Read La biblia de los caidos Online
Authors: Fernando Trujillo
Kevin cruzó a grandes zancadas la calle, desplazándose con suma agilidad. Era muy alto, metro noventa y cinco, y estaba en perfecta forma. Su cuerpo era muy agradecido con el ejercicio y se moldeaba estupendamente. Prácticamente todos los músculos estaban marcados, sin llegar a dar la imagen de alguien que no salía de un gimnasio. Además era un hombre muy guapo, siempre se lo habían dicho. A Kevin le incomodaba escuchar piropos, se ruborizaba, pero sabía que eran verdad, no se podía negar la evidencia. Sus inconfundibles ojos de color escarlata y el tono pelirrojo de su lacio cabello eran los principales responsables de su belleza natural.
Kevin entró en el bar y no vio a nadie. Estuvo a punto de llamar a Norman con un grito pensando que se encontraría en el almacén, pero entonces vio la silueta de un hombre al otro extremo de la barra. Enseguida se dio cuenta de que algo no encajaba. No era el clásico cliente irlandés que frecuentaba el local de Norman. Kevin Abandonó sus cavilaciones y prestó atención. Escuchó un leve sollozo que parecía provenir del desconocido. Entonces recordó que la puerta del establecimiento estaba abierta, sólo había tenido que empujarla. Lo normal era que hubiese estado cerrada y que Norman hubiera tenido que abrirle. Notó algo más, un olor… extraño.
—Buenos días —saludó al desconocido—. ¿Ha visto al camarero?
El hombre no se giró y continuó de espaldas a él. Kevin dudó por un instante qué hacer. El desconocido estaba sentado en un taburete y apoyaba un codo sobre la barra. Era moreno, de estatura media, y parecía delgado, aunque resultaba difícil saberlo con certeza porque una gabardina negra ocultaba su contorno. Kevin se acercó despacio, haciendo ruido al pisar para no asustarle. Definitivamente, allí estaba sucediendo algo fuera de lo común. El hombre se movió. Sus hombros subieron y bajaron muy deprisa, y Kevin escuchó un débil gemido.
—¿Se encuentra bien, amigo? —Kevin alargó el brazo lentamente hacia el hombro del desconocido. Se dio cuenta de que su mano temblaba sin saber por qué—. No pretendo molestarle. —Dio un suave tirón y el hombre se volvió despacio—. No se alarme. Sólo quiero…
Kevin dio un paso atrás en un acto reflejo. Tropezó con un taburete y cayó torpemente al suelo. Se levantó como un resorte. El corazón le latía descontrolado y un torrente de adrenalina irrumpió en su organismo. Miró al hombre fijamente y luego bajó la vista a su mano izquierda.
Sujetaba una pistola enorme.
—L-Lárguese —dijo el hombre con la voz entrecortada.
—Tranquilo, amigo —dijo Kevin luchando por controlarse—. Yo no soy nadie… Sólo venía a…
—No me importa quién sea. Sólo quiero una última copa.
Y entonces Kevin lo comprendió, o eso creyó. El hombre no le apuntaba con la pistola, más bien la sostenía indiferente. Dos lágrimas resbalaban por sus mejillas hasta unirse bajo la barbilla. Sus ojos eran muy extraños. Parecían desenfocados y no le miraban directamente. Su rostro era fino y pálido, propio de alguien que contó con cierto atractivo en su juventud. Era evidente que se había frotado mucho la cara a juzgar por la irritación de sus párpados. Kevin perdió rápidamente el miedo a que el tipo le disparara. No era esa la intención de aquel sujeto, y tampoco había venido a atracar el bar. La explicación le llenó de una angustia que jamás había sentido antes. A menos que se equivocara estrepitosamente, aquel hombre estaba a punto de suicidarse.
—Yo puedo servirle lo que quiera. El bar es de un amigo mío.
—Eso estaría bien. —El hombre se pasó la mano por debajo de la nariz y se limpió la cara—. Un whisky estaría muy bien.
