La biblia bastarda (46 page)

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Authors: Fernando Tascón,Mario Tascón

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

BOOK: La biblia bastarda
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—¿Le gusta Mussorgsky?

—Éste sí —fue su sincera respuesta.

—Señor Ruiz, le aseguro que es una grata sorpresa —añadió Martínez Barrio mientras extendía la mano para estrechar la de su visitante.

—¿Que venga a verle?

—No sólo eso, también que tenga noticias para mí. Y, cuando digo para mí, estoy diciendo para la República.

—Tal vez mis descubrimientos no lleguen a satisfacer toda su curiosidad, y mucho menos la de la República.

—Verá, amigo, desde hace tiempo estábamos detrás de la pista del robo del facsímil del Códex Sinaiticus. Nos dimos cuenta de su sustracción cuando nuestros servicios en el extranjero conocieron la negociación británica para consumar la compra del códice a los rusos. Acudimos a la biblioteca para saber qué era exactamente aquella obra, pero el encargado se resistía a facilitarnos el acceso, nos respondía con evasivas.

A Emilio aquel trato le resultó muy familiar.

—Al final, nos enteramos de que lo habían robado —continuó el ministro—. El funcionario, que conocía la desaparición, no la había denunciado para evitar una sanción. Por nuestra parte, decidimos iniciar las indagaciones sin revelar que el facsímil ya no estaba en su sitio. No queríamos más ruido porque así podríamos trabajar tranquilos. Ahora, cuando me han informado de su visita, señor Ruiz, he imaginado que podría aclararnos algún término de este embrollo.

—No estoy muy seguro, pero parece que había otras personas detrás de ese misterioso facsímil.

—Le revelaré la parte más inconcebible de esta historia de la que, como sabrá entender, no conservamos demasiados papeles: nuestros informadores tuvieron noticia sobre una extraña trama internacional que apuntaba a que el Códice Sinaítico estaba en realidad en España. Sí, sé que suena extravagante, pero nuestros agentes en el extranjero enviaban informaciones que apuntaban a esa posibilidad. Conociendo el carácter impredecible de Stalin, no podíamos descartar ninguna suposición, ni siquiera la de que estuviese intentando camelar a los ingleses con algún cebo. Llegamos a pensar que la compraventa entre ambos gobiernos era una pantomima, que el códice había estado en España en algún momento o incluso que podrían habernos robado de nuevo una valiosa pieza de nuestro ya ultrajado patrimonio. Las cosas se complicaron aún más cuando nuestros hombres en el Vaticano nos informaron de que desde allí se había ordenado también una investigación paralela. La curia romana no quiso poner el asunto en manos de sus… llamémoslas tropas regulares, sino que decidieron encargar la búsqueda a los jesuitas. Ellos podían trabajar camuflados en su ahora obligada apariencia civil. En otras circunstancias, habrían recurrido a nosotros para localizarlo, pero ya sabrá que nuestras relaciones siguen siendo distantes. Ni siquiera nos hemos podido enterar de cuál era el motivo de su interés. ¿Para qué querría el pontífice un facsímil de la Biblia del Sinaí? Supongo que ya contarán con un ejemplar. Tanto empeño resulta desconcertante. ¿No tendrá usted la respuesta?

—La verdad es que no, a lo mejor su copia era defectuosa y querían darnos el cambiazo —se le ocurrió decir.

—Quién sabe. Para sortear muchas incoherencias, la Iglesia ha preferido construirse a base de dogmas, y tengo entendido que ese libro no era precisamente respetuoso con la Vulgata, la versión bíblica que hoy nos ofrecen como fuente original y verdadera. Verá, muchas veces he pensado que la mejor forma de comportarse como un buen cristiano es no abrir la Biblia. Tanto ese relato como su historia esconden pasajes que llaman al descreimiento. Aunque todo esto de lo que estamos hablando corresponde al Reino de los Cielos y, como sabe, esto es una república, luego tales querellas no son de nuestra jurisdicción. Y dígame: ¿usted ha podido encontrar el libro? ¿Sabe dónde está?

Emilio se sintió tan dueño de la situación como no lo había sido desde hacía días.

—¿El facsímil? Está en la biblioteca.

—Le aseguro que no. Lo hemos buscado a conciencia.

—Y yo le aseguro que está en la Biblioteca Nacional, búsquenlo otra vez —recomendó con aplomo el periodista.

El ministro de la Gobernación dudó unos instantes, pero terminó por dar crédito a aquel hombre que parecía tan firme en su aseveración.

—Bien, y… ¿qué más me puede contar?

—¿Yo?, ¿un vulgar escritor de noticias? ¿Qué quiere saber?

—Me gustaría conocer toda la historia.

—Sabrá que escribo noticias, no me dedico a la historiografía. El libro está en su sitio, nada más.

—¿Y por qué estarían tan interesados los hombres del Kremlin en localizarlo?

—Por lo mismo que ustedes, supongo. Para asegurarse de que su operación de venta no se vería enturbiada por algún hallazgo inesperado. La verdad es que no lo sé, no tengo mucho trato con el bolchevismo.

