Read La biblia bastarda Online
Authors: Fernando Tascón,Mario Tascón
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico
—Desde que ha entrado usted en mi casa, le vengo diciendo que todo tiene un precio. ¿Cuál es el de su silencio? ¿Cuánto le pagan los soviéticos?
—Eso no es relevante —afirmó rotundo Emilio, que intentaba rematar con dignidad aquella faena en la que se había metido a torear con espada de madera y capote de papel.
—¿Qué quiere entonces?
—Que nos deje en paz. A María y a mí. Quédese con su maldito libro y nosotros seguiremos viviendo nuestras vidas.
—¿Y qué garantías tengo de que no hablarán, de que no se lo contará a esos rojos?
—Usted tiene al niño, aunque no viva en su casa. María no pondría jamás en peligro a su hijo; y yo, supongo que ya lo sabe, tengo más interés ahora mismo en reencontrarme con ella y apartarme de esta historia que en todo el dinero que me pueda ofrecer. Aunque no lo crea, por este mundo circulamos algunos lunáticos que no estamos tan interesados por los asuntos materiales, ni siquiera cobramos nuestras deudas —afirmó, sintiendo un gran respeto por su amigo Gisbert y pensando en las ochenta pesetas, que nunca cambiarían de bolsillo.
—Me parece una interesante operación. ¿Quiere que la cerremos con un apretón de manos? —preguntó Izaola mientras extendía su brazo derecho con el mismo desparpajo con el que hacía una hora clavaba espadas en un muñeco.
—No, quiero que haga algo más.
—¡Suéltelo ya! —exigió el personaje de la bata, adoptando de nuevo una pose histriónica.
—Quiero que devuelva de inmediato ese facsímil a la Biblioteca Nacional. Su ausencia ya ha hecho suficiente daño. Dadas las circunstancias, también es lo más conveniente para usted. Ese cabo suelto puede llevar a alguien más a indagar, como he hecho yo. ¡Utilice sus resortes, a su personal, llévelo usted mismo, pero debe estar mañana en su cajón!
—¿Eso es todo? ¿Nos damos la mano?
—¡Sáqueme de aquí… y permítame que no me despida de su Biblia! —dijo Emilio, cansado de mentir al pie de la Verdad escrita.
La lluvia enviaba sus primeros saludos a los madrileños sin la menor consideración hacia aquel hombre que, horas antes, había prestado su gabardina a un poeta loco. Emilio Ruiz tenía todavía un par de llamadas que hacer antes de emprender un largo viaje. Estaba seguro de que la primera, la que buscaría a María, sería inútil una vez más.
E
l lápiz ya estaba haciendo de las suyas entre dedo y dedo. Sus conexiones cerebrales seguían el mismo caracoleo de ida y vuelta en busca de un fleco del que tirar. Los descubrimientos de los últimos días completaban gran parte de la travesía indagatoria que había emprendido, pero Emilio Ruiz tenía la sensación de que algo se le escapaba. Acudió a su catálogo personal de máximas periodísticas en busca de alguna que le ayudase. Y, por fin, dio con ella y la recitó en voz baja.
—Las casualidades siempre esperan un titular.
No era de su cosecha, pero jamás fallaba y, en este caso, tampoco. Que en el salón de un marchante holandés que sabía algo sobre el Códice Sinaítico apareciese un ejemplar de su periódico,
La Voz
, no podía ser de ninguna manera fruto del azar. Que esa conjunción de acontecimientos tuviese lugar cuando el anticuario estaba advertido de la búsqueda del libro y que esa búsqueda acabase siendo su perdición suponía una confluencia de elementos que no dejaba lugar a dudas. Si aquello era casualidad, Lerroux era un reputado cenetista. Corrió a buscar una copia del diario.
—Emilio, ¿dónde estabas? —se apresuró a preguntarle Visi en cuanto le vio aparecer en el periódico.
—Tú haz como si no hubiese pasado por aquí, estoy de libranza. Necesito que me traigas un periódico. Hace unos días sacamos las fotografías de la Young y la Morley en portada. Ése es el que busco.
—¿Desde cuándo repasas prensa antigua? ¿O es que quieres comprobar la lotería? Si te ha tocado, puede que reconsidere mi reticencia a tus invitaciones.
—La lotería te tocaría a ti si estuvieras conmigo, mona. Consígueme ese periódico, por favor, que necesito revisarlo.
Visi, que se consideraba experta en interpretar las intenciones del periodista más resultón de la plantilla, le entregó el periódico convencida de que tantas evasivas escondían un secreto por el que daría un brazo. Puede que Emilio estuviese buscando alguna falta de ortografía del jefe para mofarse de él, o tal vez necesitase repasar el anuncio de algún remedio para los ardores de barriga que debían proporcionarle sus hábitos menos edificantes.
Ya en casa, su revisión empezó por la portada, confiado en que se hubiese publicado alguna información referente al Códice Sinaítico. Las primeras páginas sólo hablaban de decisiones gubernamentales, bombas, complots, suicidios, pornografía, mendicidad, ciclones, naufragios y otras aberraciones que la rotativa convertía en frívolas nimiedades. Descartó la sección deportiva y los ecos de sociedad, y cuando ya sólo le quedaba por inspeccionar un pequeño retal de noticias llegadas de diversos puntos del mundo, colocadas a machamartillo en la última página, sus ojos se detuvieron en una pequeña necrología que figuraba debajo de la muerte de cuatro comunistas en Potsdam.
¡Allí estaba la conexión por la que Van Raders se había interesado, sin duda! No había en todo el periódico otra información que pudiese enlazar con el códex salvo aquella que hablaba de un hombre que había vuelto a España después de pasar por el entorno más íntimo del emperador ruso. Esa referencia llegada de provincias era la mejor candidata a esconder alguna pista sobre el libro que acababa de recalar en Londres o sobre su hermano, el que seguía en poder de Izaola, ese engreído que le había proporcionado un rastro cuando reconoció que su ejemplar, Tav, procedía de «un imperio asaltado que se descompone repentinamente». Aquéllos fueron los últimos días de la Rusia zarista cuyo esplendor debió de conocer el tal Francisco Pérez.
Una vez cerrada, la vieja maleta de cartón forrado en tela de finísimos cuadros estaba casi vacía. Una muda limpia, una camisa doblada cuidadosamente y los utensilios necesarios para su siempre impecable afeitado saltaban de una esquina a otra del recipiente con cada movimiento. El resto de sus cosas iban con él: una corbata negra y un traje lo bastante oscuro como para mostrar el debido respeto en unas exequias. Si algo había aprendido en los momentos más ajetreados de su vida era que el equipaje debía ser lo bastante ligero para no sentirse tentado a quedarse en el destino, pero a la vez visible, para que en los hoteles no sospechasen que podría irse al día siguiente sin pagar la cuenta. Si su maleta resultaba demasiado amplia para tan poco pertrecho era porque no tenía otra ni pensaba cambiar aquella reliquia familiar que había ido de su mano, como un perro faldero, desde que se fue de casa.
Un día más tarde estaba entrando en aquella pensión de Bande en la que le dieron alojamiento. No quería ni recordar las fatigosas circunstancias que habían tenido lugar durante su periplo desde Madrid. Antes de partir, tuvo que acercarse a la antigua funeraria del barrio para pedirle a su amigo Timoteo que le informase sobre las honras fúnebres de un pobre anciano, tío suyo de toda la vida, que acababa de morir en un pueblecito de Orense. Por suerte, Timoteo
el Metemuertos
y Emilio, el barbero, habían fraguado una estrecha relación basada en el trueque de bienes y servicios. En algunas ocasiones, arreglar a un cadáver requería un buen afeitado; en otras, componer a un ser vivo podía hacer necesarios ciertos bálsamos y perfumes que no estaban al alcance de una peluquería de barrio. Así, intercambiando experiencias, mejunjes y favores, se dieron cuenta de que no había tanta diferencia entre adecentar a un muerto y emperejilar a un vivo, ni siquiera en el resultado final.
Después de telefonear a las empresas funerarias de Orense, la búsqueda de Timoteo prosiguió mediante innumerables llamadas a las localidades próximas a Corbelle dotadas de teléfono público, que no eran muchas. Al fin, le proporcionó la información requerida.
—A tu tío Francisco ya lo han enterrado, pero si quieres cumplir con la familia, celebrarán una segunda misa de funeral pasado mañana a las cuatro de la tarde. Parece ser que había algún familiar que, como tú, no se había enterado y reside lejos; o sea, que más te vale correr para llegar a tiempo.
—Gracias, Timoteo, que Dios te lo pague con trabajo y buena salud —le deseó Emilio, que inmediatamente se arrepintió de pronunciar ese cumplido tan pernicioso para los vecinos del barrio.
