería ayudar a conseguir el «Glorioso Destino» de su Führer y por lo tanto consideraba que Irma estaba haciendo un uso torticero de tan sagrado ideal. Pretendía que yo le hiciera entrar en razón, pero le repliqué que últimamente Irma parecía encontrar más placer en torturar prisioneras que en acostarse conmigo, me conservaba únicamente porque era una buena cocinera y le mantenía la casa como los chorros del oro, pero había dejado de ser «su preciosa zíngara», debido a lo cual mi capacidad de influencia era nula.
—¿Cuánto tiempo llevaban juntas? —quiso saber Mauro Balaguer.
—Cinco o seis meses.
—A mi modo de ver, es mucho tiempo cuando se trata de relaciones viscerales con personas emocionalmente inestables.
Violeta Flores tenía muchas formas de mirar a la gente y varias de ellas tenían la virtud de conseguir que su interlocutor se sintiera tan disminuido como si le acabaran de lanzar una losa encima.
—Como frase no es mala, pero errónea, aunque admito que puede deberse a que la primera equivocada era yo —dijo—. Una noche me juró y perjuró que me amaba con toda su alma, pero que su falta de atención se debía a que estaba atravesando una grave «crisis de identidad».
—¿«Crisis de identidad»? ¿A qué diablos se refería?
—¡Imagínese! Debía de haber oído ese término en alguna parte y se lo aplicaba asegurando que lo que ansiaba era luchar al frente de una división de mujeres que no aceptaran limitarse a ser simples vacas preñadas como pretendía el cerdo de Himmler con su maldita Sociedad Lebensborn.
—No tengo ni la menor idea de lo que significa eso de «Sociedad Lebensborn» —admitió quien ya había decidido no continuar fingiendo ser más listo o más culto de lo que era frente a quien evidentemente sabía mucho de aquello sobre lo que estaba hablando.
—Lebensborn era el despelote en versión nacionalsocialista —fue la curiosa y casi disparatada respuesta—, «La Fuente de la Vida», que permitía que todos los oficiales alemanes, en especial los de las SS, que se suponía que eran hombres fuertes, valientes y perfectos, se acostaran con otras mujeres sin cometer adulterio y sin que sus esposas se lo pudieran recriminar siempre que fuera con «la única intención» de engendrar hijos de pura raza aria de cuya educación se ocuparía el Estado.
—De eso sí había oído hablar, pero no sabía que tuviera un nombre tan rimbombante: «La Fuente de la Vida». ¡Menuda cara le echaban los de las SS! —Mauro Balaguer se tomó unos instantes para acabar por añadir—: Y sin que sirva de precedente, admito que a «La bella bestia» no le faltaba una cierta razón porque no resultaba lógico que las jóvenes alemanas aceptaran que tan solo eran útiles al ejército como enfermeras, celadoras, músicos o «vacas preñadas».
—Como creo que ya le he comentado, existen miles de hechos y absurdas circunstancias de aquella malhadada época tan ilógicas que a estas alturas aún nadie ha conseguido entender, pero por mi parte aproveché la ocasión para insinuarle a Irma que estaba desperdiciando su tiempo, ya que su obligación era ir a Berlín, utilizar sus relaciones con altos cargos de las SS y convencerlos para que el ejército no continuara llamando a filas a enclenques chicuelos que apenas conseguían sostener un fusil, sino a alemanotas sanas, fuertes y decididas. Estuvo dudando un par de días, pero acabó exponiendo la idea a sus compañeras, que se entusiasmaron, aunque creo que lo que en verdad les entusiasmaba era que se fuera y con un poco de suerte no regresara nunca.
—¿Siempre es usted tan lista y enredadora? —quiso saber quien la escuchaba sin el menor ánimo de halagarla u ofenderla, sino convencido de su astucia.
—Dejé de serlo cuando acabó la guerra, pero de momento la única forma de aplacar a aquella lunática era permitirle «recuperar su autoestima», aunque fuera a base de convencerla de que era una especie de genio tan incomprendido como la mismísima Juana de Arco. Como nunca había oído hablar de ella, le aclaré que había sido una doncella francesa que había ganado una guerra, aunque lógicamente me abstuve de comentar el pequeño detalle de que la quemaron en la hoguera. —La anciana sonrió maliciosamente al puntualizar mientras se pellizcaba la nariz—: El hecho de conocer que existía un precedente histórico, unido a su desorbitada egolatría, dio como fruto que se fuera tomando cada vez más en serio la posibilidad de pasar a la historia como la heroína que consiguió que las mujeres alemanas tuvieran derecho a ser equiparadas a los hombres a la hora de empuñar las armas. Supongo que se consideraba a sí misma poco menos que «la primera sufragista del fusil», y me las ingenié para alentar sus ambiciones sin pasarme de rosca e incluso mostrando tímidas dudas que la incitaban a crecerse… —Hizo una pausa que aprovechó para lanzar una especie de divertida carcajada antes de añadir—: En pocas palabras: me comporté como una auténtica enredadora y una zorra.