Kevin asintió y saltó la barra con mucho cuidado. Todavía le temblaban las manos.
—¿Alguno en especial?
—Me da exactamente lo mismo, como si me pone ron…
—No, no, el whisky será perfecto. —Kevin encontró una botella, puso dos vasos sobre la mesa y los llenó—. A su salud.
El desconocido acercó la mano al vaso y lo golpeó con el dorso de manera involuntaria. Rompió a llorar de nuevo cuando el vaso se estrelló contra el suelo esparciendo cristales en todas direcciones. Kevin se apresuró a poner otro y a rellenarlo de alcohol rápidamente.
—Vamos, relájese. No pasa nada.
El hombre tardó un poco en recobrar la compostura. Su agitada respiración le impedía hablar. Con algo de esfuerzo, finalmente logró coger el vaso y se lo bebió de un trago. Kevin le imitó.
—Bien, creo que ya es hora… —dijo el hombre algo más calmado.
—¡No! Tomemos otra —le cortó Kevin—. No sé usted, pero yo tengo sed. Sería una pena desperdiciar esta botella.
—Por mí puede beberse el bar entero. Yo sólo voy a…
—¡No lo haga! —Las palabras le salieron solas. Kevin ni siquiera entendía por qué le importaba tanto aquel individuo, pero no podía dejar que se suicidara sin más. Sencillamente no era lo correcto—. No sé cuál es su problema, amigo, pero seguro que tiene solución…
—¿Y usted qué sabrá? —estalló el hombre gesticulando de manera descontrolada. La pistola subía y bajaba describiendo círculos en el aire—. ¿Acaso me conoce? ¡No tiene ni idea de mis problemas!
—Eso es verdad —se apresuró a decir Kevin en el mejor tono conciliador que logró emplear—. No le conozco, pero estoy seguro de que es alguien inteligente… —Kevin dudó, no se le ocurría qué más decir. La tensión del momento le estaba aplastando—. Lo veo en sus ojos, en su expresión. Se nota que se trata de una persona con buen fondo.
El hombre se detuvo y pareció calmarse un poco.
—N-No lo soy… O no estaría a punto de abrirme un agujero en la cabeza.
—Sí que lo es. Lo que ocurre es que debe de estar atravesando una mala racha. A todos nos puede ocurrir. —Kevin consideró que no lo estaba haciendo del todo mal. La expresión del hombre se suavizaba levemente—. Nadie puede sobrevivir en este mundo cruel por sí solo. Seguro que algún familiar suyo…
—No tengo a nadie.
La mención de la familia fue un error y Kevin se reprendió por ello, aunque tampoco podía saberlo. Bastante estaba haciendo sin haber vivido jamás una situación tan delicada.
—Eso es duro. Pero seguro que a alguien le importará usted.
—Duele bastante... A nadie le importo y nadie me echará de menos. Todo seguirá igual cuando no esté. Es mejor acabar con el dolor… Estoy harto de sufrir.
El desconocido se metió el cañón de la pistola en la boca y cerró los ojos con fuerza. Los párpados se volvieron blancos y dos nuevas lágrimas brotaron debajo de ellos.
A Kevin se le disparó el corazón de nuevo por la impresión.
—¡No lo haga, se lo suplico! ¡A mí sí me importa! —El hombre respiraba muy deprisa—. No estaría aquí con usted si me diera lo mismo. Podría haberme marchado y he permanecido a su lado. ¡Tiene que creerme!
El terrible momento de incertidumbre se alargó durante varios segundos interminables. Kevin creyó de verdad que en cualquier momento vería los sesos de aquel pobre desgraciado saltando por los aires, a tan solo un par de metros de distancia de él.
