La biblia bastarda (39 page)

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Authors: Fernando Tascón,Mario Tascón

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

BOOK: La biblia bastarda
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—¡Vamos a ver quién es el que responde ahora! —le desafió Fredi.

—¡Cuidado con eso! Llevas mucho rato trabajando y el pulso puede traicionarte —le avisó Emilio.

La única respuesta fue un leve pero amenazador incremento de la presión que ejercía el filo de la navaja a pocos milímetros por encima del cuello de su camisa, que comenzaba a agrandar su diámetro mientras el pescuezo del periodista se estrechaba por algún extraño fenómeno físico relacionado con la congoja.

—No te puedes imaginar lo que son capaces de hacer los machotes como tú cuando tienen una de éstas besándoles el cuello. Para determinadas cosas resulta más efectivo que los labios de una mujer. En la cárcel los he conocido mucho más bravos, pero al final se han amansado y hasta les ha gustado, ¿quieres probar?

Un hombre se ganó el salario del día en ese momento sin saberlo. Se trataba del guardia que se asomó al urinario para advertir que el metro estaba a punto de cerrar.

—Tienen que desalojar —comentó, mientras les dedicaba un fugaz vistazo que devolvió de inmediato la navaja al cinto del chapero.

—Parece que hoy no es mi día de estreno —musitó Emilio con ironía y no sin cierto alivio—. Ahora, si no quieres que llame a ese policía y le diga que avise a mis amigos de la comisaría para que te dediquen un par de horas de interrogatorio, explícate: ¿qué sabes de los falangistas?

—Sólo lo que te habrán dicho, que el otro día bebieron demasiado en casa de madame Claudine, en la plaza Mayor. Si quieres más detalles, tendrás que preguntarle a Véronique.

—¿Es una de las chicas de ese lupanar?

—Digamos que trabaja allí subarrendada. Se anuncia en las revistas, en la ¡
Tararí
!

El chapero desapareció escaleras arriba como una culebra que abandona su nido. Emilio salió despacio con el nombre de una mujer francesa a cuestas. Durante unos instantes, analizó lo delirante de su recorrido: acababa de sortear a un chapero agresivo para poder encontrarse con una puta que le ayudaría a llegar hasta una Biblia. Si era cierto que los caminos del Señor son inescrutables, a él le había tocado el sendero más rocambolesco.

Aprovechó el vacío que se había adueñado del periódico para sentarse en el mostrador del vestíbulo con los pies colgando. Le pareció una forma pajaril y amistosa de recibir a Miguelito, con quien esperaba saludar pronto a María. La tal Véronique podía esperar hasta mañana. Además, no creía fácil que pudiese atenderle de noche, debido a su oficio. Poco a poco, los últimos habitantes del edificio se iban despidiendo y los voceadores más retrasados regresaban para hacer cuentas con el inspector. Era raro que Carrerilla no hubiese despachado ya su mercancía. Cuando se cansó de esperar dio un salto con el impulso de sus brazos dispuesto a buscar a su amigo en la calle para no llegar tarde a la cita con María. Durante su descenso hacia el suelo, la puerta se abrió y dejó entrar una nube de frío entre la que distinguió a un joven grueso que llegaba ahogado por la galopada. La violencia con la que intentaba respirar no le permitía articular la palabra que traía en la laringe.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó Emilio, sujetándolo por ambos brazos.

—¡Carrerilla! —pudo decir por fin el voceador.

—¿Qué? —inquirió Emilio, estremecido.

—¡Un… un… una… bomba!

Emilio no lo había comprobado hasta entonces: los hombres tienen incorporada entre sus tripas una pequeña vejiga que se escapa a los exámenes médicos. Cuando los peores presagios se hacen con la frágil mente de la especie humana, ese dispositivo comienza a hincharse hasta conseguir arrinconar cuantas vísceras comparten espacio en la caja torácica. Primero oprime el estómago, después el empuje descompensa la respiración y, por último, el corazón tiene que pelear para poder seguir latiendo. Por efecto de esos fenómenos, los gases desaparecen del aparato respiratorio, la vista se acorta y el oído se embota. Para cuando el periodista empezaba a ser consciente de ese cuadro, ya trotaba por Fuencarral en busca del puesto callejero de Carrerilla.

