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Authors: Fernando Tascón,Mario Tascón

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

La biblia bastarda (5 page)

BOOK: La biblia bastarda
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Constantino se recreaba en el tacto de cada página que pasaba. Eran tersas y resistentes. Las habían elaborado a conciencia, arrancando la piel a cada res sacrificada y luego el vello para conformar aquel resistente material. Se estiraban por las dos caras y, con polvos de piedra pómez, se terminaban de pulir. La tinta y las plumas de ganso de los escribas se habían encargado de la dichosa composición de letras: líneas y líneas sin espacios entre las palabras, en
scriptio continua
, sin signos de puntuación. Las unciales mayúsculas eran preciosas, como las de otros manuscritos griegos y latinos de la época. Se trataba de una escritura de formas suaves y firmes, adecuadas para aquel soporte: un pergamino de primera calidad. Leía en voz alta porque aquéllos eran textos para que los declamaran los monjes, no estaban pensados para los lectores solitarios que recitaban en silencio. Con la poca luz que iluminaba la estancia le costaba ver los detalles, incluso a través de la lupa, pero las letras tenían grandes proporciones y la certeza seguía haciéndose sitio en su mente. Los textos sagrados estaban llenos de anotaciones de los escribas. Aquello era un tesoro religioso, pero también histórico y artístico.

No había duda: él, Constantino von Tischendorf, hijo de un médico sajón, teólogo, lingüista y estudioso de la palabra del Señor, había encontrado la versión completa más antigua del Nuevo Testamento y buena parte del Antiguo. Si así era, se trataría del documento más excepcional con el que contaba a partir de este momento el cristianismo para demostrar que la historia sagrada era real, que lo que creían desde hacía siglos estaba documentado en fechas bien cercanas a la época en la que Cristo moró entre los hombres.

En honor del lugar reverendísimo en que se hallaba se descalzó, se arrodilló y, agradecido, prometió a Dios que bautizaría aquel libro como Códex Sinaiticus, para mayor gloria de aquel monte bendito en el que tantas cosas Él había dado a sus hijos. Se volvió a sentar y siguió absorto en su lectura. En aquel instante entraban por las ventanas los primeros rayos escarlatas de la alborada.

Capítulo
3
EL MARCHANTE

E
milio Ruiz regresaba a casa con la urgencia que le pedía el frío de Madrid. Andar le permitía desentumecer los pies, que, después del largo trayecto de Fuencarral, se empeñaban en desviarse hacia el café Comercial. Podría haber escogido otros lugares de peor reputación y un poco más alejados, como los de la barriada de Chamberí, de donde muchas madrugadas había vuelto confundido por la desorientación que le provocaba la tercera copa y las posteriores, pero no era fin de semana y al día siguiente le esperaba una nueva jornada de pesado trabajo en el diario. Concluyó que, efectivamente, le vendría bien un frugal tentempié en el Comercial.

Una vez dentro, notó que su apetito se debatía entre cenar un plato combinado o unos aperitivos sobrantes del mediodía cuyos aceites refritos le resultaban extrañamente tentadores. También sopesó la posibilidad de llevarse al gaznate un chocolate caliente y embadurnar en él aquellos churros mañaneros que parecían ya material arqueológico, pero finalmente optó por un café a secas. Si aquel brebaje quería vengarse de él con alguna hora de vigilia, ya mataría el tiempo leyendo. En caso de optar por alguna de las otras alternativas, lo más probable habría sido que las pesadillas volviesen a apoderarse de su habitación.

Pagó la cuenta, dejó el platillo sobre la barra y, taza en mano, sorteó algunas de las brillantes columnas del local hasta llegar a los ventanales. Desde allí, sin quererlo, mostró a los presentes la pictórica estampa de «periodista de espaldas contemplando la glorieta de Bilbao en una noche glacial». Tras de sí había despreciado, entre sobrios saludos, algunas reuniones que en otro momento podrían haberle resultado atractivas, pero aquella noche se le antojaban de peor digestión que las grasientas viandas que acogían las vitrinas de la barra. Mientras veía pasar a los últimos obreros que se zambullían en la boca del metro, el redactor presagió una semana de malas artes entre los compañeros de las redacciones de sucesos de otras publicaciones, los que también acudirían a la Dirección General de Seguridad en busca de los partes de atropellos, asaltos, explosiones, tiroteos y pendencias callejeras. La lucha diaria por la exclusiva tenía un precio y, en su especialidad, ese coste consistía en estar convencido de que sus colegas, algunos de ellos de estrecha amistad, le traicionarían a diario y que él les correspondería con idéntica moneda. Aunque muchos creían que su oficio se regía por honrados procedimientos deontológicos, Emilio había descubierto que la información no se lograba siguiendo los conductos oficiales, ni siquiera sobornando al policía a base de copas de anís. La noticia apasionante, la revelación que multiplicaría las ventas del periódico, llegaba al día siguiente de haberte topado con el funcionario intachable, aquel ejemplo de probidad cristiana a los ojos de su santa esposa, saliendo despeinado del
meublé
en el que frecuentaba a su joven amante. A partir de ese momento era tuyo, y con él, sus secretos. Así funcionaba el negocio periodístico, y a Emilio Ruiz se le daban bien las irrupciones repentinas e indiscretas en los lugares más insospechados.