—No son ésas mis noticias, pero en fin… ¿Está seguro de que no hay nada más?

—Por mi parte, nada —negó el periodista, que comenzaba a sentirse liberado de muchos anclajes.

—Entonces, le presento mis disculpas.

—¿Por qué? Yo he venido a dar alguna respuesta, no a buscar la contrición de un hombre del gobierno.

—Por la vigilancia a la que le hemos sometido, por interrogarle cuando pensábamos que se había deshecho usted de ese marchante…

—Eso… serían los rusos —mintió Emilio—. Si tanto interés tenían en el libro, seguirían el mismo recorrido que yo, aunque llegarían unos minutos más tarde y con peores intenciones. Tal vez me siguieron.

El ministro dio pruebas de por qué había llegado a ese cargo. Pese a que la cadena de ocultamientos que Emilio seguía enlazando resultaba consistente, lo miró con una mezcla de inculpación y de clemencia. No se creía que no supiera nada de casi nada.

—El caso es que, con el facsímil de nuevo en la Biblioteca Nacional y el original en el Museo Británico, todo está en su sitio —pareció asumir Martínez Barrio.

—No todo, yo he perdido varias cosas, aunque no estoy seguro de que vengan al caso, ni siquiera sé si podré recuperarlas.

—Si puedo ayudarle en algo…

—Pues… sí. Hay un chiquillo ingresado por lo de la bomba que lanzaron el otro día en la Gran Vía. Supongo que habrá tenido noticia. Se convirtió en una víctima imprevista de este asunto. Me gustaría que alguien se hiciera cargo de su hospitalización hasta que se recupere, aunque podría ser una convalecencia muy larga. Era un pobre vendedor de periódicos, tan joven que no estaba en el montepío ni disponía de seguro alguno…

—No siga, no hace falta que me enternezca. Al salir, deje los nombres del chico y del hospital a mi secretario. ¿Necesita algo más?

—No, el resto de mis cuentas las pago yo. Y a usted, ¿se le antoja algo?

—Tampoco, amigo Ruiz, tan sólo deseo que las obligaciones de mi cargo no le den demasiado trabajo próximamente. Ojalá que, por falta de noticias truculentas en las calles, lo destinen a la crítica teatral o a aquello que más le guste. Vaya con cuidado y gracias por sus servicios.

El ministro se retiró a darse una nueva ducha de melancolía en el altavoz del gramófono.

—¡Emilio, te llaman! ¡Es del hospital!

Las voces que daba doña Patro, mujer particularmente temerosa de las bombas y conocedora de la tragedia de Carrerilla, alertaron a toda la corrala, que inmediatamente se convirtió en una gran familia asomada a las barandillas de los corredores, a la espera de noticias que aliviasen la congoja que compartían por aquel muchachito que era como de la casa.

Emilio dio un brinco desde su silla y salió por la puerta de la vivienda. Corrió escaleras abajo dando unos saltos gigantescos, entre la mirada ansiosa de sus vecinos, que parecían animar su carrera sin decir palabra. Casi apartó a Patro de un codazo para situarse frente al teléfono, tomar aire y expulsarlo con un sonoro «dígame» que le dejó secos los pulmones.

—¿Don Emilio Ruiz? Soy el doctor Tello, del hospital.

—¿Ha pasado algo? —preguntó, con una voz sacudida por la fuerte respiración.

—Digamos que sí.

—Vamos, por favor, dígame qué ha ocurrido.

—Tranquilícese. He llamado porque usted me pidió que lo hiciese si tenía novedades, y las hay.

—¿Ha despertado? ¿Carrerilla ha despertado? ¿Puedo ir a verlo?

—No se precipite, digamos que sí: ha despertado, pero sólo durante unos instantes, después regresó a la inconsciencia.

—¿Y eso qué significa?

—Puede que signifique algo o puede que no. Yo estoy obligado a trabajar con la máxima profesionalidad. Le podría llenar la cabeza de falsas esperanzas o podría mostrarme pesimista en extremo para que luego no me responsabilice de ninguna desgracia, pero…, no sé…, este niño, aquí, tan solo… Yo también soy padre, ¿sabe?

—De acuerdo, pues deme su opinión paterna —imploró Emilio, cada vez más angustiado.

—Desde el punto de vista profesional, debo decirle que ahora mismo vuelve a estar sumido en un profundo sueño, pero ese pequeño rato en que consiguió abrir los ojos…, no sé…, tal vez fuesen imaginaciones mías.

—¿Qué pasó? ¿Dijo algo?

—No, fue un despertar muy fugaz. Pareció dar un vistazo a la habitación, como si buscase algo, y terminó fijándose en el libro que hay sobre su mesita. Un segundo después volvió a quedarse inconsciente, pero si me permite una apreciación personal y para nada objetiva, yo diría que se vio reconfortado.

—¿Un libro?, ¿y qué hace allí un libro?

—Debe de ser un regalo, se lo trajo una joven rubia el otro día. Es un ejemplar ilustrado de
La isla del tesoro
, muy singular, sin duda.