—Y por lo que veo, eso le encanta, pero lo que me extraña es que nunca tuviera la tentación de acabar con ella —comentó Mauro Balaguer para afirmar con absoluta sinceridad—: Yo le hubiera clavado un cuchillo en un ojo mientras dormía.
—La tentación me asaltaba cada minuto del día y de la noche, pero me había advertido de que si le ocurría algo, había dejado instrucciones a Maria Mandel para que todos los miembros de la familia fuéramos considerados gitanos, internados en el campo y ejecutados, y conociendo a aquel marimacho que solía ser una de las habituales de las cenas que terminaban en orgía, estaba segura de que la complacería encantada. El levantamiento de trescientos mil judíos en el gueto de Varsovia y la sanguinaria represión de las SS que acabó en su casi total exterminio constituían una prueba más de que los nazis no estaban dispuestos a detenerse ante nada ni ante nadie. El simple hecho de seguir con vida se me antojaba un milagro, por lo que mi obligación era ingeniármelas para continuar alimentando día a día ese milagro y matarla no era una opción. La opción era mentir, fingir y adular, que es lo que la gente acostumbra a hacer para medrar, y le aseguro que cuando se vivía a las puertas de Auschwitz, «medrar» tan solo significaba continuar respirando unas cuantas horas más un aire que empezaba a ser pestilente. —De improviso se puso en pie y dejó la servilleta a un lado al tiempo que añadía—: Y ahora le ruego que me disculpe porque tengo cita con el notario. Almorzaremos a las dos.
Lo dijo en el tono no de quien da una orden, sino de quien sabe que su interlocutor no faltará a la cita porque le tendría pendiente de sus palabras hasta el momento en que desvelara cómo demonios se las había ingeniado para sobrevivir en semejantes circunstancias.
Mauro Balaguer decidió que era un buen momento para ir a comprarse camisas y ropa interior porque tan solo había preparado la maleta para un día y ya de regreso se sentó en la terraza del bar de la plazoleta de la esquina con el fin de tomarse una cerveza y ver pasar a docenas de muchachas que hubieran merecido formar parte de la selecta estirpe de «las Capullo».
Mientras las contemplaba se esforzaba por asimilar cuanto había escuchado hasta el momento, pero verse rodeado de gente para la que la Segunda Guerra Mundial era algo casi tan lejano como la Revolución Francesa le devolvió momentáneamente a un mundo en el que la mayoría de los problemas diarios se reducían a encontrar trabajo o pagar hipotecas.
Dos parejas, probablemente estudiantes de la cercana universidad, charlaban, reían, coqueteaban tres mesas más allá; cualquiera de las chicas podría haber sido Violeta Flores setenta años atrás, y se preguntó si sería bueno para ellas saber qué límites alcanzaba la crueldad de algunos seres humanos.
La noche antes había leído y apuntado la frase que figuraba a la entrada de los crematorios de Auschwitz: «El pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirla», y por primera vez se planteó la posibilidad de que fuera una soberana majadería, ya que estaba plenamente demostrado que la historia se repetía cíclicamente, se conociera o no. El hecho de que le contara a aquellas confiadas jovencitas que una mujer que vivía a poco más de cien metros de allí había descendido hasta las entrañas del infierno no conseguiría evitar que pudiera sucederles lo mismo.
Aunque decir «lo mismo» era un error, dado que, por fortuna, criaturas como «La bella bestia» tan solo nacían una vez cada mil años.
O tal vez no, tal vez se equivocaba y nacieran con frecuencia, pero no conseguían desplegar su maligno potencial al no encontrar un entorno apropiado para su desarrollo.
