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Authors: Fernando Tascón,Mario Tascón

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

La biblia bastarda (7 page)

BOOK: La biblia bastarda
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Capítulo
4
EL MONASTERIO DE SANTA CATALINA

C
onstantino se despertó sobresaltado la mañana del sábado, más tarde de lo que debía. Se había quedado dormido encima de las hojas en las que escribía después de pasar todo el viernes trabajando sin parar hasta la madrugada en la silenciosa biblioteca del padre Cirilo. Dormir era un pecado en aquellas circunstancias. Había dedicado la mayoría de las horas a transcribir la ignota Epístola de Bernabé. Von Tischendorf tenía delante una copia de los veintidós capítulos completos y a través de su mirada desfilaban frases que ningún cristiano había visto desde hacía siglos. Allí, en aquellas letras rojas, Bernabé contaba a los primeros creyentes que el Altísimo no quiere sacrificios, que es suficiente con un corazón arrepentido. Y también era muy distinto lo que anunciaba a sus hermanos acerca de la opinión de Dios sobre qué animales se deben comer y cuáles no. El Señor no prohíbe, como pensaban los judíos, la carne de los considerados impuros: lo que realmente exige es la renuncia a los pecados simbolizados por esas bestias.

Quedaban, por tanto, anulados aquellos contundentes versículos del Levítico:

Y de las aves, éstas tendréis en abominación y no se comerán: el águila, el quebrantahuesos, el azor, la gallinaza, el milano según su especie, todo cuervo según su especie, el avestruz, la lechuza, la gaviota, el gavilán según su especie, el búho, el somormujo, el ibis, el calamón, el pelícano, el buitre, la cigüeña, la garza según su especie, la abubilla y el murciélago.

Lo importante era no cometer los pecados que representaban aquellos pájaros.

Había llenado de notas su cuaderno. Tenía que comprobarlas con calma. Además de buscar la parte incompleta del Evangelio de san Marcos, la caligrafía del tramo final de texto de san Juan estaba repleta de indicios que le hacían sospechar que allí había intervenido otro escriba diferente cuyos trazos no se correspondían con los de los anteriores.

El versículo 25 del capítulo 21 rezaba así: «Hay además otras muchas cosas que hizo Jesús. Si se escribieran una por una, pienso que ni el mundo bastaría para contener los libros que se necesitarían». Pero aquello tenía todo el aspecto de ser un añadido más moderno. Quizá un nuevo amanuense aprovechó un hueco porque le parecía que las cosas contadas por su predecesor en los renglones anteriores resultaban insuficientes. ¿O sería simplemente un cambio del monje copista porque alguno había fallecido o se había puesto enfermo? Necesitaba verlo todo con calma, comprobar la integridad de las hojas y su orden, aplicar métodos más científicos, y eso no podía hacerlo encima de aquellos escritorios de madera, apenas alumbrados por luces de velas y aceite, y sin más ayuda técnica que una lupa de viaje.

Su cabeza, cansada, se debatía entre el sueño y la vigilia. Con el paso de las horas y al entornar los ojos, sobre las murallas del monasterio comenzaron a aparecer cigüeñas que volaban portando en sus picos letras griegas de oro. Una lechuza ululaba escondida en el interior de una zarza de la que brotaban lenguas de fuego, y varias gaviotas picoteaban las esquinas de una hoja del Nuevo Testamento. El agotamiento le vencía, pero dejarse arrastrar sería un signo de flaqueza. Un gavilán sobrevolaba el minarete con las Tablas de la Ley a lomos. Necesitaba dormir.

El tañer de la campana para el rezo le despertó de nuevo. Por la luz y el sonido debían de ser ya las nueve de la mañana. No sabía muy bien a qué hora le había podido la modorra, aunque seguro que había sido muy tarde. Recogió las hojas originales, de las que había conseguido transcribir la epístola en su totalidad. Las miró orgulloso tras ordenarlas. Se levantó, salió de la biblioteca y se dirigió hacia el refectorio para ver si podía desayunar algo.