El periodista no necesitaba saber más. María había llevado a Carrerilla el obsequio que un día le prometió. La visión de aquel volumen devolvió a Miguelito la paz interior con la que cabía esperar que siguiese luchando para regresar al mundo.

—¿Se despertará definitivamente?

—Vuelve usted a hablar con el padre, no con el médico. Si le digo la verdad, hoy soy mucho más optimista que ayer.

—Gracias, doctor. Oiga, permítame que le diga algo: sus hijos son muy afortunados —concluyó Emilio, mientras se dejaba empapar por la esperanza de que un día no muy lejano aquel chiquillo, la bibliotecaria huida y el periodista con más querencia por los líos de todo Madrid volviesen a formar un gran equipo, ya fuese a bordo de un taxi, contando hormigas en cualquier parque o asaltando una misteriosa biblioteca.

Alertado por la información que le había transmitido un amigo taxista, Emilio Ruiz regresó a los confines de la Castellana. Allí, donde había dejado una mansión que escondía en su placenta las más valiosas creaciones del espíritu humano, se encontró con unas paredes desnudas y tiznadas de hollín de cuyo interior ascendían algunas columnas de humo ya fatigadas por el agua. Las negras vigas asomaban por donde estuvo la techumbre de aquel edificio, que se había convertido en la fantasmagórica imagen de un galeón recién cañoneado por la artillería enemiga. Los bomberos recogían sus mangueras en medio de un ambiente de rendición. Nadie había podido apagar las llamas a tiempo ni salvar el contenido que había en el interior del lugar.

Emilio Ruiz no se sintió culpable. Entre el olor penetrante a madera calcinada recordó su llamada a Luis, el hijo de doña Patro. Se había limitado a informarle de que conocía el nombre de quien había instigado la muerte del voceador de
La Tierra
y sólo puso una condición para facilitárselo: que ninguna persona sufriese daños cuando devolviesen el golpe. Ése era además, según los conocimientos de Emilio, uno de los mandamientos de la doctrina de la CNT: no causar más daño que el que se pretende eliminar. Por lo que había visto hasta el momento, un gato chamuscado que buscaba como loco su escabel era la única víctima de aquel infierno.

Vicente Gisbert intentaba encontrar testigos entre una concurrencia aburrida de que allí ya no pasara nada más. Acompañado por otro inspector, vestido con un traje de cuadros de colores que reñían entre sí, acudió al encuentro de su amigo.

—Pero ¿no te habías ido? Llevo varios días llamándote.

—Pues aquí me tienes, de descanso y al borde de la noticia, como siempre.

—Éste es Sampedro, un compañero.

El inspector cuadriculado ni siquiera saludó, parecía más preocupado por no haber capturado al autor de los hechos.

—Es la casa de un burgués de familia bien —explicó Gisbert—. Nadie sabe qué ha pasado, sólo la han visto fundirse poco a poco.

—¿Estaba dentro el dueño? —preguntó Emilio.

—Por lo que sabemos, no. Al menos, no ha aparecido entre ese montón de escombros…, o puede que se haya convertido en alguna de las estatuas del interior, como los habitantes de Pompeya —comentó Gisbert con ironía.

Los tres miraban los estertores de aquel espectáculo con la misma desgana. Sampedro habló sin dirigirse a nadie en concreto.

—A mí no me parece accidental —comentó—. Había muchos muebles, tejidos, vigas…, material inflamable… Quizá haya sido una bomba casera.

—Tal vez —consintió su colega—, pero habrá que esperar a saber qué dicen en el laboratorio. Por el momento, quienes hacen guardia para llevarse algunas cosas son los de la compañía de seguros.

—Habría mucha plata en las alacenas —especuló Emilio.

—Pues si al final ha sido un accidente, el dueño se va a forrar —añadió Sampedro.

—¿Y si no lo es? —conjeturó Gisbert—. Si el fuego fuese provocado, ¿quién se haría cargo de la indemnización?, ¿los ladrones?, ¿un mayordomo despedido que acudió de noche con una antorcha?, ¿una amante despechada que prendió la mecha…? Me temo que la pérdida sería irrecuperable.

El periodista sabía que ninguna compañía que estuviese en sus cabales se habría atrevido a firmar una póliza que garantizase el precio de una colección de obras de arte de contrabando. Además, aunque el propietario recuperase parte de su inversión, la codicia por atesorar piezas irrepetibles tenía un riesgo intrínseco: la imposibilidad de conseguirlas por segunda vez.

—Para mí que alguien metió una chispa en esa casa —insistía el acompañante de Gisbert.

Emilio decidió que la contemplación de un fuego terminal no merecía más tiempo.

—Por favor, Gisbert, si viene alguien del periódico no les digas que he estado aquí. Quiero aprovechar al máximo mi último día libre.

—Hecho. ¿Vas a buscar a la rubia?

—Hace días que no la veo.

—Como a mí. ¡Te lo tengo dicho: te estás echando a perder!

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