Los ineludibles curiosos del Madrid nocturno se arremolinaban en torno a las espaldas de algunos policías que intentaban contener aquella morbosa e insana atracción. Emilio no esperó a que le pidiesen identificación. Cruzó la barrera y, sin adentrarse demasiado, tanto por respeto a la escena de un atentado como por miedo a lo que podía aparecer ante sus ojos, se encontró pisando las hojas de un ejemplar de
La Voz
. Su mirada comenzó a recorrer los baldosines en una búsqueda desesperada de más indicios sobre el paradero de su amigo, pero lo único que encontró fueron charcos formados por humores de indudable procedencia humana, si bien la luz mal alimentada de las farolas no le permitía identificar colores ni tonalidades en aquel festín de vísceras.

—¿Hay heridos? —preguntó Emilio, en un intento de rebajar la creciente certeza de una desgracia—. Soy periodista.

—Ha muerto un chico de los que venden la prensa —le dijo el policía—. Se han llevado el cuerpo. A los heridos los están atendiendo ahí.

El brazo del agente señaló hacia dos ambulancias, la última esperanza de que los charcos gelatinosos del suelo no perteneciesen al mejor vendedor de periódicos de aquella ciudad que, de manera cada día más frecuente, castigaba a los inocentes con una indiferencia despiadada. Emilio se aproximaba a los servicios de socorro, pero Gisbert lo sujetó abrazándolo por detrás.

—¡Emilio, quieto, cálmate!

—¡Carrerilla! —clamó, mientras lanzaba su mirada hacia las camillas. Las cuatro sábanas que cubrían otros tantos cuerpos inmóviles parecían sudarios.

—Carrerilla está herido, pero vivo —le desveló el inspector, quien, como haría cualquier otro con un mínimo sentido de la humanidad, no le estaba contando todo lo que sabía.

—¿Qué tiene?

—Es pronto para saberlo, está inconsciente —terminó por confesarse—. La bomba cayó entre él y un joven anarquista que vocea
La Tierra
. No podemos determinar hacia quién iba dirigida, pero el otro muchacho salió despedido hacia la pared y quedó espachurrado por la explosión y claveteado por la metralla. El vuestro tuvo más suerte, la onda expansiva lo empujó hacia la calle. Se ha llevado un golpe tremendo en la nuca. No sabemos si tendrá más lesiones. ¡Menos mal que el conductor del tranvía lo vio y pudo parar a tiempo!

Para extrañeza de Gisbert, Emilio elevó al cielo una sonrisa de conformidad mientras cerraba los párpados. Si una de aquellas máquinas que recorrían las calles de la ciudad colgadas de un cable le robó un día la prestancia al andar a un chicuelo del barrio de las Latas, otro de esos ingenios —o tal vez el mismo— le había regalado la vida aquella misma noche.

La vesícula hinchable comenzó a perder fuelle cuando Emilio Ruiz observó que una de aquellas camillas que portaban los voluntarios de la Cruz Roja llevaba encima una sábana colocada descuidadamente sobre el cuerpo de un niño del que sólo se veía una pierna desnuda, la que dejaba descubierta el pantalón corto de Miguelito.

—Emilio, déjalo en manos de los médicos. Tú no puedes hacer nada más. Nosotros perseguiremos a los culpables —le recomendó el inspector—. Ya sabes cómo son estas cosas. Pasó un coche y… cuando la bomba explotó ya estaban lejos. Por el momento sabemos que fue una de esas granadas cilíndricas.

¿Granadas cilíndricas? Esa somera descripción recordó al periodista algún artículo que había escrito sobre atentados contra comunistas. Si su memoria no le fallaba, se sospechaba que era tecnología militar alemana al servicio del fascio internacional.

—¿Cuántos eran?

—Emilio, no te reconcomas. Deja hacer a los médicos y vete a dormir. Mañana hablamos —intentaba calmarlo el policía.

—Tres, ¿verdad que eran tres?

Allí, entre Fuencarral y Gran Vía, donde la ciudad jaraneaba mañana, tarde y noche, señores con corbata y mujeres emperifolladas recogían del suelo los ejemplares de
La Voz
que la bomba había desparramado. Era la rapiña del botín callejero procedente de una masacre que había dejado sus salpicaduras impresas en alguna de aquellas portadas donde se recordaba el precio de la sinrazón: diez míseros céntimos.

