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Authors: Fernando Trujillo

La biblia de los caidos (51 page)

BOOK: La biblia de los caidos
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Sombra empezó a andar hacia él, con una sonrisa encogida en los labios. Se acercaba despacio, zigzagueando.

—Cierto, una bala no puede detenerme.

—¿Te has vuelto loco? —preguntó Julio.

—No lo hagas —insistió el jefe.

El vampiro se acercó más, siempre mirando directamente a Óscar.

—Quieres apretar el gatillo, ¿verdad? Lo veo en tus ojos. —Sombra comenzó a caminar en círculos alrededor de Óscar, que mantenía el cañón apuntándole en todo momento—. Tienes dudas, deseas dispararme y averiguar si de verdad soy o no un vampiro. Suponías que el crucifijo te protegería de mí, pero has comprobado que no y eso te ha puesto nervioso.

Sombra aceleró un poco el paso, estrechando un poco el círculo con cada vuelta. Julio y Emilio le pedían a Óscar que bajara el arma, pero el guardaespaldas no les hacía caso.

—¡Retrocede! —gritó Óscar. Una gota de sudor resbaló por la mejilla. La pistola empezó a temblar en sus manos—. Dispararé, te lo advierto.

El asesino aumentó la velocidad.

—Veo que eres un hombre muy fuerte y musculoso. Si no soy un vampiro, no deberías necesitar esa pistola para reducirme. Como puedes ver, estoy desarmado. —Sombra sacudió su camisa de cuadros para hacer patente que no ocultaba nada. Siguió girando. Pasaba delante de Julio y Emilio cada vez más rápido, siempre bajo la amenaza del cañón de Óscar—. Pero no guardas la pistola. El miedo te domina.

Óscar estiró un poco el brazo. Ahora la pistola estaba a menos de un palmo del pecho de Sombra. La mano le temblaba.

—¡Te he dicho que retrocedas!

—¿Por qué iba a hacerlo? La bala no puede conmigo. Vamos, dispara y compruébalo. No me pasará nada.

—¡Baja el arma, imbécil! —gritó Julio.

—¡Dejad de dar vueltas! —ordenó Emilio.

Sin detener su movimiento alrededor de Óscar, Sombra separó los brazos y colocó su pecho a un centímetro escaso del cañón de la pistola.

—Así, justo en el corazón —dijo. El guardaespaldas, que continuaba girando al ritmo de Sombra para mantenerle encañonado, empezó a sentirse confuso y mareado—. Mantén el pulso, no tiembles tanto. Mucho mejor así... Ahora dispara, acabemos con esto.

—¡Tú te lo has buscado!

—Hazlo —dijo Sombra, con suavidad, casi en un susurro—. No seas cobarde, vence tu miedo. ¡Dispara!

Sombra sonrió y mostró los colmillos. Se inclinó un poco hacia delante.

Óscar apretó el gatillo. Un disparo atronador resonó en el andén y quedó ahogado por la punzada de un gemido. El corazón de Óscar latía descontrolado. Cuando su mano temblorosa se abrió, la pistola humeante rebotó contra el suelo.

—¿Qué has hecho? —gritó Emilio.

Óscar aún no lo entendía. Hacía un instante que Sombra le provocaba delante de él, rozando la pistola con el pecho, y de repente ya no estaba.

—Te dije que no me pasaría nada —susurró el vampiro al oído de Óscar, desde su espalda.

Emilio se agachó junto a Julio, que yacía en el suelo con una mancha oscura que empapaba su jersey. El disparo le había alcanzado en el cuello. Intentaba hablar, pero solo emitía sonidos incomprensibles, asfixiados por las pequeñas burbujas rojas que emanaban de sus labios.

—¡Maldito estúpido! —gruñó Emilio—. ¡Te ordené guardar el arma!

Julio convulsionó y le salió un borbotón de sangre por la boca. La cabeza cayó inerte sobre su hombro.

Óscar estaba horrorizado. No podía creer lo que había hecho. Había matado a una persona y todo por culpa de ese asqueroso...

Un golpe le obligó a doblar la rodilla. Su brazo se retorció hacia atrás y el codo crujió con un dolor insoportable. Sombra apareció de nuevo ante él, con los colmillos extendidos, blancos y afilados, hermosos, terribles. Le mordió en el hombro del brazo que había mantenido ileso. Óscar aulló. Después sintió un corte en el vientre. Cayó al suelo y notó algo húmedo y caliente que resbalaba hacia las piernas.

Vio las zapatillas rojas de Sombra alejándose, despacio y sin prisa.

—¿Qué estás haciendo? —dijo Emilio, alarmado, desenfundando su arma.

—¿Otra pistola? —El vampiro avanzaba tranquilo y despreocupado.

—¡Ya basta! Le has dado su merecido a ese estúpido. —Emilio le apuntó—. El trato sigue en pie. El juez...

Óscar solo consiguió ver un borrón. El vampiro se colocó sobre el jefe en un movimiento apenas perceptible. Con un mordisco le arrancó de cuajo la mano que sostenía el arma. Emilio abrió la boca y los ojos en una máscara de estupor ante la visión del muñón sanguinolento. Se tambaleó hasta caer de rodillas. La sangre manaba abundantemente, derramándose sobre el sucio suelo del andén.

El vampiro escupió la mano que aún sostenía la pistola. Su mandíbula estaba manchada de rojo. Se agachó sobre Emilio y clavó los colmillos en el cuello. Los ojos de Emilio apuntaron directamente a Óscar mientras el vampiro sorbía con ansiedad. El muñón se agitaba descontrolado, regando el suelo de sangre.

Después de varios segundos eternos, Sombra soltó el cuerpo de Emilio, que se desplomó sobre un charco purpúreo.

—¿Por... qué? —preguntó Óscar agonizando.

El vampiro se acercó hacia él.

—No estoy interesado en el trato —dijo Sombra—. El dinero no era el problema, como habrás podido deducir. No quiero matar a ese juez. Y la verdad es que no quiero que nadie lo haga.

Puso su mano alrededor del cuello de Óscar y levantó un poco la cabeza para que pudiera verle mejor.

—Pero... eres un asesino... a sueldo —murmuró el indefenso guardaespaldas.

—Lo soy, pero este caso es diferente. Verás, ese juez que queríais que matara es mi hermano.

Óscar palideció.

—Tu... reputación...

—¡Oh, eso! Tampoco es un problema. Hay dos formas de mantener una reputación intachable. La primera es no fallar nunca, algo que se me da bastante bien. La segunda es para situaciones como esta. Cuando no cumplo con lo que se espera de mí, nadie sale con vida y así no pueden ensuciar mi fama, ni extender rumores que alejen a posibles clientes. Lo entiendes, ¿verdad?

Claro que lo entendía y demasiado bien.

—Piedad... Puedo unirme a ti... convertirme.

El vampiro acarició su barbilla. Abrió la boca, como previendo un sabroso placer, y un rojo brillante goteó de sus colmillos.

—Otra oferta interesante —dijo con gesto reflexivo—. Desgraciadamente para ti, eres demasiado feo para ser vampiro. Se requiere cierto estilo. Además, la conversión es prácticamente imposible. Eso de que solo basta con morder es un mito, como las cruces. Lo que por cierto me recuerda... Toma, sostenlo. —Sombra tomó el crucifijo y lo colocó en el regazo del moribundo—. Tal vez te proporcione algún consuelo.

Lo último que Óscar vio fueron dos afilados colmillos cayendo implacables sobre él, y lo último que sintió fueron dos punzadas atroces en el cuello.

Después, todo fue frío y oscuridad. Ninguna luz, como siempre había creído.

SAL DE MIS SUEÑOS

PRIMER SUEÑO

No tenía ni idea de cómo había llegado al museo. Pero allí estaba, en una amplia galería, rodeado de gente que iba y venía, inmóvil, desorientado, frente a un cuadro que no me gustaba, y lo más desconcertante de todo, completamente desnudo.

Cubrí mis partes íntimas con ambas manos en un acto reflejo. Me encogí, miré en todas direcciones, me sentí completamente abochornado. La gente pasaba a mi lado sin prestarme la menor atención, pero eso no disminuía la terrible angustia que me atormentaba. Retrocedí, sin separar las manos, hasta apoyar la espalda contra la pared. Deseé despertarme con todas mis fuerzas. No era el primer sueño en el que me veía desnudo entre un montón de desconocidos.

Alguien me señaló y se rio. Era un niño que daba tirones al brazo de un hombre, que por fortuna estaba absorto contemplando un cuadro. Yo sabía que aquel hombre era su padre. No los había visto nunca, ni al padre ni al hijo, pero los sueños funcionan así: uno sabe cosas que no debería saber, se encuentra en lugares que no significan nada para sí mismo y suceden acontecimientos que no se pueden explicar. Como por ejemplo, que no sintiera frío en los pies a pesar de estar descalzo sobre el mármol.

—Aquí no... No seas pesado.

Conocía esa voz demasiado bien. Era una voz que escuchaba a diario en el instituto, suave y melódica, femenina, de las que uno imagina siempre acompañada por una sonrisa.

—¿Por qué no? ¿Te da vergüenza besarme en público?

Entonces los vi, a Claudia y a Eloy, juntos y abrazados. Estaban al otro extremo del pasillo, en una esquina algo apartada. Los veía con claridad a pesar de los numerosos visitantes que desfilaban y comentaban las obras de arte. Claudia estaba radiante, con la melena castaña ondeando sobre los hombros, flotando, como si estuviera debajo del agua. