Read La biblia de los caidos Online
Authors: Fernando Trujillo
—No me has entendido bien, Gris. Conozco ese camino que sigues, ¿o debería decir búsqueda? Sé que ninguna otra cosa guía tus acciones y tu voluntad. Por eso no se te puede convencer de nada, por eso eres tan molesto. Pero se te puede manipular, Gris. Llevas una pluma colgando del cuello, una pluma que enseñas a cada demonio, a cada ser con el que te cruzas, con la esperanza de obtener respuestas, sobre ti, y sobre tu pasado. Pues bien, tráeme el martillo de Miriam y yo te daré respuestas.
Una oferta imposible de rechazar..., si fuera cierta. El Gris no ponía en duda que Mikael supiera mucho de él, puede que absolutamente todo. Pero siempre había sido así y nunca le había revelado nada. Ese hecho no iba a cambiar. El cielo sabría por qué.
—Tal vez lo busque, Mikael —dijo el Gris elevándose hasta llegar a la altura del ángel—. Pero si lo encuentro no te lo daré. Primero me dirás lo que ansío saber. Que te quede claro que si busco el martillo es para tener algo que tú quieres. Así estaremos empatados y negociaremos un intercambio.
El ángel sonrió. Fue una sonrisa hermosa, llena de luz.
—Lo estoy deseando —dijo, y la sonrisa se desvaneció—. Un último detalle. Esas alas no son tuyas.
La brisa nocturna arrastró unas pisadas desiguales y descuidadas.
Sara y el niño se miraron.
—¿Será el Gris? —preguntó ella esperanzada.
—El Gris es más silencioso que un suspiro —susurró Diego refugiándose tras una cruz de piedra. Agarró la muleta como si fuera un garrote—. Esto no me mola un pelo.
Sara le imitó, se escondió entre dos sepulturas, contagiada sin querer del miedo de Diego. Tal vez fuera Álex, aunque no lo creía posible. Había algo extraño en los pasos que se acercaban, eran demasiado irregulares. ¿Quién caminaba así, con semejante descoordinación? Se le ocurrieron un motón de posibilidades, todas espantosas. ¿Qué diablos le estaba haciendo su propia mente?
Una silueta se perfiló entre las sombras, alargada, tambaleante. Parecía rehuir la luz de la luna y no preocuparse por esconder su presencia. Se aproximaba en su dirección, con el hombro derecho inclinado, apoyándose en las tumbas de vez en cuando. Sara entendió el por qué de sus pasos desacompasados. Cojeaba o al menos arrastraba un pie. La figura se detuvo, apenas se la distinguía en las tinieblas. Se apoyó en un árbol, barrió la zona con un movimiento de la cabeza. Y entonces se derrumbó en el suelo.
Dejó escapar un gemido, un gemido que la rastreadora reconoció de inmediato.
—¿Estás loca? —murmuró el niño—. Vuelve aquí.
Pero Sara ya corría a toda velocidad. No paró hasta llegar al árbol, donde yacía el recién llegado. Se arrodilló a toda velocidad y le dio la vuelta. Dos ojos del color de la ceniza le devolvieron la mirada. Estaban un poco apagados.
—¡Niño! ¡Ven aquí! Es el Gris. ¡Y está herido!
—¡Asco de ángeles! —maldijo Diego al llegar junto a ellos—. Gris, tío, ¿no irás a cascarla, macho? —Le dio palmadas en la cara y no precisamente suaves. El Gris no reaccionó. Abrió la boca un poco pero no llegó a decir nada—. Vamos, joder, despierta. ¡No te duermas! ¿Qué te han hecho esos malnacidos? Dímelo, tío...
—Niño, contrólate —dijo Sara zarandeándole por los hombros—. Tú puedes curarle. ¡Hazlo!
Diego asintió con torpeza.
—Se me había olvidado. Menudo pedazo de anormal estoy hecho. Si vuelve a pasarme me das una bofetada, ¿está claro? Me rompes la cara si hace falta. Vale, que se me va la pinza. Vamos a curar al pichón. Ayúdame a darle la vuelta. Es más fácil si encuentro la herida.
Enseguida vieron que la sangre que les empapaba provenía de la espalda. El Gris tenía dos heridas enormes, una en cada omoplato, le faltaba carne y piel, y estaba todo empapado.
—¿Qué le han hecho? —preguntó Sara—. ¿Le han arrancado dos pedazos de espalda?
—Ni idea, pero no me sorprende nada de esa chusma.
—¿Puedes curarle?
—Está chupado. Apártate de él y observa. Me encanta cuando siento el cosquilleo.