A esas horas de la noche, con unos sorbos de café negro recién llegados al estómago, decidió que ya había cenado bastante y enfiló el camino hacia su casa. Aunque tenía llaves, prefirió llamar al timbre para que doña Patro, la casera, creyese que controlaba sus horarios y costumbres. Sólo bajo esa figurada supervisión podía funcionar aquel gran patio formado por las traseras de cuatro edificios del centro de Madrid. Doña Patro, que vivía en la planta baja, se asomó con una manta al cuello que tenía asida con ambas manos.

—Hombre, el que faltaba. Por fin tengo todo el ganado acorralado.

—Patrocinio, no me riñas, que alguno llegará más tarde o se habrá escapado hace rato de esta cárcel que tan estrictamente regenta mi alcaidesa favorita.

A Emilio le encantaba compartir confianzas con doña Patro, una mujer de armas tomar. Durante sus primeros veintitrés años de vida, aquella dama gozó de los privilegios de una familia noble, pero durante los veintitrés siguientes fue perdiendo tierras y posesiones hasta que a Patrocinio de Villaportazgo, que aún conservaba en algún cajón los títulos que adornaban sus muchos y raros apellidos, no le quedaron más que dos edificios de Madrid que constituían la mitad de una corrala del siglo pasado. Siguiendo los deseos de su marido, fallecido hacía tiempo, los convirtió en casas de huéspedes para poder subsistir con dignidad. También le quedaba un hijo revolucionario, Luis, con el que no sabía qué hacer, y una belleza natural que Emilio atribuía a un pasado jalonado de ancestros que utilizaron su poder para conquistar a mujeres engañadizas de gran hermosura. Sin duda, aquel porte tenía mayor relación genética con una campesina lozana que con un envarado aristócrata. Su vestimenta combinaba el riguroso luto que exigía la alcurnia con algún toque chic que le pedía el cuerpo, como aquel lazo de raso negro que rodeaba su cuello.

—¿Has cenado? —preguntó al recién llegado.

—Pues sí: una ración de tortilla de patatas ahí, en el Comercial —mintió Emilio.

—A saber con qué huevos harán las tortillas de los bares. ¿Tú has visto alguna vez una gallina en alguno de esos cafés?

—Y una casa de fieras completa, con serpientes y cocodrilos incluidos; si yo te contase… —reconoció.

Doña Patro guardó los impertinentes en el bolsillo de la chaqueta. Sus movimientos delataban una refinada educación, aliada con un carácter blindado por las desgracias sobrevenidas.

—Tampoco pienses que te iba a cobrar por la cena. Tengo por aquí unas sobras y no creo que mi Luis las quiera para mañana.

—Gracias, Patrocinio, pero lo que necesito ahora es dormir. Saluda a tu hijo de mi parte.

—Espera, Emilio —le dijo la mujer mientras miraba a ambos lados en busca de escuchas entrometidas—, tendrías que ayudarme. Ya sabes que el chico es anarquista y a mí eso no me importa demasiado. A los de alto linaje poco nos pueden quitar después de una república, digo yo. Pero últimamente viene a casa con bombas —añadió con los ojos muy abiertos.

—¿Bombas?

—Como lo oyes. Trae unas bolsas y se nota que dentro hay algo esférico y muy pesado. —Entrelazó ambas manos, como si sujetase algo desde abajo—. Luego baja corriendo a las carboneras y sube de vacío, de eso estoy segura.

—Serán sandías —presumió Emilio.

Entonces se dio cuenta de que había soltado una majadería que no casaba en absoluto con el calendario. Una sandía en Madrid en esa época del año sólo podría venir en avión desde alejadas latitudes, si es que allí se cultivaban.

—Pídele una, son muy diuréticas —continuó, con el vano ánimo de dar consuelo.

—Emilio, que yo no me caí del guindo ayer. Las lleva a la carbonera porque sabe que tengo pánico a las ratas y no voy a entrar allí. Seguro que tiene un arsenal escondido.

—No te preocupes, ya lo investigaré.

Emilio atravesó el portal. En el patio interior se cruzó con Telmo, el poeta maldito, el hijo literario de los «fatalistas letones entenebrecidos», una corriente experimental de corte hermético de la que nadie con mediana formación había oído hablar; ni siquiera en la
Revista de Occidente
, tal como en cierta ocasión le confirmaron algunos compañeros que trabajaban allí. Por eso constituía una corriente secreta, se decía Emilio, porque no la conocían más que los iniciados y los vecinos de aquella manzana.

—Telmo, no salgas al fresco de la noche, que te puede dar algo —le recomendó Emilio, de buen corazón.

—Ofende al poeta aquel que piensa que hay frío capaz de calar sus cueros. Un siervo de Prometeo jamás se enfría porque hierve en su interior el magma de los arrebatos. Dejaré aquí mi capote y mis calcetines, tan superfluos, pues —le contestó, campanudo, aquel sujeto de inagotable capacidad para sorprender.

