—¡Vaya! —exclamó el otro desconcertado por la larga perorata—. No parece que les tenga en gran estima.
—Ni a los de un bando, ni a los del otro —dijo—. ¿Quién puede tenérsela a no ser que viva a su costa? Son parásitos que alimentan a su vez a otros parásitos, y porque me consta que mi padre fue uno de ellos vengo ahora del notario. Cuando muera, cada metro cuadrado de mis tierras deberá seguir siendo un metro cuadrado que produzca aceitunas, trigo, maíz o bellotas, pero nunca se le podrá «recalificar» con el fin de especular. Antes baldío que edificable porque a este país lo han arruinado las malditas «recalificaciones».
—Lo malo de las recalificaciones es que no solo se limitan a edificios, solares o campos de cultivo; afectan a miles de personas que intentan hacer bien su trabajo, pero de improviso alguien decide «recalificarlas» y sustituirlas por una máquina o un contestador automático. Hoy en día un editor puede saberlo todo sobre libros, pero como no acierte a comprar a tiempo novelas de vampiros en los que la sangre corra a chorros, su puesto de trabajo pende de un hilo.
—Supongo que se tratará de una moda pasajera —señaló la cordobesa mientras daba buena cuenta del último calamar que quedaba en el plato—. Pronto o tarde las aguas volverán a su cauce y la literatura volverá a ser literatura.
Mauro Balaguer tardó un instante en responder, puesto que su atención se concentraba en una joven pareja que cruzaba ante ellos y que constituía un hermoso espectáculo que le obligó a verse a sí mismo con cuarenta años menos paseando por los soportales de la plaza Mayor de Salamanca de la mano de una preciosa muchacha chilena, por lo que le invadió la nostalgia y al fin señaló con un innegable deje de amargura en la voz:
—En todo cuanto se refiere al arte o la literatura, las estúpidas «modas pasajeras» han acabado con más auténticos talentos que otros auténticos talentos, porque un genio puede convivir con otro genio, y de hecho en ocasiones se estimulan el uno al otro, pero hasta el mayor de los genios se hunde cuando le lanzan encima una estúpida «moda pasajera» que le anula y asfixia su trabajo.
—Supongo que de eso sabe usted más que yo —admitió su acompañante sin el menor reparo al tiempo que se ponía en pie, emprendía a buen paso el camino hacia la casa y añadía—: Pero este no es el momento de hablar de ello porque son casi las dos, Fuensanta es muy quisquillosa y si se le pasa la paella, se pone histérica y me amarga el día.
Su acompañante le rogó que aguardara un momento porque tenía que abonar la cuenta, pero la anciana se limitó a refunfuñar:
—¿Cómo diablos pretende pagar si el local es mío?
En cuanto se puso a su altura, aclaró:
—Querían convertirlo en una hamburguesería y me pareció una desvergüenza y una falta de respeto hacia el entorno y hacia la memoria de mi marido. ¡Una hamburguesería! —barbotó—. ¿A quién se le ocurre?
Aceleró el paso al extremo de que a su acompañante le resultó imposible seguirla, y cuando diez minutos después bajó al comedor, ya le estaba esperando duchada, cambiada de ropa y catando el vino.
Una vez más se vio obligado a reconocer que aquella endemoniada mujer le tenía comida la moral porque reanudó el ritual de comer, beber y fumar inmune a cualquier ley de la naturaleza, pasando del esperpento al drama sin conceder un respiro, con tal derroche de vitalidad que su desasosegado acompañante empezó a comprender por qué razón ni «La bella bestia», ni los nazis, ni la guerra consiguieron destruirla; era una criatura incombustible.
Mientras Rocío permaneció presente se limitó a bromear y hacer comentarios sobre su flemático marido, que sin duda debía de ser un tipo digno de ella, pintoresco, manirroto y desmadrado, «un adorable insensato» que derrochaba fortunas en negocios absurdos sin tan siquiera un parpadeo, pero en cuanto se encontraron de nuevo en la biblioteca, con la única compañía de café, coñac y puros, retomó la conversación en el punto en que la había dejado horas antes.
—Aunque los medios de comunicación lo negaran y tan solo hablaran de victorias, se murmuraba que las cosas empezaban a ir mal en el frente oriental, donde se había sufrido una terrible derrota en Kursk. Irma, espoleada por mí, todo sea dicho de paso, empezaba a desesperarse convencida de que tenía la solución en la mano, pero los presuntuosos imbéciles de la Wehrmacht se negaban a escucharla. —Se entretuvo en permitir que el fuego de su grueso cigarro quedara perfectamente igualado y cuando al fin se sintió satisfecha, continuó—: Si alguien a quien aborreces quiere ahorcarse, lo correcto es proporcionarle una cuerda mientras le suplicas de rodillas que no se cuelgue, y admito que es lo que hice, aunque en ocasiones dudaba sobre si me convenía o no que se fuera a Berlín. Cuanto más lejos estuviera, menos daño haría, pero aunque suene cruel, en aquellos momentos mi obligación era continuar preocupándome por los míos a sabiendas de que nada podía hacer por quienes ya estaban condenados. Para la mayoría de los prisioneros los días de espera, hambrientos, azotados, humillados y consumidos por el tifus, eran peores que una rápida muerte.