El comedor de los monjes era una sala oblonga con una mesa comunal de madera, larga y estrecha, fabricada en Corfú en el siglo
XVII
y tallada con ángeles y flores de estilo rococó. En el techo, unas pinturas simbolizaban la hospitalidad de Abraham. De la pared colgaba un enorme lienzo que representaba el Juicio Final.

El profesor no tardó en localizar un cuenco de leche de cabra y un pedazo de pan con forma de torta redonda y dura que igual servía de cuchara, de plato o incluso de alimento si el comensal conseguía ablandarla sumergiéndola en el tazón. A esas horas de la mañana, tan sobrio sustento le supo a gloria. Sentado y pensativo, se preguntaba cómo convencer a los monjes de que tenía que sacar de allí el códice. Entonces decidió dar un paseo por el monasterio. El viento de las jornadas anteriores había cesado. Hacía un día espléndido y apacible, pero su espíritu seguía inquieto. No disponía de demasiado tiempo para quedarse, y además aquellas estancias no eran el lugar más adecuado para trabajar de la forma que deseaba. Se sintió obligado a convencer al abad y a los monjes de que, para avanzar en su transcripción, habría de irse a El Cairo con la Biblia griega.

Paseando por el recinto llegó hasta la trasera de la iglesia principal. Justo enfrente, sobre una pared, estaba el matorral donde se había originado todo aquello: la zarza ardiente, una de las historias bíblicas más conocidas por cualquier cristiano, fuera católico u ortodoxo.

[…] y llegó Moisés al Horeb, la montaña de Dios. El ángel de Yahveh se le apareció en forma de llama de fuego, en medio de una zarza. Vio que el arbusto estaba ardiendo, pero que no se consumía. Dijo pues Moisés: «Voy para ver este extraño caso: por qué no se consume la zarza». Cuando vio Yahveh que Moisés se acercaba para mirar, le llamó de en medio de la zarza, diciendo: «Moisés, Moisés». Él respondió: «Heme aquí». Le dijo: «No te acerques aquí; quita las sandalias de tus pies, porque el lugar en el que estás es tierra sagrada». Y añadió: «Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob». Moisés se cubrió el rostro porque temía ver a Dios.

Pasaron muchos siglos desde que el Todopoderoso se manifestó hasta que santa Elena, la madre del emperador romano Constantino, mandó construir una capilla en aquel mismo lugar. Los monjes aseguraban que el arbusto que ahora se encontraba a unos metros del emplazamiento original era el mismo que había ardido ante los ojos del profeta. Antiguamente, muchos de los que allí llegaban huyendo de las persecuciones se refugiaban en las cuevas de las cercanías del monte Sinaí, donde a menudo los forajidos los atacaban. Una pequeña ermita no parecía suficiente para proteger a aquellas primeras comunidades de ascetas en un territorio árido que llevaba siglos habitado sólo por algunos eremitas. En el año 520, el emperador Justiniano I encargó a su arquitecto Stephanos de Aila la construcción de un monasterio rodeado de una fortaleza para proteger a los cristianos de los asaltos de bandidos y maleantes. El recinto amurallado parecía inexpugnable, pero, según las leyendas, Justiniano mandó matar al diseñador una vez acabada la obra porque, desde las elevaciones de los alrededores, el cenobio estaba al alcance de cualquier tipo de proyectil. De esa forma sólo podía servir como refugio contra asaltos rápidos, pero nunca ante un asedio prolongado. El nombre de Santa Catalina fue posterior. Decía la tradición que en el siglo ix los monjes encontraron los restos de esa mártir decapitada en la cumbre de uno de los montes cercanos al Sinaí, adonde los ángeles los habían trasladado. Primero fue la iglesia, luego el monasterio con su muralla, más tarde el nuevo nombre inspirado por los restos de una santa. Y todo alrededor de aquel modesto matorral.

Constantino von Tischendorf alzó la mano tras santiguarse para tocar las ramas que colgaban de la pared. Le impresionaba el áspero tacto de la planta, que parecía poder inflamarse en cualquier momento. Siguió evocando la historia de aquel lugar sagrado para las principales religiones.

