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Authors: Fernando Tascón,Mario Tascón

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

La biblia bastarda (40 page)

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—¿Qué tal? El segundo siempre es mejor —predijo Matilde.

Emilio desperezó los párpados y vio que, dos cuerpos yacentes más allá, estaba su compañero de trabajo, Abelardo, el crítico literario que nunca decía gran cosa excepto cuando le pedían, ¡maldito el día!, una traducción del inglés.

Se recostó de nuevo sobre su costillar derecho y dejó que Matilde le hiciese los honores de una nueva expedición por el cremoso mundo de los alcaloides. Se sintió, de alguna manera, vinculado a la nueva existencia de su amigo Miguelito.

Capítulo
22
A 3 DÍAS DE 1934

A
Vyacheslav Menzhinsky, jefe del Servicio de Inteligencia de la República Socialista Federativa Soviética de Rusia, no le gustaba tener que transmitir informaciones negativas a José Stalin y mucho menos por aquellas fechas, pero se armó de valor. El máximo líder comunista llevaba unos cuantos días encerrado en su despacho preparando el próximo congreso del partido, en el que aspiraba a volver a ponerse al frente del Comité Central. Estaba molesto porque sus aliados e informantes le transmitían intranquilizadoras noticias sobre muchos delegados que en público le apoyaban, pero que al final podrían inclinar su voto secreto hacia su competidor, Kirov. Eso era algo que enfurecía al sátrapa, a punto de autoproclamarse «genio de la Revolución» y «padre de los pueblos progresistas». Se veía rodeado de traidores, pero sabía esperar.

Vyacheslav saludó con un gesto al secretario al pasar delante de su escritorio. Era una de las pocas personas que podían entrar sin llamar, aunque prefería confirmarlo dirigiendo esa mueca inexpresiva al ayudante. Se acercó a las altas puertas del despacho del secretario general del partido y las golpeó de forma mecánica con los nudillos. Tras obtener el permiso, entró en aquel austero y alargado espacio presidido por un retrato de Marx colgado a tres metros del suelo, justo detrás del escritorio de madera en el que trabajaba su jefe.

—Camarada Stalin, he de comunicarle que Anatoly Lunacharsky murió ayer en Francia de camino hacia España.

—¿Cómo has dicho? —preguntó Stalin, acentuando el pronunciado ángulo que formaban sus cejas.

—No sabemos mucho todavía. Pensaba atravesar Francia en dirección a Madrid. Parece que acababa de investigar algunas antiguas posesiones de Catalina Dolgoruky en la Costa Azul y se dirigía al destino que le había asignado como primer embajador ruso en la República española. Ha fallecido en la localidad de Menton, en la Costa Azul, cerca de Italia.

—No puedo creerlo. Tantos años sin representante diplomático y cuando nombramos uno y se dirige allí, muere. ¿Cómo ha ocurrido?

—Nuestros servicios en la zona lo están investigando. Por lo visto, ha sido algún tipo de infección.

—Es increíble. ¿Seguro que una infección? Tal vez las balas que mandó disparar contra Dios no dieran en el blanco y ahora el camarada se haya convertido en el objetivo de una venganza divina —se permitió bromear—. Y de la investigación que estaba llevando a cabo, ¿se sabe algo?

—Parece que ese rastro no conducía a ningún sitio. Sólo nos queda ahora la pista de la ruta española de la que nos alertó desde París ese grupo de informantes mercenarios. Por cierto, a algunos de ellos los ha detenido estos días el contraespionaje francés. Tenían demasiados clientes.

—¿Y el Aleph?

—El Códex Sinaiticus ha llegado hoy a Londres. Nos podíamos haber ahorrado el operativo de falsos correos enviados como señuelo. No han asaltado a ninguno de ellos ni ha habido el más mínimo problema. A estas horas, la Biblia cristiana está ya en poder de las autoridades locales. Mañana la presentarán a la sociedad inglesa en el Museo Británico. Se ha convertido en todo un acontecimiento popular. La Iglesia dice que han recuperado un objeto sagrado de manos de unos bárbaros ateos, es decir, nosotros.

—Que piensen lo que quieran. ¿Nos han pagado?

—Sí, camarada. Arcos, nuestra compañía dedicada a la importación y exportación con el Reino Unido, ya tiene en sus manos un cheque por valor de cien mil libras emitido por el Banco de Inglaterra.

—Perfecto. Así podremos reforzar como estaba previsto las inversiones en nuestro nuevo plan quinquenal. Tengo aquí el informe que el camarada Molotov presentará en el congreso del partido en enero y necesitaremos hasta el último rublo para ponerlo en marcha.

Stalin cerró las carpetas mientras pensaba su estrategia.