Hizo una nueva pausa, lo cual traía aparejado más coñac, y Mauro Balaguer intuyó que Violeta Flores había pasado gran parte de su vida sentada en aquella butaca, a solas con sus recuerdos porque ninguna otra estancia ofrecía tan óptimas condiciones a la hora de dar cobijo a los fantasmas del pasado, y probablemente su memoria debía de encontrarse abarrotada de fantasmas.
Alguien que había visto cruzar ante su ventana trenes cargados de seres humanos camino del matadero, y que desde el tragaluz de la buhardilla casi podía distinguir los rasgos de quienes al otro lado de las alambradas estaban siendo empujados hacia la cámara de gas, tenía sobradas razones para encerrarse durante horas en aquella biblioteca.
Lo que en verdad le seguía asombrando era que aún conservara tan arrolladora vitalidad porque cualquier otra persona debería vivir sumida en un abismo sin fondo. Aunque pensándolo bien, cualquier otra persona simplemente no viviría.
—Al fin conseguí que Irma metiera en una maleta su mejor uniforme y ropa limpia y se marchara prometiendo estar de vuelta en una semana, no sin advertirme de que no se me ocurriera recibir a nadie o poner un pie en la calle porque había dado orden de disparar sin previo aviso sobre cuantos merodearan por los alrededores. Le hice caso a tal extremo que cuando Brenda acudía a verme nos quedábamos en el jardín con el fin de que no se pudiera murmurar que «la novia de la supervisora» recibía visitas en su ausencia. En Auschwitz estaban permitidos el genocidio y la tortura, pero no la infidelidad, y en esta ocasión lo que Brenda buscaba era una vacuna.
—¿Una vacuna contra el tifus?
—¡Naturalmente! —le avergonzó la cordobesa—. ¿Contra qué otra cosa iba a ser en aquel lugar y aquellos tiempos? El hacinamiento de los vagones que transportaban soldados o prisioneros y la inmundicia de las trincheras o los campos de trabajo habían conseguido que los piojos se multiplicaran y ya no se trataba de una sucia plaga, sino de una forma de morir contra la que no se encontraba protección ni en los refugios antiaéreos. A Brenda le aterrorizaba contagiarse porque los altos cargos del partido, los oficiales del ejército y los miembros de las SS, entre los que se incluían Irma y Maria Mandel, ya habían sido vacunados, pero la mayoría de las celadoras no, pese a que estaban en contacto diario con miles de enfermos. Como sabía que mi madre trabajaba en el laboratorio en que fabricaban las vacunas, pretendía que le proporcionase una carta de recomendación con el fin de que se la aplicaran…
El editor la escuchaba un tanto perplejo, pues resultaba ciertamente paradójico que quien a diario disponía de las vidas de miles de «zíngaros» solicitara una carta de recomendación de una zíngara para otra zíngara. A su entender, aquella era una prueba de que la impunidad empezaba a dar paso al miedo, y así lo hizo notar.
—También yo me había dado cuenta… —admitió Violeta Flores—. Y en ocasiones el miedo es peor que la impunidad, aunque no era el caso de Brenda, que para colmo vivía en un pabellón de guardianas situado muy cerca de donde se había instalado Auschwitz II—Birkenau, un nuevo campo con inmensos crematorios, por lo que les llegaba a todas horas un insoportable hedor a carne achicharrada. Se sentía asqueada, hastiada, pero sobre todo decepcionada, porque no era aquello lo que le habían contado en el colegio, y sin atreverse a decirlo me dio a entender que si conseguía la vacuna se marcharía muy lejos.
—Las ratas empezaban a abandonar el barco…
—Es de lo que hablábamos antes… —respondió lanzando al aire una de sus densas columnas de humo—. Quizá Brenda nunca hubiera sido una rata si no le hubieran lavado un cerebro demasiado pequeño para asimilar tanta «grandeza» y ahora amenazaba estallar, por lo que conmovía ver cómo se derretía.
—¿No irá a decirme que llegó a sentir compasión por ella? —le reprochó el editor—. Era celadora en un campo de exterminio.
—Y yo era la amante de la supervisora de las celadoras de un campo de exterminio.
—No es lo mismo.
—¿Y cómo lo sabe? Los caminos que nos habían llevado a aquel jardín eran muy distintos, pero los dos habían sido señalizados por un demente que se las había ingeniado para deslumbrar a los líderes de gran parte de los países del mundo. Si hombres cultos, preparados y supuestamente inteligentes habían caído una y otra vez en sus trampas, ¿qué se esperaba que hiciera una palurda que no alcanzaba a ver más allá de sus narices? Cuando un buen ilusionista realiza uno de sus trucos, lo mismo engaña a un catedrático que a un barrendero. Hitler fue sin duda el mayor ilusionista de la historia y la prueba la tiene en que aún hoy proliferan quienes creen en su magia hasta el punto de matar pronunciando su nombre. No pretendo insinuar que Brenda fuera una víctima, pero sí una de los millones de espectadoras hipnotizadas por aquella fraudulenta magia.