Lamentaba más que nunca no haber heredado el talento narrativo de su padre porque hubiera deseado ser capaz de contar cuanto le habían contado, sin tener que transcribirlo palabra por palabra ni verse obligado a confiarle el trabajo a un tercero que tendría que limitarse a escuchar la grabación sin haber sido testigo de cómo aquella indescriptible mujer se abanicaba, envaraba el cuerpo o se estremecía mientras relataba cómo había sido sometida a todo tipo de abusos.
Los buenos autores que habían trabajado para él habían conseguido salir adelante y probablemente ninguno aceptaría volver a hacer de «negro» por buena que fuera la historia y mucha documentación que se les aportara y los malos seguían siendo malos sin que dependiera de ello su inteligencia, su cultura o su dedicación. Aquel era un oficio para el que se estaba dotado o no se estaba y se consideraba a sí mismo la mejor prueba, puesto que habiendo dispuesto desde el día en que nació de los medios para convertirse en un aceptable escritor, jamás había conseguido completar un solo capítulo sin avergonzarse al releerlo.
¿A quién conocía que fuera capaz de describir lo que habría sentido una niña al abrir los ojos y descubrir que había sido violada con el mango de un puñal, o de transmitir a los lectores el terrorífico ambiente del mayor matadero humano creado en diez mil años de historia?
Quince minutos después Violeta Flores hizo su aparición por el extremo de la calle, siempre con su rápido paso de veinteañera con prisas, sonrió al verle y se acomodó a su lado al tiempo que comentaba:
—Veo que ha sabido elegir el lugar; a mi marido le encantaba sentarse aquí a tomar el aperitivo porque en verano suele correr una brisa muy agradable, aunque lo que en verdad le gustaba era mirar a las chicas.
—¿A qué se dedicaba?
—Era inglés.
—Ser inglés no es una profesión —protestó él.
—En eso se equivoca, querido —fue la espontánea y humorística respuesta—. Ser inglés de los pies a la cabeza exige una dedicación completa las veinticuatro horas del día todos los días del año. Pero además de ser muy inglés, muy rico y muy guapo, Larry era inteligente, culto, divertido y apasionado; tuvo un sinfín de castillos, tres de piedra y los demás de arena.
—¿Qué diantres quiere decir con eso?
—Que de pronto, siempre a la hora del desayuno, comentaba:
«Darling,
esta noche he tenido una brillante idea», y yo me echaba a temblar porque sabía que los próximos meses los dedicaría a levantar un nuevo castillo de arena que le costaría una fortuna. Fundó catorce empresas y perdió dinero con trece.
—¿Y con la catorce…?
—Salió a la par… —Alzó el rostro con el fin de sonreírle a un camarero que sin necesidad de que se lo pidiera había colocado ante ella una botella de vino blanco y un plato de calamares fritos—. ¡Gracias, Carmelo! —le saludó afectuosamente—. ¿Cómo está tu mujer?
—El problema no estriba en saber cómo está, doña Violeta, sino dónde está —fue la desconcertante respuesta—. Al fin me ha dejado e intento averiguar a qué barrio se ha mudado para que no se me vaya a ocurrir pasar por él sin darme cuenta.
—Te bastará con no salir de la Judería… —Cuando el buen hombre se hubo alejado, la cordobesa comentó sin darle mayor importancia—: Conociendo a su mujer, que trabajó un año en casa y lo único que sabía hacer era meter cizaña, me alegro por él… —Sonrió mostrando la esplendidez de su envidiable dentadura al añadir—: Y ahora me gustaría que me dijera qué es lo que le hacía estar tan pensativo cuando llegué.
—Intentaba analizar cuál hubiera sido el comportamiento de Irma de no haberse criado en un caldo de cultivo tan nefasto como el nazismo.
—Esa es la pregunta que me vengo haciendo hace años, querido —señaló ella muy seria—. ¿Qué fue antes, el huevo o la gallina? ¿Qué fueron antes, personas de la calaña de Irma que crearon el nazismo, o el nazismo que permitió que se crearan personas de la calaña de Irma? Son dos poderosas fuerzas que se alimentan la una de la otra, y cuando se les agrega un tercer elemento, la impunidad, vuelve valientes a los cobardes y osados a los pusilánimes. —Apuró su copa de vino y de inmediato se sirvió otra al tiempo que añadía—: El día en que los cobardes y los pusilánimes alcanzan el poder, lo destruyen todo, y un claro ejemplo lo tenemos en nuestros propios políticos, que son enanos que se suben los unos en los hombros de los otros intentando parecer hermosos gigantes cuando en realidad no son más que ridículos cabezudos.