—Dejemos entonces Londres —continuó—. Avisa a nuestros agentes y que pongan en marcha un plan alternativo en España para seguir la pista Dolgoruky. Necesitamos saber qué tenía que ver esa mujer en este entramado. También quiero que ofrezcan ayuda a la familia de Lunacharsky. Qué paradójico: nuestro mayor experto en Biblias y a la vez su mayor enemigo muere en una misión buscando uno de esos malditos libros. Tendremos que pensar con calma en otro diplomático para ese país tan revuelto. La Unión Soviética tiene la gran oportunidad de hacerse con un socio leal en el sur de Europa si somos capaces de manipular los acontecimientos políticos para que nos favorezcan.

—En cualquier caso, las exigencias que había impuesto España para el restablecimiento de relaciones eran difíciles de aceptar.

—Menzhinsky, esos hidalgos —comentó con un gesto de desprecio— querían aprovecharse de nuestra necesidad de reconocimiento internacional. La coincidencia con la investigación sinaítica nos había obligado a ser generosos. Quisimos avanzar rápido y que Lunacharsky estuviese allí lo antes posible. Sin él no hay prisa para la diplomacia. Les daremos largas y ya veremos cuándo nombramos nuevo embajador. Pero, en lo que se refiere a nuestra investigación sobre el Sinaítico, no se pueden dejar cabos sueltos ni hay un minuto que perder: lance a nuestros camaradas tras esa otra pista en España.

Siempre llovía en Londres. Irene, harta de tanta agua, pero sobre todo del constante cielo plomizo, deseaba volver a Madrid lo antes posible. Le habían dicho que también en España estaba haciendo un tiempo de perros aquellas semanas, pero sabía que en cualquier momento amanecería uno de esos días de invierno en los que el frío se veía compensado por la aparición del sol. Añoraba sus paseos hasta la chocolatería de Omar para tomarse un café. No le apetecía nada salir ahora de su casa londinense. Iba a prepararse algo caliente, ponerse una manta sobre los hombros y escribir una crónica para enviarla al periódico. Tenía varios recortes de la prensa local y unas notas conseguidas el día anterior en el Foreign Office. Una buena historia estaba a punto de salir de sus dedos: la detención en París de una ciudadana inglesa acusada de espionaje, Marguerite Tilley, de la que todos decían que era una mujer bellísima.

Ya veía el titular en
La Voz
: «¡Capturada la espía más bella de Europa!».

Quizá mejor con más énfasis: «¡La espía más hermosa de la historia, apresada en París!».

Con la Tilley habían caído otros agentes secretos profesionales que operaban a las órdenes de una rusa blanca, Nadia Stahl. Una vez desaparecido el imperio de los zares, Stahl trabajaba para cualquier postor, incluido el nuevo gobierno soviético o algún gánster de Chicago. Quien mejor pagara. Así era el capitalismo.

Irene no esperaba a nadie, por lo que le sorprendieron los golpes que sonaron en la puerta.

—¡Irene! Irene de Falcón,
my friend
, abre la puerta,
please
—se oyó desde fuera.

Una joven delgada esperaba en el descansillo. Venía un poco despeinada, con un vestido suspendido de una percha que le colgaba de la mano. Llevaba unos zapatos altos de tacón sujetos de forma inverosímil por algún dedo de esa misma mano y un tocado aferrado en la otra. Esperaba en el rellano, pero en cuanto Irene abrió, entró en su casa sin más contemplaciones.

—Hola, Susan. ¡Qué prisas! ¿Qué sucede?

—Necesito entrar un minuto —le comunicó, avanzando por el pasillo hacia el aseo—. Con la lluvia que está cayendo y yo sigo sin tener agua en el piso. Voy a matar al casero. Te agradecería que me dejaras usar un momento tu baño para arreglarme: el gobierno me ha invitado a viajar en el coche de la comitiva oficial que llevará hoy la Biblia sinaítica hasta el Museo Británico. Podré contar el acontecimiento del año desde un lugar privilegiado. ¡No me mires así! ¡Sujeta este vestido!

—¿Ésa es la Biblia por la que tu gobierno va a pagar lo que no invierte en los obreros sin trabajo de Londres? ¿Y el
Daily Express
lo apoya?

—Irene, por favor. No saques todo el rato a esa chica bolchevique que tienes en tu interior. Sabes que hay mucha gente que cree que esta Biblia ha de estar aquí, a resguardo de esos ateos que ni la valoraban. Dicen que estaba abandonada en una vieja estantería, a punto de que se la comieran los ratones.

—Ya se nota el apoyo de la comunidad cristiana —comentó Irene con retintín—, sobre todo el del papa. Por lo visto, os agradece la compra, pero el Vaticano no os enviará ni un chelín para ayudaros. No sé si a la curia de Roma no le gusta que seáis los dueños, o si lo que le desagrada es el propio libro en sí. Me han dicho que lo odian porque cuestiona sus «verdades».