—¿Le dio la carta?
—Naturalmente, porque de ese modo aprovechaba la ocasión para decirle a mi madre lo mucho que la echaba de menos, darle ánimos y asegurarle que muy pronto volveríamos a reunimos, aunque ella estaba convencida de que no sería así. Durante nuestras largas noches en la «piojera», solía repetir una frase de su abuela: «El mal siempre prevalecerá sobre el bien, porque quienes causan mal lo hacen en provecho propio, mientras los que procuran el bien lo hacen en provecho ajeno. Nadie se cansa de trabajar para sí mismo, pero sí de trabajar para los demás porque a veces ni siquiera lo agradecen».
—Razón tenía…
—Mucha, pero con semejante estado de ánimo no se sale adelante. Cuando hablaba con ella notaba su desánimo, pero como estaba Irma delante, me cohibía a la hora de expresarme, aparte de que no eran más que palabras metálicas y entrecortadas, mientras que una carta era algo tangible que podía releer mil veces e incluso leérsela al pequeño. —De improviso se echó a reír en uno de esos cambios que conseguían dejar pasmado a su interlocutor al añadir—: A la juventud actual le resultará increíble, pero en mis tiempos una carta resultaba mucho más entrañable que una hora de cháchara al teléfono. Aún conservo las de mi esposo… Pero dejémonos de romanticismos y volvamos a la realidad —dijo retornando a su tono anterior y a su gesto, casi automático, de rellenarse la copa—. El viaje de Irma me daba la oportunidad que tanto había estado esperando; examinar con tranquilidad el contenido de su baúl, aunque abrirlo exigía una paciencia de chino porque la maldita llave se torcía y si una parte se quedaba dentro, Irma me mandaría de cabeza al crematorio, por lo que tenía que ir tanteando, escuchando y volviendo a enderezar la llave, sudando y mordiéndome la lengua como un ladrón de película. —Lanzó un hondo suspiro de satisfacción al concluir—: Pero valió la pena porque el solo hecho de leer lo que había escrito aquella arpía me puso los pelos de punta.
Acogimos por compasión a los judíos, pero nos robaron, nos estafaron, nos corrompieron y nos traicionaron, por lo que juro no descansar mientras quede uno solo sobre la faz de la tierra. Primero los exterminaremos aquí y luego iremos tras ellos dondequiera que se oculten porque son como la peste y nuestro deber es arrancar hasta la última semilla de la raza maldita.
El placer que siento al disparar a sus hembras tan solo es superado por el placer que siento cuando advierto que están preñadas porque me consta que en ese momento estoy eliminando a dos enemigos de mi Führer.
Sus cráneos estallan dejando escapar la masa encefálica en un efecto muy similar al de pisar una cucaracha y siempre complace aplastar las cucarachas que han invadido tu hogar.
En cuanto el Führer ha encendido la luz de las sucias cloacas en que se refugian intentan escapar, patalean e incluso en ocasiones se rebelan, pero nuestros tanques y nuestra fe los acorralará hasta que esté lista el arma definitiva que nos conducirá a la victoria final.
Desaparecerán veinte millones de judíos con menos esfuerzo del que ahora nos exige eliminar a trescientos, pero mientras llega ese día desearía encontrar una mina con un pozo lo suficientemente profundo como para que pudiéramos arrojarlos sin tener que preocuparnos de incinerar sus hediondos cadáveres.
»Eran frases de su puño y letra que constituían lo que pomposamente llamaba "pensamientos políticos", aunque imagino que la mayoría no eran de su cosecha, sino un batiburrillo de ideas que había escuchado aquí y allá, pero no obstante dejó algo anotado que a mi modo de ver sí era absolutamente propio:
Este mundo no será perfecto hasta que el Führer tenga un hijo que prolongue su estirpe hasta el fin de los siglos y nada me haría más feliz que proporcionárselo, aunque me aseguraran que moriría al dar a luz porque el hecho de llevarlo en el vientre colmaría todas mis esperanzas.
»Era tal la pasión que demostraba por aquel malnacido que en cierta ocasión le di a entender que me sentía celosa, pero se limitó a acariciarme señalando que los humanos no podían sentir celos de los dioses. —Violeta Flores se echó al coleto de un solo trago el contenido de la copa, tal como solía hacer cuando le invadía la ira, y tras un leve estremecimiento masculló—: ¡La muy cretina estaba convencida de que tras aquel ridículo bigotito y aquellos ojos de besugo alucinado se ocultaba la reencarnación de un dios! Me moría de ganas de decirle que si en verdad lo fuera habría adoptado un aspecto más gallardo, pero me mordí la lengua a sabiendas de que me jugaba el pescuezo. Sobre mí dejó escrito: