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Authors: Fernando Trujillo

La biblia de los caidos (52 page)

BOOK: La biblia de los caidos
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Hasta que la morena le arrebató el bastón.

—Ya está bien de ese peñazo histórico. Sueñas cosas muy aburridas.

—Y muy confusas —asentí—. También sueño con vosotras. Nunca antes me había pasado.

—Y con Eloy. —La chica morena le apuntó con el bastón—. Es un poco raro que le dieras esa forma. Imagino que le odias.

—Yo no... —Ahogué la negativa que había estado a punto de pronunciar. En mi propio sueño no tenía por qué fingir ni guardar las apariencias—. No me cae bien, la verdad.

—Y sin embargo está intentando hacer guarrerías con tu chica.

—Que no es mi...

—Y a ella no parece molestarle.

—Claro que le molesta...

—Te molesta a ti. Y sin embargo es tu mente la que crea esa imagen. Definitivamente eres idiota. ¿Qué crees que pasará ahora? ¿Lo conseguirá? ¿La besará delante de todo el mundo con ese físico monstruoso mientras tú lo contemplas desnudo y con cara de bobo?

Se me revolvieron las tripas solo de imaginarlo.

—Dios, espero que no.

Entonces Eloy se acercó más, rodeó a Claudia con sus brazos simiescos y la apretó contra su cuerpo deforme. Ella alzó la cabeza y sonrió, entornó ligeramente los párpados. La lengua babosa de Eloy serpenteó en el aire, y se acercó a la boca de Claudia. Siseaba.

En ese momento, Eloy perdió el equilibrio un instante. Su pierna izquierda, que era mucho más corta que la derecha, se dobló de un modo irreal. La rodilla crujió. Y capté el sonido tan claro como si se hubiera producido junto a mí. Lo cierto es que me alegré. Claudia se libraría de ese beso inmundo.

O tal vez no.

Eloy recuperó el equilibrio y se puso de nuevo en pie. Con Claudia entre sus brazos, y su cara a escasos centímetros de la suya, giró una pizca el cuello y me miró de soslayo. Me guiñó un ojo.

Grité con todas mis fuerzas, incluso rodeé mi boca con las manos a modo de altavoz, pero mi garganta no produjo sonido alguno.

Eloy se inclinó sobre Claudia y finalmente la besó. Era un beso apasionado y repulsivo, muy acalorado, sucio, de esos que no siembran dudas sobre lo que vendrá a continuación.

Yo no podía apartar la vista. Quería, pero me resultaba imposible.

La lengua de Eloy salió de entre sus labios, que seguían fundidos con los de ella, y rodeó el cuello de Claudia, sin apretar, llenándolo de babas en una caricia nauseabunda.

—Lo dicho —dijo la chica morena—. Eres completamente tonto.

Claudia abrazó a Eloy, correspondiéndole, y eso fue demasiado. No soporté verla entregada a aquel ser.

El sonido desapareció, después los colores y las formas, luego todo dio vueltas...

EL SECRETO DE TEDD Y TODD

PRÓLOGO

Únicamente alguien que ya está muerto por dentro puede encargarse de ultimar los preparativos de su propio funeral sin sentir siquiera un leve estremecimiento. Wilfred Gord arrojó el catálogo de ataúdes tan lejos como pudo, apenas metro y medio, y se recostó en la cama con gesto reflexivo. Aún no había descartado definitivamente la incineración. La idea de que su cuerpo se pudriese dentro de una caja no terminaba de convencerle.

De acuerdo con algunos estudios, los setenta años estaban dentro de la esperanza media de vida para los hombres. Sin embargo, esto no le servía de consuelo a Wilfred. En realidad, nada en absoluto le servía de consuelo.