Entonces el hombre abrió los ojos. No se sacó el cañón de la boca, pero su respiración perdió algo de velocidad. La imagen era impactante. Kevin no sabía cómo reaccionar. El hombre que estaba ante él temblaba, resoplaba con cada exhalación como si hubiese corrido varios kilómetros. El cañón del arma estaba empapado de saliva, que empezaba a resbalar por su barbilla uniéndose a las lágrimas que se derramaban desde los ojos. Unos ojos que tenían algo extraño. Kevin los estudió con verdadera atención por primera vez. Parecían los de un muerto y eso era algo que él conocía muy bien. Lo cierto era que casi podía asegurar haber tratado cadáveres cuyos ojos reflejaban más vida que los que tenía delante. Su color era grisáceo, de una tonalidad poco frecuente, y carecían de cualquier rastro de brillo; estaban completamente apagados. Juraría que no le habían mirado a él directamente ni una sola vez.
Se concentró en la siguiente tarea que tenía por delante.
—Deme la pistola, por favor. No quiere hacerlo, sabe que no es la respuesta. Puede contarme lo que quiera y yo le ayudaré, entre los dos daremos con la solución. —El hombre sacudió la cabeza pero continuó sin mirarle. Sus temblores estaban descendiendo, al igual que el ritmo respiratorio. Kevin tomó una profunda bocanada de aire—. Escúcheme, hablar conmigo no puede reportarle ningún mal. Si de verdad quiere suicidarse puede hacerlo igual más tarde o mañana, pero no pierde nada por mantener una conversación. Y para hablar necesita sacarse la pistola de la boca.
Aquello produjo algún cambio. El extraño individuo por fin reaccionó y se sacó el cañón de la boca. Lo hizo despacio, con mucho cuidado.
—Tal vez… Tal vez tenga razón.
—Claro que la tengo. Hablar nunca dañó a nadie. ¿Hablará conmigo?
—Tal vez —balbuceó el hombre inseguro—. Pero no creo que le guste mi conversación.
—Eso no es problema, pero tiene que darme el arma. Me asusto sólo con ver una pistola. Entréguemela. Luego se la devolveré, lo prometo.
Kevin extendió el brazo hacia él con la mano abierta. El hombre abrió mucho los ojos al principio, como si le diese miedo la idea, pero luego se relajó y alargó una mano temblorosa con el arma hacia Kevin. Se detuvo antes de entregarla.
—¿No será una mentira? La gente siempre me miente.
—Yo no —prometió Kevin en tono firme—. Puede confiar en mí.
Finalmente se la dio. Kevin no pudo evitar dejar escapar todo el aire de sus pulmones en un prolongado suspiro.
Sostuvo la pistola con miedo, como si se tratara de una bomba. Cada día se relacionaba con la muerte en su trabajo, pero no le agradaba lo más mínimo coger un instrumento que, paradójicamente, tantos clientes le proporcionaba. Nunca antes había tenido una pistola en sus manos a pesar de que era fácil conseguir una en Chicago. La mayoría de sus amistades guardaban un arma de algún tipo en casa, pero él no. Kevin detestaba las armas. En la funeraria se había encargado de disimular agujeros de bala en los cadáveres que le llegaban con demasiada frecuencia y el simple hecho de ver el cañón de una pistola le alteraba.
Sujeto el arma con las dos manos intentando que no el temblaran. Tenía que tener un seguro en alguna parte, pero no supo dar con él; no entendía nada de armas. Encontró frío el tacto del metal y eso le extrañó. Debería estar caliente por la presión con la que el hombre la empuñaba.
—Creo que no la quiero —dijo el desconocido con la voz normalizada de repente.
Kevin le observó con curiosidad. Aunque sus ojos seguían tristes, le pareció ver un leve destello de felicidad en su rostro; sus labios se curvaron en una tímida sonrisa por un instante. Puede que le hubiese sentado bien deshacerse del arma.
—Es lo mejor —dijo Kevin, por fin algo más relajado—. Yo me la quedaré para evitar accidentes.