—El niño me dijo que esta es tu tumba favorita —dijo la rastreadora cuando el Gris abrió los ojos.
Había amanecido hacía poco. La luz clara de la mañana flotaba por el cementerio, alejando el frío de la noche.
Era la segunda vez que Sara aguardaba junto al Gris, mientras dormía, mientras se recobraba de sus heridas. Si así eran todos los casos que resolvían, era obvio que el niño era un miembro indispensable en el equipo.
—No tengo ninguna favorita —dijo el Gris. Se incorporó, estiró los brazos e hizo un gesto de aprobación—. El niño ha hecho un buen trabajo.
—Se ha asegurado de que lo supiera. Me bombardeó diciéndome lo bueno que era y lo bien que curaba. Ya le conoces... Se ha quedado dormido. ¿Quieres que le despierte?
El Gris elevó la cabeza. Se cubrió los ojos con la mano.
—Déjale que duerma. Se pone muy pesado si le despiertas.
Sara siguió su mirada.
—Aquí no te ve nadie. No tienes que preocuparte por el sol.
—Lo sé.
—Me ha hecho compañía toda la noche —dijo ella acariciando el gato negro. El animal ronroneó, frotó su hocico contra el brazo de Sara—. Gris, tenemos que hablar.
—No puedo contaros lo que sucedió con los ángeles —dijo él—. Es por vuestra seguridad. Es mejor que no os mezcléis con ellos. Yo mismo intento tener el menor contacto posible.
El Gris sacó una pulsera, la deslizó entre los dedos y jugueteó con ella con suma agilidad. Sara percibió un sutil cambio en su rostro.
—Era de Miriam, ¿verdad? —Él asintió. Sara había reconocido la pulsera con la que la centinela le controlaba y le mantenía localizado—. ¿La echas de menos? Yo diría que sí. Era una mujer increíble... y preciosa.
—La echaré de menos —dijo el Gris. Había dolor en su voz.
Sara sintió un leve pinchazo de envidia. No estaba bien sentir eso de alguien que había muerto.
—Parecía haber algo entre vosotros. ¿Me equivoco?
—Eso queda entre ella y yo —contestó el Gris.
Guardó la pulsera en un bolsillo. Sus ojos de ceniza estaban desenfocados, perdidos en la distancia, entre las escasas nubes que empezaban a cubrir el cielo.
Sara esperó antes de hablar. Le dio la sensación de que él estaba pensando en Miriam, tal vez despidiéndose, y no le pareció apropiado interrumpirle.
—Es la hora de que hagas tus preguntas —dijo el Gris mirándola—. Sigues aquí, con nosotros, y acordamos hablar cuando todo acabara. Ese momento ha llegado. Supongo que aún tienes dudas que te impiden tomar una decisión.
Tenía menos de las que había imaginado hacía un par de días, pero aún no había despejado la más importante de todas.
—No me has dicho por qué me quieres en el grupo —dijo Sara sin rodeos—. Hay rastreadores que lo harían mejor que yo.
El Gris asintió.
—Es cierto, en parte al menos. No hay tantos rastreadores mejores que tú, solo son más experimentados. Mejorarás. Y antes de que digas nada, eso no importa. No te escogí por tus capacidades de rastreo. Te necesito para no olvidar, para mantener ciertas cualidades que estoy perdiendo.
Sara sacudió la cabeza, confusa.
—Tendrás que explicármelo un poco más.
—Cada vez siento menos, Sara —dijo él con pesar, fatigado. Ella lo vio por primera vez como a un enfermo, alguien desvalido que necesita ayuda—. Perdí demasiadas cosas junto con mi alma. Me cuesta recordar qué se siente al ver sonreír a un niño o al escuchar una canción emotiva. Sé que son buenos momentos, probablemente los mejores, pero yo ya no reconozco el calor de la felicidad. Mis emociones no se agitan. ¿Cómo explicarlo...? No me conmueve ver a un mendigo muerto de hambre, se me olvida dar las gracias, no me altero si me insultan o me desprecian. Tampoco puedo recordar la última vez que lloré.
—Debe de ser terrible —dijo ella, comprensiva—. ¿Y yo puedo ayudarte a sentir de nuevo?
—No, nadie puede. Pero tú puedes recordarme qué significa ser una buena persona, un ser humano decente y con valores. Eres un ejemplo que necesito.
—Están los demás. El niño y...
El Gris levantó la mano para interrumpirla.