Cuando hizo el ademán de quitarse el largo capote, Emilio le aconsejó que se lo dejase puesto. En el barrio rumoreaban que Telmo, al que nunca vieron —ni siquiera en verano— desprovisto de su sagrada prenda de abrigo, deambulaba en realidad sin otro ropaje que aquella capa que ocultaba su figura de la cabeza a los pies. El aspecto espigado, la barbita sin bigotes y los ojos de besugo le hacían parecer lo que era: un ser inclasificable del que no se conocía oficio ni dedicación, más allá de la supuesta faceta versificadora, aún por demostrar.

—A ver si un día te decides a escribirme un poema. Lo necesito para una chica del periódico a la que quiero conquistar, pero se me resiste.

—¿Lo quieres de efectos hipnóticos, letárgicos, narcóticos o somníferos?

—Hombre, si se puede elegir, yo preferiría que estuviese despierta.

—Entonces, ¡de efecto
sucumbítico
! ¡Caerá derramada sobre tus ascuas!

—Más o menos es lo que se busca, digo yo.

—Mas te advierto, amigo mío, que tardará años, tal vez siglos, en surtir efecto.

—No te preocupes, de momento ése es el camino que llevo. Por probar…

Aquel neologismo tan sugestivo que había pronunciado el poeta le recordó otra palabra que le había rondado ese mismo día: «sinaítico». Junto a ella, volvieron a su cabeza los episodios de la redacción y lo que le había contado su amigo Carrerilla sobre el intrigante comportamiento del censor. Podría cavilar un rato más, pero ya había llegado a casa tras dejar atrás el laberinto de corredores y escaleras exteriores, un verdadero castillo de naipes que daba acceso a las viviendas y permitía encuentros frecuentes a sus ocupantes. Patrocinio había aprovechado las pausas de Emilio y, en pago por la futura vigilancia de su hijo, había colocado a los pies de la cama una plancha ardiente envuelta en amorosos trapos blancos. Alrededor de la cama que presidía la estancia, convivían una mesa sencilla con su par de sillitas, una butaca, un armario semivacío y un galán de noche en el que se apilaban las prendas de abrigo como capas de una cebolla. Era una habitación simple, pero espaciosa, limpia y con derecho a un baño compartido con otro vecino con cuyos horarios no coincidía. En resumen, sobre todo cuando aquella plancha empezó a aliviarle los sabañones, un paraíso.

Durmió bien, a pesar del café.

Emilio Ruiz volvió al periódico un poco antes de lo acostumbrado. Quería encontrarse con el Olimpo de intelectuales de la «planta noble» para preguntarles sobre la librería inglesa y sobre aquella Biblia tan preciada cuya denominación en latín sólo podía estar al alcance de los sabiondos de
El Sol
. Muchos ya se habían ido, pero se topó con De los Ríos, un fiel republicano que solía escribir «a favor», sin más contemplaciones ni remilgos sobre «a favor de quién», sin preocuparle si un día publicaba su trabajo en el diario matutino y otro en el vespertino. Un zascandil, en fin.

—¿Por casualidad no tendrás a algún compañero que sepa de historia antigua? —comenzó Emilio su interrogatorio.

—¿Cómo de antigua? —le respondió el colega, como si tuviese un dispensador de historiadores expertos en cada período del devenir humano.

—No lo sé. Es sobre la Biblia.

—¡Ufff! Biblias hay muchas —le desanimó—. Y depende de quién las catalogue.

—El Códex Sinaiticus, se llama.

—Ni idea, pero viene del Sinaí, seguro.

—¡Coño con el descubrimiento! Por favor, sólo quiero saber si queda alguno de los doctos escritores que disimulan la negritud de vuestra tinta con sus incontables saberes —añadió Emilio con sonoridad guasona.

—Tranquilo, no te sulfures. Ahora que lo dices: cuando yo escribía aquella columna costumbrista…, ¿te acuerdas?

—¿«Crónicas de un madroño»?

—Eso es, pues durante mucho tiempo la columna se cerraba con un anuncio pequeñísimo, un modulito barato, casi ruin. Ahora que has hablado de un códex, me has recordado aquel reclamo: era de una casa de antigüedades de la calle Velázquez, decía que compraba de todo: «Libros antiguos, raros, códices curiosos y agotados». —recitó De los Ríos, que lo estaba dejando claro: era uno de esos articulistas presumidos que se leía sus creaciones hasta el final, incluido el anuncio—. Pero aquí no habrá nadie que sepa de Biblias, sólo quedan los de los departamentos de sucesos, de teatro… Vamos, de los tuyos.

Emilio bajó la escalera maldiciendo aquella equiparación que acababa de escuchar, pero se le ocurrió que acaso entre «los suyos» pudiese encontrar algo que le fuese de ayuda. Si Irene de Falcón había escrito el artículo que despertó la suspicacia de los libreros, tal vez sería capaz de informarle de algo más. Por fin en la recepción, saludó a Visi con una mirada llena de intenciones, pocas de ellas confesables.

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