De frente apareció caminando Cirilo, que se dirigió hacia él.

—Buen día nos dé el Señor. Acariciar esas hojas es conmovedor, ¿verdad? ¿Le ha dado tiempo a leer ese pasaje en la Biblia que encontró ayer? Esa mata que usted toca sigue siendo la zarza primigenia del libro del Éxodo, en el Antiguo Testamento. Hace siglos la trasplantaron tan sólo unos metros para poder construir la capilla original.

—Llevo toda la noche leyendo, pero he dedicado más atención al Nuevo Testamento. La verdad es que esta fortaleza está repleta de historias, si bien lo que más me ha impresionado siempre es la paz de la que llevan siglos disfrutando, sin ningún ataque ni expolio significativo, sobre todo si tenemos en cuenta la comprometida situación del enclave, rodeado de musulmanes y en medio de rutas de saqueadores y ejércitos en plena conquista.

—Pocas personas ajenas a este desierto lo saben, pero lo cierto es que nosotros contamos con un salvoconducto especial. Los súbditos de Alá tienen prohibido atacar este monasterio y a sus monjes.

—No entiendo qué monarca o autoridad egipcia ha podido otorgarles semejante privilegio y por qué lo han respetado los posibles atacantes —comentó, extrañado, el biblista.

—Hay uno al que ellos respetan tanto como nosotros a Jesús: el propio Mahoma. Él fue quien nos extendió su bendición y esa garantía manuscrita.

—Hermano, eso parece una leyenda que no creo que tenga fuerza suficiente como para que sus seguidores la acaten, sobre todo si el premio por no hacerlo son los tesoros y las posesiones que podrían obtener.

—Peor es el castigo del infierno para quien incumple los designios divinos. Igual que este monasterio guarda Biblias y documentos de la cristiandad, también conserva entre sus credenciales una carta de garantías que el mismísimo Mahoma escribió de su puño y letra después de que nuestra comunidad lo protegió en una ocasión dentro de estas murallas. Ningún creyente del islam se atrevería a desobedecerla.

Von Tischendorf no salía de su asombro ante tantas novedades.

—Se la enseñaré cuando vuelva usted a la biblioteca, ya que es allí donde se guarda una copia. De todas formas, si tiene interés se la adelanto traducida porque la conozco de memoria.

Y Cirilo empezó a declamar:

—«Esto es un mensaje de Muhammad ibn Abd Allah como un pacto con aquellos que adoptan la cristiandad, cercanos y lejanos: estamos con ellos.

»En verdad, yo, mis servidores, mis ayudantes y mis seguidores los defendemos, porque los cristianos son mis ciudadanos y, ¡por Alá!, yo protesto contra todo lo que los incomode.

»No se les debe coaccionar en nada.

»Ni sus jueces deben ser cesados en sus trabajos ni sus monjes expulsados de sus monasterios.

»Nadie debe destruir una casa de esa religión, dañarla o llevar algo de ella a las casas musulmanas.

»Si cualquiera hiciese algo de esto, rompería un pacto de Dios y desobedecería a su Profeta. En verdad, ellos son mis aliados y tienen mi carta de protección contra todo lo que odian.

»Nadie debe forzarlos a viajar u obligarlos a combatir.

»Los musulmanes deben luchar para protegerlos.

»Si una cristiana se casa con un musulmán, debe ser con su consentimiento. No debe evitarse que acuda a su iglesia a rezar.

»Sus templos deben ser respetados. No debe impedirse que los reparen ni negar la sacralidad de sus ceremonias religiosas.

»Nadie en la nación musulmana debe desobedecer este pacto hasta el día del Juicio Final».

—Ciertamente, un contenido notable y llamativo que contrasta con lo que cristianos y musulmanes piensan hoy en día los unos de los otros —reconoció el alemán—. Ahora entiendo mejor su estrecha y longeva relación con los beduinos y con el resto de los vecinos de la zona.