—Ellos no sirven para eso, ni aunque tuvieran las mejores intenciones del mundo. Álex y el niño están marcados como yo por sus propias cruces. Ellos me acompañan por motivos personales, y eso está bien, porque les convierte en buenos compañeros. Pero no son...
—¿Normales? —dijo ella—. Lo sé.
En otra ocasión tendría que profundizar sobre cómo una persona que quería matarle se podía considerar un buen compañero. De algún modo supo que ese no era el momento.
—Exacto, no lo son. Mi viaje se cruza con todo tipo de... seres. Pero cada vez tengo menos relación con personas normales y corrientes. Y no quiero olvidar lo que es un ser humano, lo que un día fui yo.
—Aún lo eres, no deberías hablar así... —El gato maulló. Sara le acarició la cabeza—. Te he observado estos días y sé qué tus sentimientos no están muertos, no del todo. Si te lo propones...
—No, Sara, no te engañes. —El Gris miró al cielo de nuevo. Las nubes se abrieron y un rayo de sol descendió justo a su lado. Él extendió la mano y dejó que la luz se posara sobre ella—. No estoy enfermo. Mi problema no se soluciona con terapia ni antidepresivos. No tengo alma y no hay medicinas para eso. Tienes que entenderlo, asumir que las cosas no van a mejorar solo con aplicar un poco de voluntad. Si vienes conmigo, no me curarás, pero puedes ayudarme.
—No soporto esa actitud derrotista —dijo ella más alto de lo que pretendía—. Tal vez no tengas alma, pero tu peor problema es otro. Es tu falta de esperanza.
—¡Mira mi mano bajo el sol! ¡Mírala bien! La esperanza no tiene nada que ver. Tú no lo entiendes, nadie puede hacerlo. Los sentimientos y la memoria no son lo único que perdí. Todo murió para mí. No puedo ver los colores, ¿sabías eso? Ni siquiera el blanco o el negro, solo veo tonos grises. El mundo es un lugar feo y triste para mí. Los sonidos y los olores están distorsionados y vosotros no sois más que sombras, cada vez más difusas. Mira mi mano una vez más, debajo de ella. Nada. Ni siquiera tengo sombra, porque yo no debería estar aquí.
El Gris retiró la mano y la trajo de nuevo a las sombras, lejos de la luz del sol.
Sara se levantó hecha una furia, gesticulando sin parar. El gato se asustó y fue a ocultarse entre los arbustos.
—Desde luego yo sí tengo sentimientos porque se me revuelven las tripas de oírte hablar. ¡Tú eres único, maldita sea, tienes un don! Puedes hacer cosas imposibles para el resto del mundo. ¿Qué idiotez es esa de que no deberías estar aquí? Si tú desaparecieras, se perdería algo irreemplazable. Estoy segura de que hay un propósito que explica tu situación.
Esperaba una réplica furiosa, un contraataque por su breve arrebato. Pero el Gris la miró muy tranquilo, casi sonrió.
—Me recuerdas a alguien. Al padre Jorge. Un hombre santo que me suele confesar cuando tengo un alma. Él cree en mi salvación.
—Seguro que es un hombre sabio.
—O un loco —repuso el Gris—. Pero veo que nunca estaremos de acuerdo.
Sara se encogió de hombros.
—Bueno, no es malo tener puntos de vista diferentes. —Sara miró hacia los arbustos, buscando al gato. Después de pasar toda la noche con el animal, le echaba de menos.
—No te preocupes por él, volverá —dijo el Gris leyendo sus pensamientos.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque es tuyo, es para ti ahora que has decidido unirte a nosotros.
Ella asintió con una sonrisa.
—Entonces, dime. ¿Por qué no hicimos algo con Mario? Le dejamos libre.
—¿Hubieras preferido entregarlo a la policía? ¿Acusado de qué?
Era evidente que esa no era una opción.
—¿Y a los ángeles? —sugirió Sara—. Es una persona indecente.
—Los ángeles tienen otras preocupaciones, créeme. Ellos no se involucran en nada a menos que guarde relación con las páginas de la Biblia de los Caídos. Esa es su misión.
—Pero no es justo. Mario es un delincuente y merece un castigo.
—Y lo tendrá —dijo el Gris.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque su mujer está embarazada y una vez más el hijo no es suyo. Lo vi con total claridad.
—¿Otra vez? —Sara estaba boquiabierta—. Pero..., ¿por eso la dejaste escapar? Sé que pudiste atraparla.
—Muy observadora... —dijo el Gris—. Permití que huyera porque quiero que me lleve hasta el demonio que está detrás de todo esto. Tiene que ser uno muy fuerte, quizá un demonio puro incluso.