Su vida había transcurrido con demasiada velocidad. Había logrado lo que tantos sueñan y apenas unos pocos consiguen. Había creado un imperio económico con sus propias manos, partiendo de cero, y se había convertido en el poderoso dueño de un grupo de empresas que abarcaban todas las actividades imaginables. Prácticamente, no existía oficio que no desempeñase alguno de los empleados de Wilfred. Pero a pesar de los incontables éxitos alcanzados a lo largo de su vida, y de los increíbles retos que había superado, ahora se veía irremediablemente derrotado por un temible enemigo que se cobraría su vida: el cáncer.

Su mansión era una de las más espectaculares de Londres. La cuidad en la que siempre había vivido, y en la que pronto iba a morir.

—No he podido venir antes —dijo Ethan asomándose por la puerta de la habitación.

Los dos formidables guardaespaldas que siempre estaban apostados junto a la entrada le cerraron el paso un instante, para luego dejarle continuar, una vez hubieron verificado su identidad. Ethan les lanzó una fugaz mirada que hubiese sido de enfado de ser otras las circunstancias. Se acercó a la cama donde descansaba Wilfred y se sentó junto a él con la soltura de movimientos propia de un cuerpo que no ha superado los veinte años. Su rostro de piel tersa, sin mácula, y su abundante mata de pelo castaño contrastaban con la cabeza calva de Wilfred y su cara surcada por profundas arrugas. Ambos tenían los ojos marrones; los de Ethan brillaban con la intensidad de la juventud, los de Wilfred estaban apagados y hundidos en sus cuencas.

—Al parecer ya no importa —dijo el anciano con una voz tan débil que apenas era un susurro. Giró lentamente el cuello para poder mirar a Ethan a los ojos. Su expresión de profundo dolor seguía allí, ensombreciendo su juvenil rostro—. Ni uno solo de mis médicos piensa que pueda vivir más de dos o tres meses.

—Ellos no saben lo que yo sé —dijo Ethan tomando la delgada mano de Wilfred—. Aún hay esperanza. Creo haber encontrado el modo.

Los párpados de Wilfred se elevaron casi imperceptiblemente.

—Dijiste que no me podías revelar el secreto —murmuró con dificultad.

—Recuerda lo primero que te expliqué. Hay reglas. No puedo hablar delante de nadie más. Ya me arriesgo demasiado. Piensa en el mayor peligro que puedas imaginar; te aseguro que yo me enfrento a algo mil veces peor.

Tras un considerable esfuerzo, Wilfred consiguió alzar lo suficiente su mano izquierda, hasta asomar por debajo de la sábana. Los guardaespaldas captaron el gesto y abandonaron la estancia, tal y como les habían instruido.

Wilfred aún no sabía qué pensar de Ethan. Por más pruebas indiscutibles que le presentase de su identidad, siempre le quedaría un resquicio de duda en lo más profundo de su ser. Ni sus siete décadas, ni el maldito cáncer habían mermado su capacidad para razonar, de eso estaba completamente seguro, y por muy atractivo que pudiese sonar, esquivar a la muerte era sencillamente imposible. Con todo, no perdía nada por escuchar la sugerencia de Ethan, pese a que tenía otros asuntos que atender. Además, no podía negar que en su interior deseaba oír cualquier cosa que ofreciese una nueva esperanza, por absurda que esta fuese.

Ethan esperó a que la puerta se cerrase antes de volverse hacia el anciano.

—Bien, debes prestar atención a lo poco que puedo contarte —dijo con un tono de voz mucho más bajo que el que había empleado antes—. No estoy seguro, pero lo más probable es que no pueda volver a verte, así que es muy importante que recuerdes todo lo que te voy a decir. ¿Podrás hacerlo?

Wilfred asintió y arrugó la cara, con la esperanza de que aquel insolente entendiese que ese gesto era lo único que sus mermadas fuerzas le permitían para expresar que no era ningún idiota y que su memoria funcionaba mejor que la suya.