Emilio Ruiz no quiso hacer caso a Gisbert, a pesar de que era la primera vez que le pedía que se fuese a casa a una hora respetable.

Hacía rato que María había completado su cupo de agua mineral para entregarse a un vaso de Campari con soda. Cuando las compañías comenzaron a tornarse amenazantes y las expectativas de que apareciesen Carrerilla y Emilio se esfumaron, pagó sus consumiciones y se dejó envolver por la noche.

El periodista no quiso pasar por La Española. No tenía fuerzas para contarle a María lo que le había sucedido a Carrerilla. Prefirió acercarse al hospital de Moncloa para interesarse por el niño. El silencio y la funcional decoración clínica eran perfectos aliados nocturnos para incrementar la angustia en el corazón mejor templado.

—¿Es usted familiar del paciente? —le preguntó el médico.

—Padrino —se le ocurrió responder a Emilio.

—¿No están aquí sus padres? —fue la pregunta que hizo sospechar a Emilio que las cosas no iban nada bien.

—Me han enviado a mí. ¡Cuénteme!

—Verá, he tratado algunos casos similares… Hay que hacer nuevas pruebas…, pero creo que está en estado vegetativo.

—¿En coma? ¿Me está diciendo que está en coma?

—Y debo añadir que, desde mi humilde criterio, este chico ha tenido mucha suerte. El golpe ha sido tremendo.

—No saben cuándo despertará, claro.

—No sabemos si despertará algún día.

Emilio no era capaz de imaginar a Carrerilla quieto, ni siquiera echándose una siesta. Era inconcebible que un simple golpe, por violento que fuera, paralizase esa agitación natural que le impulsaba a diario. No quiso pasar a verlo porque aún estaba fresca la alegre imagen del último Miguelito con el que había mantenido una charla en sus dominios naturales: las aceras que recorría diariamente con su gracioso andar descompasado.

La luz que despedían las pocas ventanas vivas del hospital lo convertían en un tenebroso caserón que Emilio no quería volver a ver hasta que Carrerilla recuperase su vibrante vitalidad. Recorridas un par de calles más, decidió que no podía dirigirse a donde quería llevarle su conciencia. El cerebro enviaba órdenes a las piernas para que se encaminasen a mil sitios a la vez: a buscar explicaciones, a dárselas a María, a pedir ayuda, a hablar con los tíos del chico, al hospital para hacerle compañía… ¡A la mierda todo!, se dijo por fin. Puesto que, en aquel estado, su mente no podía ser una buena consejera, alzó la mano para atraer un taxi y tomar la dirección que le pedía la parte más oscura de su espíritu.

—A Chamberí, por favor.

No recordaba con exactitud el piso al que se dirigía, pero disponía de la información suficiente: era el más alto de aquella casa de persianas verdes siempre desenrolladas. Sólo una buhardilla podía servir para expulsar por sus troneras tanto humo como se generaba en un fumadero de opio, un viejo conocido suyo al que no se atrevería nunca a reconocer como amigo, a pesar de lo mucho que le había servido para apagar sus angustias.

Llamó a la puerta con discreción, pero la bienvenida fue reventona.

—¡Emilio, cuánto tiempo! —exclamó sorprendida aquella sonriente mujer enana que se cubría con un exótico quimono de dragones entrelazados.

—Ya ves, Matilde, no ha pasado el suficiente para olvidarte.

La mujer le dio un abrazo que, a la vista de cualquiera, habría resultado obsceno por la forma en que la diferencia de estatura hizo chocar determinadas partes de sus cuerpos. Con paso presuroso, Matilde lo condujo por el pasillo hacia la única estancia habilitada en aquel ático, si se exceptuaban un aseo y la cocina, que indistintamente hacían las veces de despensa y de laboratorio de tóxicos. Desde detrás de unos biombos que parecían recortados de un paisaje descrito por Marco Polo llegaban ya los efluvios producidos por la combustión del veneno somnífero.

