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Authors: Fernando Tascón,Mario Tascón

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

La biblia bastarda

BOOK: La biblia bastarda
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Una noticia en el periódico La Voz, en enero de 1934, desata una compleja red de intereses en la que se ve envuelto un reportero de ese diario, Emilio Ruiz. Las calles de Madrid, sus edificios y los bajos fondos de la ciudad se convierten en escenario de una persecución tras el rastro de una Biblia, la más antigua conocida. El Códice Sinaítico, un documento de incalculable valor, esconde entre sus páginas algunas divergencias acerca de la «verdad oficial» sobre la vida y muerte de Jesucristo y podría demostrar que los Evangelios que conocemos han sido manipulados a lo largo del tiempo.

Una increíble novela basada en un libro real. Una apasionante trama en la que se cruzan periodistas, espías, policías, sacerdotes y una misteriosa bibliotecaria, que no dejará indiferente a nadie.

Fernando Tascón - Mario Tascón

La Biblia bastarda

ePUB v1.0

NitoStrad
12.06.13

Título original:
La Biblia bastarda

Autor: Fernando Tascón, Mario Tascón

Fecha de publicación del original: abril 2013

Editor original: NitoStrad (v1.0)

ePub base v2.0

Dedicado a Emilio Ruiz

Madrid, 9 de enero de 1934

Diario
La Voz
, de la portada.

INGLATERRA:

EL ÉXITO DEL CÓDEX SINAITICUS

A pesar del frío y de la niebla, todos estos días hay una cola nutrida delante del Museo Británico. A nadie llama la atención las colas londinenses. Los ocho millones de habitantes tienen que adaptarse a la capacidad de la ciudad, y como se trata de habitantes civilizados, se adaptan ordenadamente, colocándose en rigurosa fila uno detrás de otro.

La cola es una necesidad inevitable que según algunos ingleses es además muy útil, porque así como en los campos de deporte se ejercitan los músculos, en las colas se ejercita la paciencia.

Enero es precisamente el mes de las colas. Además de las que se forman habitualmente delante de teatros y cinemas, en este mes se puede decir que delante de cada tienda hay una cola más o menos larga, según la categoría del negocio. Enero es el mes de los saldos, y la gente ordenada se provee de gangas para todo el año, a cambio de esperar muchas horas leyendo una novela o contemplando las acrobacias de los artistas callejeros.

Sin embargo, la cola más original de todas es la del Museo Británico. No es original por las personas que la componen, ya que éstas son hombres y mujeres corrientes, sino por el fin que persigue. Los hombres y mujeres que esperan de pie a pesar del frío y de la niebla no persiguen un gabán de pieles barato ni un traje por libra y media. Quieren únicamente contemplar durante unos segundos un manuscrito amarillento y depositar unas monedas para ayudar a cubrir las cien mil libras esterlinas que ha costado esta Biblia del siglo
IV
, el famoso Códex Sinaiticus.

El Museo Británico ha comprado al gobierno soviético dicho documento, que viene a enriquecer considerablemente su biblioteca, quizá la mejor del mundo. Y el público londinense agradece esta compra. Unos, porque comprenden la importancia del documento; otros, porque lo ven muy amarillo y deducen por esto que debe de ser muy antiguo.

Gran parte de los que hacen cola para contemplar el documento son muy distintos de los asiduos del Museo Británico, de esos estudiantes e intelectuales de las cinco partes del mundo que a la hora de comer se acercan disimuladamente a una de las fuentes que hay en el patio de entrada y con el vasito de aluminio sujeto a una cadena engañan al estómago durante unas horas más. Entre los de la cola hay comerciantes, madres de familia, señoras de sociedad, mecanógrafas y toda clase de patriotas.

Según ha dicho uno de los directores del museo, el famoso manuscrito está teniendo un gran éxito, y ya se ha cubierto buena parte de las cien mil libras. Y es que entre la «gente bien» ya no se pregunta: «¿Has visto a Marta Eggerth en la película X?», sino «¿Has visto el Códex Sinaiticus en el Museo Británico?».

I
RENE DE
F
ALCÓN
(corresponsal en Londres).

Capítulo
1
LA CARTA (MADRID, ENERO DE 1934)

U
n insoportable chirrido procedente del sótano anunció que la rotativa estaba a punto de atascarse. El estruendo que provocó la máquina al pararse dio paso a un silencio salpicado por el siseo de los latiguillos sueltos y las gruesas maldiciones proferidas por los operarios. Como siempre sucedía cuando fallaba algo, el jefe de talleres se asomó por la escalera y, sin terminar de subir a la sala de redacción, dictaminó quién había sido el culpable mientras se limpiaba los dedos en una madeja de fibras.

—Esta vez ha sido el alcalde —comentó Leandro Sorriba, a la vez que arreciaba en su frotar de manos desde el penúltimo escalón—. Os lo tengo dicho: o el señor don Pedro Rico adelgaza unos cuantos kilos, o no pasa entre los rodillos. También os lo advertí cuando pusisteis en la portada a la Crawford con el escote abierto y la pechuga al aire: los cilindros no son capaces de aplanar tanta voluptuosidad. Fijaos: con el monstruo del lago Ness sí que pueden; aunque tenga forma de serpentín, lo planchan, ¡pero esas curvas…!