—Excelente —repuso Ethan, sin dar muestras de haberse molestado—. Lo primero es que nunca, jamás, bajo ninguna circunstancia, menciones mi nombre. Ni siquiera sé si así lo conseguirás, pero es mejor no añadir obstáculos innecesarios.

—¿Por qué no puedo nombrarte? —preguntó Wilfred en un susurro.

—No puedo decírtelo. Si todo sale bien, lo sabrás en su momento —contestó el joven. Wilfred arrugó de nuevo la cara—. Tienes que confiar en mí. Limítate a seguir mis instrucciones y vivirás muchos años, más de los que imaginas. ¿Qué puedes perder?

—El poco tiempo que me queda… Nadie puede vencer a mi enfermedad… Tal vez deberías asumirlo tú también.

—¡Maldición! ¿Es que no te basta con saber quién soy? Tienes que creerme. Estoy haciendo todo esto por ti. Si mi identidad no es suficiente para convencerte de que es posible, no sé qué otra cosa lo será.

El joven rostro de Ethan se contrajo por la desesperación. Apretó los ojos hasta que le dolieron y una lágrima resbaló por su mejilla.

El recuerdo de la vez que Ethan le había revelado quién era atravesó a Wilfred con la rapidez de un rayo. Nunca antes había tenido la sensación de estar hablando con un auténtico loco. Su historia era tan disparatada que sólo una mente desprovista de todo contacto con la realidad habría podido idear algo semejante. A pesar de todo, uno tras otro, los detalles fueron encajando con desconcertante facilidad. Wilfred exigió una prueba de ADN y todo lo que se le ocurrió para cerciorarse de que no se trataba de una broma pesada. Finalmente, sus propias creencias flaquearon lo suficiente como para permitirle aceptar la certeza que arrojaban las pruebas.

—Te creo… —musitó Wilfred—. Habla… Lo recordaré y haré lo que me indiques.

—Hazlo por favor, es tu única posibilidad. —Ethan había abierto los ojos y volvía a mirarle—. Estoy arriesgando mucho más que mi vida por ayudarte.

—¿Más que tu vida?... ¿A qué te refieres?

—Eso da igual. Acuérdate de este nombre. Aidan Zack. Es un policía. Tienes que encontrarlo.

—¿Un policía puede curarme?

—No, pero él es parte de la solución, aunque no lo sabe. Ni siquiera sospecha lo que se le viene encima.

—¿Qué le digo cuando dé con él?

—Ya no puedo revelarte nada más sin romper las normas. Por muy extraño que pueda parecerte todo lo que va a suceder a partir de ahora, no olvides que hay unas reglas que antes o después aprenderás. Todo sigue una lógica y todo tiene consecuencias. No lo olvides.

—Está bien —dijo el anciano sin estar muy convencido siquiera de haber entendido lo que debía hacer—. Encontraré a ese tal Aidan… Luego tendré que improvisar, me temo.

—Debo irme. —Ethan se levantó bruscamente y se inclinó sobre el anciano, que se removió ligeramente sobre la cama—. Ojalá pudiese contarte más. Espero que llegues a comprender de qué va realmente este asunto antes de que sea demasiado tarde. —El joven acercó sus labios a la calva de Wilfred y depositó un beso cuidadosamente, al tiempo que su mano acariciaba la envejecida piel de su rostro—. Cuídate, hijo mío. Siempre velaré por ti.

Ethan se giró para ocultar el pesar que afloraba en su semblante. Se alejó resuelto a abandonar la habitación cuanto antes para evitar derrumbarse allí mismo.

—Adiós, padre —dijo Wilfred tan alto como pudo—. Encontraré a ese policía.

Un escalofrío recorrió a Wilfred de una punta a otra de su cuerpo moribundo. Nunca se acostumbraría a que su padre tuviese cincuenta años menos que él.