Puso en la maleta el equipaje que usaría en caso de acudir al entierro de un tío gallego y se fue corriendo a la estación, a buscar el primer tren que le acercase a Orense. Hubo de experimentar varios transbordos y el sofocón amenazante de una locomotora que parecía caer en picado entre humeantes chirridos por los túneles descendentes de Torre del Bierzo. Los vendedores ambulantes malograban constantemente su siesta por medio de intempestivas irrupciones para pregonar los empalagosos dulces del lugar. Creyó marearse de tantos tufos como entraban en los compartimentos y salían de ellos, pero por fin puso un pie en la estación de Orense. Caminó a la velocidad del ferrocarril mientras iba en busca de un autobús que le siguiese acercando a su destino. Pasó dos horas de espera sentado sobre su maleta en plena calle y, finalmente, llegó aquella granja sobre ruedas a la que la vecindad denominaba «coche de línea». Entre tanta especie de pelo y pluma como viajaba en los asientos, también se distinguía la presencia de algún ser humano que no parecía tener la misma prisa que él por llegar a Bande, la cabecera del municipio en el que Dios había enclavado la aldea de Corbelle, el pueblo que vio nacer y morir a Francisco Pérez.
Ya en Bande, lo admitieron en la única posada conocida en varias leguas a la redonda, previo pago anticipado de una pernocta con derecho a desayuno: café —que se auguraba falsificado—, leche y pan de centeno convertido en torrija, según le anunciaron para que no se hiciese ilusiones infundadas. Durmió sin recibir visita de chinche alguno y se levantó tarde, cuando las ternillas desajustadas por el tren habían vuelto a acoyuntarse. No recordaba un viaje tan agitado y desapacible en su vida, pero ahora, a punto de desayunar, lavado, afeitado y con la muda limpia recién puesta, Emilio Ruiz se sentía otra vez entero y mero.
El desayuno le esperaba en la cocina de la casa, porque aquella pensión era en realidad una vivienda familiar con una planta libre que se había dividido expresamente para conseguir cuatro habitaciones y alquilarlas. Sentado en una mesa cubierta por un mantel de hule blanco barnizado con churretes, el periodista no esperó la aparición del posadero. Puso a prueba su paladar sirviéndose un bebistrajo que confirmó sus sospechas sobre la autenticidad del prometido café. Sin embargo, aquella leche que vertió a continuación tenía un sabor tan intenso y vivo que cada trago constituía una carcajada humillante para el líquido blanco que vendían en las vaquerías de Madrid. Desconsolado por lo poco que dura un momento de felicidad como ése, Emilio oyó que alguien se aproximaba por el pasillo, pero no se trataba del dueño de la pensión, porque se acercaba un taconeo que no correspondía a la madera de unas madreñas. La puerta dejó entrar a una mujer acariciada por aquella luz de media mañana que alcanzaba la cocina desde las brumas de la campiña exterior.
—¿Es usted el camarero? —le preguntó a Emilio.
—Ahora mismo no, aunque no descarto volver a transformarme.
—¡Qué lástima! —lamentó aquella señora de rostro dibujado con atractivos ángulos.
Sus ojos y sus cabellos eran tan claros que podría haber pasado inadvertida entre las lugareñas, evidencias andantes de la herencia céltica de aquella tierra. Pero su procedencia extranjera era innegable por el atuendo, por el porte distinguido y por un acento noreuropeo que al periodista empezaba a parecerle tan familiar como el deje manchego y pegajoso de los madrileños.
—No se preocupe —afloró el Emilio caballeroso y solícito—. Yo le sirvo. ¿Quiere café? El pan está algo duro, pero así, rebozado en huevo y azúcar, le resultará sabroso.
Ante la falta de respuesta, conformó el menú a su gusto y lo colocó en una bandeja que dispuso ante la mujer, ya sentada a la mesa. Emilio también tomó asiento enfrente de ella.
—Usted viene al funeral por Francisco —aventuró la recién llegada.
—¿Se nota en la corbata?
—No es necesaria para delatarle. Aun sin ella, ¿qué haría un hombre de ciudad en esta aldea?
—Soy Emilio Ruiz —se presentó por fin—, ¿y usted?
—Princesa Andronikova.
Aquella denominación confirmó a Emilio que Galicia era tierra dada a los milagros. Allí podría estar la informadora rusa que necesitaba para resolver sus incógnitas.
—¿Viene también a los funerales, princesa? —Aquélla fue la primera vez en su vida que el periodista pronunció el término «princesa» con nobles intenciones.
—Pues claro, ¿no le parezco fuera de lugar en este pueblo?
—Indudablemente —respondió Emilio—, una mujer tan elegante y de aspecto juvenil como el suyo no encaja en un paraje tan agreste y antañón.
—Es usted perspicaz —repuso ella. «Y un adulón», pensó Emilio—. Pero no recuerdo haberle visto nunca, ¿Moscú?, ¿San Petersburgo?, ¿París…?
—Lo siento, el único antiguo reinado que he conocido personalmente es el de España y de eso hace tanto tiempo…
—Entonces es difícil que haya coincidido con Francisco. ¿Cuál era su relación con él?