Los del «tendido de los sastres», los redactores de deportes y de tauromaquia, los que nunca pagaban entradas para los espectáculos, formaban un animado corrillo vespertino en el que los de la fiesta nacional hablaban de fútbol y los del fútbol pontificaban sobre toros; eso sin despreciar cualquier otro comentario crítico sobre la actualidad política o, por supuesto, sobre términos tan sugerentes como «voluptuosidad».

—¡Eh, amigo! —dijo Rufino Pérez, el especialista taurino, dirigiéndose al jefe de talleres—. Ya imaginábamos que tú eras más proclive a la Mae West, sabíamos que te enloquece lo raquítica que está; pero a mí dame buenos tocinos, aunque se me indigesten como a la rotativa. Si quieres, quédate tú con la Bette Davis esa que has arrancado del almanaque para guardarla en el cajón. ¡Que te hemos visto, Leandro!

—Oye, no te equivoques —respondió el aludido—. Esa foto representa para mí algo sagrado, intocable… En realidad, la conservo porque es el vivo retrato de la Virgen de mi pueblo, esculpida en pleno éxtasis. Sólo le faltan la corona y el manto que le bordaron en oro las beatas para sacarla el día de la fiesta.

—Sí, le falta el manto, la mantilla, la blusa, la falda, el corsé… ¡Vaya con la Virgen de tu pueblo, a ver si me la presentas, que yo también quiero verla en éxtasis!

—¡Rufino, un respeto, que te vas a ganar una plaza en el infierno y un par de correazos! —terminó Leandro con una sonrisa pícara.

Los demás les rieron la gracia y siguieron con su tertulia. Transcurrida media competición balompédica y recién estrenado el año 1934, tocaba hacer sesudos análisis sobre las evoluciones del Arenas de Getxo y sus escasas opciones de permanecer en Primera División. Cuando estaban a punto de hablar del diestro mexicano Armillita y de la posibilidad de que volviese triunfal a España después de reconquistar los ruedos americanos, regresó a la redacción el fragor de la maquinaria y, con él, la rutina. El monótono runrún mecánico volvió a convertirse en el fondo sonoro de aquellas conversaciones cuyo único propósito era el remoloneo. Los periodistas de
La Voz
, a esas horas de una tarde de enero, intentaban apurar la calefacción de los locales durante el mayor tiempo posible y, de paso, no llegar a casa demasiado pronto para, de ese modo, no tener que dar explicaciones cuando otro día volvieran a llegar tarde por motivos menos justificables.

Y entonces sucedió. Si el repentino silencio provocado por la avería no había despertado el menor sobresalto entre aquella partida de redactores que parecían estar a la espera de una incierta orden de evacuación, el resonar de la apertura de la puerta del despacho del redactor jefe tuvo efectos turbulentos. El jefe de los periodistas llevaba un rato rugiendo por las constantes averías de los talleres. Maldecía desde su habitáculo para lamentar el infortunio que se cernía sobre aquella desdichada máquina, pero en realidad su repentina aparición en la redacción tenía otro motivo, lo que de manera inconsciente puso a los reporteros en guardia.

—¿Alguno de los presentes sabe inglés? —preguntó, dejando atrás la vibración de los cristales biselados que chocaban contra los junquillos de la puerta, recién cerrada de manera violenta.

Puesto que sólo le respondió el silbido de la máquina subterránea, el reclutamiento prosiguió.

—A ver, ¿me queréis decir que ningún redactor de este insigne periódico conoce la lengua de Faulkner, al que no os cansáis de citar, o de Gloria Swanson, a la que no dejáis de dedicar libidinosas miradas, o de los astros del
ring
, o de los inventores del
football
y su
match
, su
corner
…? Pero si hasta se podría afirmar que esto es el
Times
venido a menos. Mucha cultura anglosajona, mucha gaita escocesa, y ahora que necesito traducir una simple carta, no encuentro un voluntario. Ni siquiera busco un verdadero truchimán, sólo un apaño.

Lo había vuelto a hacer. Para disgusto de los allí reunidos, el jefe había utilizado una de esas palabras que nadie había oído jamás y que sólo podían entenderse como un modo de hacer méritos para dar el definitivo salto del vulgar
La Voz
, en el que trabajaba, al erudito
El Sol
, el periódico matutino del piso de arriba. Dentro de la misma empresa editorial,
El Sol
era el que más pagaba y el que menos recaudaba, el que renunciaba al menudeo de los episodios cotidianos para dedicarse con esmero al fino análisis de la política, a la elucubración intelectual y a la recensión artística.
La Voz
, sin embargo, era un periódico vespertino que complementaba tanta fruslería con artículos más directos, editoriales agresivos, sucesos, deportes, toros, fotografías, y en el que se plasmaban los problemas de la calle. Uno, el de arriba, buscaba que lo leyeran con las primeras luces del día; el otro, el de abajo, se conformaba con los temblorosos fotones que desprendían las farolas lastimeras de la noche. Eran el matrimonio perfecto de cónyuges irreconciliables.

El jefe, que siempre aspiró a ser uno de los selectos mandamases de la planta superior, buscaba un colaborador, pero con el paso de los años los periodistas se hacían expertos en el arte de escurrir el bulto. Un gesto inapropiado en esos momentos de alistamiento podía convertirse en un castigo atroz, como solía considerarse el trabajo extra en la mayor parte de las organizaciones. Emilio Ruiz, que había permanecido ajeno a la escena desde el parapeto que le proporcionaba su mesa, negó con la cabeza.

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