LA GUERRA DE LOS CIELOS

PRÓLOGO

Nueve de cada diez personas sentirían algún remordimiento al interrumpir el sermón de un cura con una ruidosa canción de un grupo de rock, cuya letra era, como mínimo, inapropiada para la ocasión. Y eso sería aún más cierto si el evento que acabaran de entorpecer de manera tan insensible fuera un funeral.

Sin embargo, Ramsey sólo sintió una ola de felicidad cuando el sacerdote levantó la vista de su Biblia y todos los asistentes giraron sus cabezas para atravesarle con una mirada de indignación. Metió la mano en el bolsillo de su americana y sacó el móvil tan rápido como pudo, al tiempo que murmuraba una disculpa y se alejaba a toda prisa por los jardines del cementerio.

Cuando uno sólo puede hablar una vez al mes con su mujer, porque se halla casi incomunicada en la otra parte del mundo, colgar su llamada es la última cosa que pasa por la cabeza. Aun así, Ramsey tomó nota mental de cambiar el tono de su moderno teléfono móvil.

—Hola, cielo —saludó mientras seguía caminando entre los árboles apoyándose en su bastón negro. Tuvo que detenerse un segundo para calarse hasta las cejas el sombrero de ala que siempre llevaba, pues el viento amenazaba con arrebatárselo—. Te he echado de menos. ¿Cómo va todo por ahí abajo?

Ramsey se estremeció de frío al recordar que su mujer estaba en la Antártida. Cada vez que pensaba en ello seriamente, un escalofrío recorría su espalda de arriba abajo.

—Yo también a ti, cariño —contestó la voz de su mujer—. Por aquí todo marcha según lo previsto. La visita del congresista Collins y sus burócratas nos ha retrasado un poco pero logramos que dieran su apoyo económico ante el Congreso. ¿Qué tal todo por casa? —preguntó sin disimular su nostalgia.

Ramsey prefirió omitir el reciente suceso en la iglesia: no le pareció a la altura del congresista Collins ni de los presupuestos millonarios para misiones científicas. En lugar de eso, le resumió los mejores momentos que había vivido desde que hablaron el mes pasado, que por desgracia no eran tantos como le hubiera gustado. Los negocios no iban precisamente viento en popa, pero no quería ensombrecer su conversación mensual con noticias desagradables. Su mujer, por su parte, le relató los avances en la investigación del proyecto que lideraban en el Polo Sur. Jane utilizaba la clase de jerga científica que a Ramsey, directivo de una tabacalera, le resultaba casi incomprensible. Pero ella le hablaba con tanta pasión que nunca había sentido la necesidad de cortarla. Sería porque llevaban poco tiempo casados, pensó cínicamente. Al menos había contraído matrimonio en una ceremonia en la que por fortuna los invitados tuvieron más tacto que él y apagaron sus móviles.

—Entonces, ¿cuánto falta para que concluya el trabajo y regreses a casa? —preguntó Ramsey.

—Si todo continúa así, en dos meses habremos terminado —dijo ella con una nota de alegría.

A Ramsey no le pareció tan buena noticia como a su mujer. Aunque el plazo no se alargaba, él había albergado la esperanza de que estuviese de vuelta antes, pero se abstuvo de decir nada.

—¡Oh, cariño! —La voz de su mujer sonó emocionada al otro lado de la línea—. ¡Es increíble, estoy viendo la aurora austral! Es un espectáculo de luces extraordinario. Ojalá pudieses estar aquí ahora para verlo conmigo.

Ramsey se imaginó a su mujer con el teléfono pegado a la oreja, mirando hacia el cielo del Polo Sur. Sin darse cuenta, se dejó llevar por la ilusión de estar a su lado y alzó la vista como si ella le estuviese señalando dónde mirar. Lo que contempló le dejó boquiabierto.

—Ramsey, ¿sigues ahí? —preguntó su esposa—. No te oigo. ¿Me escuchas?

—Sí, te oigo, perdona es que... juraría... que yo también la veo.

—¿Qué es lo que ves? —replicó sin entenderle.

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