Las esteras extendidas sobre el tablado del suelo acogían un purgatorio de cuerpos vencidos y pupilas erráticas que no querían saber dónde había quedado el mundo inteligible. Con las ventanas entreabiertas para aliviar el humo, aquellas cuatro paredes con sus correspondientes perchas se convertían en el refugio insondable de cuantos duelos pudiera imaginar un hombre. Emilio Ruiz escogió su alfombrilla como quien busca sitio para cavar su propia tumba. Tendido y con los brazos cruzados sobre el pecho, esperaba su dosis. Los efectos de la sustancia que vendían en aquel reputado local no siempre resultaban inocuos. Su consumo intensivo y prolongado derivaba en una degeneración corporal que se manifestaba en algunas de aquellas figuras de ojeras profundas y extremidades descarnadas que tenía a su alrededor. Emilio recordaba con viveza cómo había conseguido librarse de aquellas ataduras al menos en dos ocasiones anteriores. Nadie podía asegurarle que una nueva visita al local fuese un capricho efímero. Sabía que aquella decisión podría significar la compra de un abono eterno para el lento espectáculo de la podredumbre física y anímica, aunque el actual descalabro de sus emociones no le permitía pensar más allá de los próximos diez minutos.

Matilde le acercó una bandejita con todos los útiles necesarios.

—Aún conservo la pipa que te gustaba. Tu pipa de la paz.

Engastada en el largo tubo de madera, una pequeña montura metálica sostenía la cazoleta en la que la enana había dispuesto ya un grumo de opio.

—Es
chandu
, el elixir de la amapola. He elegido el mejor para celebrar tu vuelta.

La llama provocó un chisporroteo que a los pocos segundos se convirtió en gorgoteo. Para entonces, los aceites ya ardían y las primeras fumarolas se deslizaron por los bronquios, dispuestas a conquistar por completo cuantos alvéolos se encontrasen a su paso. Emilio sintió cómo una densa lengua oleaginosa apartaba el oxígeno de las cavernas del pecho. Lejos de resistirse, sus neuronas se prepararon para recibir a su majestad el rey Morfeo y su séquito de visiones.

Una ondulante cortina comenzó a ocupar el fondo del escenario de un teatro negruzco. Era una lenta cascada de sangre venosa que caía uniforme sobre el suelo hasta alcanzar las primeras localidades del patio de butacas, donde los botines de los finolis chapoteaban en el plasma, mientras que las brillantes chisteras de seda salían disparadas hacia un techo de increíbles molduras y lámparas caleidoscópicas. El director de la orquesta, después de ametrallar a los músicos entre soeces carcajadas, subió a las tablas para anunciar la presencia de los artistas peor pagados del mundo de los cómicos. Franklin Delano Roosevelt fue el primero que, con un atropellado paso de la oca, ocupó su plaza en medio de un ¡tachán! desafinado que surgió de la nada. Desde ese mismo lugar, Adolfo Hitler comenzó a aproximarse por el aire. Con el cogote recién rapado, parecía un maharajá sentado sobre su ingrávido abrigo volador, que pasó rozando el periscopio de un submarino. Clark Gable fumaba un cigarro que terminaba en una nube de humo con forma de margarita. Era un artículo de broma que expelía chorritos de agua sobre el rostro de Joséphine Baker, a la que un acomodador ciego, convencido de que no había pagado su entrada, buscaba por el gallinero mediante repetidos latigazos de linterna. El director había asumido la responsabilidad sinfónica de aquel montaje al convertirse repentinamente en hombre orquesta. Con un pie accionaba el bombo y los platillos que llevaba colgados de su espalda a la vez que dos brazos mecánicos pulsaban las teclas de un clarinete oxidado del que brotaban tangos porteños de Manuel de Falla que, en voz de Celia Gámez, sonaban a marcha militar. Carrerilla, con gorro de capirote, accionaba algunos de aquellos mecanismos al tirar de un cordel que sostenía desde el camerino. Cuando tensaba otro cordón, los artistas simiescos del fondo tropezaban entre sí, quebrando sus extremidades entre alaridos de dolor. La macabra escena del desmembramiento desataba el regocijo de una jauría de espectadores a los que les faltaban las manos, lo que no les impedía aplaudir chocando unas cabezas contra las otras. Así hacían crujir sus frágiles cráneos de serpiente, de los que comenzaron a huir los pensamientos en dirección a la puerta de entrada. El hombre orquesta estalló en un millón de esquirlas de metal y el telón comenzó a bajar. Era un tupido lienzo negro que, a medida que se acercaba al suelo, dejaba al descubierto el rostro sonriente de una mujer enana que hablaba con una amabilidad maternal.

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