—¡Por favor, mujer, cálmate! —le recomendó Susan mientras seguía componiéndose—. Todo Londres pendiente, y tú, aguando la fiesta. Ciérrame el vestido por detrás.

Irene la ayudó y salió del baño para permitir a la joven maquillarse sin sentirse observada.

—¿Me pasarás tus notas luego? —pidió a su colega inglesa desde el salón—. Igual dejo escrita una pieza para
La Voz
y la publico en cuanto regrese a Madrid.

—Claro que te las paso. Y si no, mañana puedes verme firmando en la primera del
Daily Express
, amiga. ¿No te vas a acercar conmigo?

—No creo que Dios me espere en esa cabalgata. Lo que ahora me aguarda es mi máquina de escribir y un nuevo artículo para mi periódico: una espía de Chelsea en París.

Eran las doce del mediodía. Un Rolls-Royce Phantom II Continental rojo, con capota negra y un largo morro que ocultaba un motor mantenido al ralentí, esperaba delante de la Bush House, el más importante centro de negocios de la ciudad. En la caja de seguridad de uno de los bancos de su interior había pasado su primera noche en Inglaterra el Códice Sinaítico, custodiado por la policía. El libro más valioso del mundo había descansado en el que decían que era el edificio más caro de Londres.

La Biblia salió en las manos de uno de los inspectores, que se introdujo en el coche mientras otro compañero le abría la puerta. Dentro del vehículo, además del conductor, ya estaban montados Susan Miller, reportera del periódico
Daily Express
y Mauricio Ettinghausen, llegado desde París y visiblemente henchido de orgullo por el protagonismo que había tenido en la adquisición. El público estaba alertado desde hacía una semana por los diarios, que habían convertido la noticia en la sensación del año para la deprimida Inglaterra de la época. A medida que la comitiva avanzaba, las mujeres que la observaban desde las aceras se persignaban y los hombres se descubrían la cabeza y la agachaban en señal de respeto. Por delante estaba pasando la palabra de Dios.

Cuando llegaron al museo, Mauricio Ettinghausen tomó el relevo al policía y portó el paquete con las 347 hojas que contenía aquella Biblia, rodeadas por su seda roja. Descendió con ellas del Rolls en dirección a las puertas. A su lado, Susan anotaba sus impresiones en una libreta. Había podido aprovechar el viaje para preguntarle todo tipo de curiosidades al librero, y tenía su reportaje casi preparado. Habían transcurrido noventa años desde que Von Tischendorf vio las primeras letras de aquel ejemplar tan especial en su primera visita a Santa Catalina.

Por fin, entraron a la sala donde iba a exponerse al público, rodeados de numerosos fotógrafos de prensa que inmortalizarían la escena. Mauricio cedió el paquete a su jefe, el librero londinense Ernesto Maggs, que entregó a sir Georges Hill, director del Museo Británico, la Biblia más antigua conocida por la humanidad. Fue ya éste quien la posó en el interior de una vitrina blindada. Abrieron las puertas y miles de personas que esperaban en la calle en una larga y silenciosa cola empezaron a desfilar en silencio, casi de puntillas, arrodillándose y agachando la cabeza al pasar delante de la palabra de Dios.

Daily Express
, Londres, 29 de diciembre de 1933.

Capítulo
23
BAJO LA TIERRA

L
a bibliotecaria, siempre tan cumplidora, no había acudido al trabajo. A grandes rasgos, eso fue lo que le comunicó una voz descortés que parecía provenir del desabrido de Liberto, el jefe de María. A Emilio sólo le quedaba el consuelo de saber que aquella mujer era capaz de imprimir los más inesperados quiebros a su rumbo vital para sortear todas las trampas que saliesen a su paso. También se había armado de valor para llamar al hospital en busca de un nuevo parte clínico sobre Carrerilla. Le comunicaron que, si hubiese novedades, serían ellos los que marcasen el número de teléfono que les había dictado la noche anterior.

Cumplidas las dos misiones más inmediatas de cuantas se había encomendado, que no eran pocas, exploró mentalmente su organismo. Lo hizo de arriba abajo, como si dispusiese de un emisor de rayos X que barriese su cuerpo en busca de residuos de aquellos vapores que había inhalado horas antes, pero no encontró secuelas insuperables. Tan sólo se sintió culpable por haberse permitido tal episodio de evasión de una realidad a la que tenía que enfrentarse con fortaleza. Mientras experimentaba por primera vez lo que significaba sentirse solo entre el millón de madrileños que le rodeaban, se dirigió al quiosco con el firme propósito de seguir sus pistas sobre el escurridizo facsímil. Descolgó la revista ¡
Tararí
! de un cordel en el que parecía secarse y pagó diez céntimos, los estipulados bajo el semblante de una cupletista de ojos tiernos. Entre aquellas páginas dedicadas al siempre burbujeante mundo del espectáculo ligero tenía que figurar el anuncio que le llevaría a la mujer que estaba buscando.

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