—Sí, sí, usted se la quedará —repitió aturdido el desconocido—. ¡Cielo santo! He estado a punto de hacerlo. Doy pena… Debe usted pensar…
—No da pena. Únicamente tiene problemas y se siente solo.
—Eso no me excusa. No soy más que un patético perdedor. Una basura...
—Lo importante es que no lo ha hecho. Tiene una oportunidad de cambiar las cosas.
—Sí, bueno… No me encuentro bien. —El hombre se bajó del taburete y caminó hacia la salida con paso tambaleante. Se inclinaba de un lado a otro y se apoyaba en la barra para mantenerse en pie—. Creo que iré al médico. Gracias por todo —añadió distraído.
—Pero… ¡Oiga! —gritó Kevin.
No podía creerlo. Después del momento más tirante de toda su vida, era impensable que aquello terminase de aquella manera. No supo qué decir, se quedó completamente paralizado.
Vio al extraño personaje salir del bar sin dar crédito a sus propios ojos. Miró el arma que aún sujetaba y se dijo que bastante bien había acabado todo. Hacía unos instantes había estado convencido de presenciar un suicidio, y un poco antes había temido por su propia vida. Demasiado para empezar la jornada. Se dispuso a tomar otra copa de whisky, y lo hubiera hecho, pero un estruendo se lo impidió.
—¡Tire el arma! ¡Las manos sobre la cabeza! —le gritaron.
Se giró despacio. Dos policías de uniforme le apuntaban con sus pistolas. La puerta del bar estaba hecha pedazos, la habían derribado al entrar.
—¿Cómo dicen? —balbuceó Kevin sin entender nada.
Los dos policías tenían los ojos clavados en él. Ni siquiera pestañeaban.
—He dicho que tire el arma —dijo uno de ellos en tono inflexible.
Kevin miró su mano derecha. Se sorprendió al ver la pistola que él mismo empuñaba. Por un momento había olvidado lo sucedido por la sorpresa de ver a la policía de Chicago encañonándole.
—Por supuesto —se apresuró a decir. Dejó el arma sobre la barra a toda velocidad—. No es mía, es de un tipo que…
No pudo completar la frase. En cuanto soltó la pistola uno de los policías se acercó a él a toda prisa y le aplastó la cara contra la barra del bar.
—¡Las manos a la espalda! —ordenó.
—¿Qué es esto? Yo no he hecho nada.
El agente le esposó sin demasiados miramientos.
—Tiene derecho a permanecer en silencio…
—Esto es absurdo…
El policía le dio un tirón de las esposas y terminó de leerle sus derechos. Kevin estaba absolutamente desconcertado. No entendía nada de lo que estaba ocurriendo.
—¿Ha comprendido sus derechos?
—Perfectamente, pero yo no he hecho nada. Se equivocan de persona.
—Eso lo dudo mucho y en cualquier caso lo decidirá un jurado.
¿Un jurado? Aquello cada vez tenía menos sentido. Llegaron más policías; uno de ellos recogió la pistola con guantes de goma y la metió en una bolsa de plástico. Le arrojó una mirada severa.
—Esa pistola no es mía.
—Claro, claro —repuso el policía que le había esposado —. Por eso la tenía en sus manos cuando llegamos.
Era obvio que no le creerían. La verdad sonaría absurda.
—¿Puedo saber al menos de qué se me acusa? —preguntó Kevin.
—De asesinato.
—¿Cómo? No puede ser. No he matado ni a una mosca en toda mi vida. Y además, ¿dónde está el cadáver?
Entonces lo vio. Dos personas salieron de la parte de atrás del bar transportando una camilla. Había un cuerpo y tenía un balazo entre los ojos.
Casi se desmayó al reconocerle. Era el dueño del bar. Su amigo Norman Smith.
CAPÍTULO 1
La pequeña sierra dejó de girar cuando el esternón se quebró con un chasquido seco. Sus dientes, teñidos de rojo, siguieron rodando unos segundos, perdiendo velocidad gradualmente hasta detenerse por completo.