—Ya sabe, profesor, que hay que acudir a los documentos originales para saber la verdad de cualquier historia, para evitar que el tiempo y los hombres la distorsionen. ¿No es eso lo que usted intenta hacer con los manuscritos que acaba de encontrar?

—Sí, algo así. Quiero mostrar al mundo que la Biblia cristiana es un documento ajustado a las creencias originales, y especialmente hacérselo ver a muchos que ahora afirman que lo que estudiamos no son otra cosa que patrañas inventadas por los Padres de la Iglesia. Convendría también que se divulgara este documento del Profeta que me acaba de recitar. Que la gente lo conociera ayudaría a una mejor comprensión entre ambas religiones. Dejarles ese testimonio fue un importante regalo.

—Lo sabemos y, en agradecimiento, la comunidad erigió en el interior del recinto una mezquita cuyo minarete, ese que ve usted enfrente, se aprecia en la distancia al lado del campanario. Santa Catalina es uno de los lugares más respetados y que más tesoros artísticos ha logrado conservar intactos a lo largo de la historia. Siempre han existido personas importantes que nos han amparado, como en la actualidad el propio zar de Rusia, que le ha enviado aquí. El mismo Napoleón, hace no tantos años, puso bajo su protección personal este antiguo monasterio cuando sus tropas llegaron a Egipto. El general francés Kléber mandó desde El Cairo a dos arqueólogos para estudiar la construcción. Se lo encontraron en uno de sus momentos de mayor decadencia: sólo seis monjes lo habitaban y el muro este se hallaba completamente destruido. El militar ordenó reparar la pared con bloques de granito exactamente iguales a los que se habían ido derrumbando después de sufrir unas fuertes inundaciones poco habituales en el desierto.

—Es cierto, esa parte parece mucho más reciente. Coincidirá conmigo de todas maneras en que mantenerse en esta zona del mundo sin haber sufrido daños importantes durante más de mil quinientos años es un milagro. Que sus iconos, sus pinturas y, sobre todo, sus libros permanezcan casi intactos es aún más inexplicable, a juicio de un europeo recién llegado. Gracias por la confidencia.

—No hay de qué. Le dejo que prosiga su caminata. Que Dios le guarde.

El paseo le llevó hasta una de las murallas, desde donde Von Tischendorf pudo otear a los beduinos Yabaliya mientras trabajaban en los jardines de extramuros. Seguramente, aquella abnegada comunidad de servidores del monasterio que vivía en los alrededores de Santa Catalina había sido tan importante en la protección del recinto como la propia orden del profeta. No en vano era ruda gente de la montaña que descendía de forma directa de una guardia de doscientos soldados que el emperador bizantino Justiniano, sabedor de que un monasterio no se salvaguardaba sólo con muros, había reclutado en las cercanías del mar Negro y en el propio Egipto. Aquel grupo de familias vivía en perfecta simbiosis con los monjes desde hacía mucho más de un milenio. Musulmanes y cristianos mezclados en un monte sagrado para ambas religiones. Desde el camino de ronda de la muralla, observaba embelesado la precisión de los trabajos de jardinería en los huertos exteriores del monasterio, donde cultivaban albaricoques, damascos o dátiles para abastecer las necesidades de aquellas gentes y de los hermanos. Allí abajo, algo más alejado, estaba también el camino que llegaba hasta el desfiladero desde el que se elevaba Santa Catalina y que tendría que devolverle pronto a El Cairo, pero ¿cómo hacer para llevarse de allí la Biblia, un tesoro que, de momento, sólo él conocía? Ya había dado órdenes al traductor y a Sheik, el jefe de los tres beduinos que tenía a su servicio, para que prepararan su regreso el lunes día 7. Tenía que sacar como fuera aquellas Letras Divinas del monasterio que las custodiaba desde hacía quince siglos, ya que las estancias monacales no eran el lugar adecuado para estudiar el códice. Le quedaban menos de veinticuatro horas para pensar y poner en marcha una estrategia.

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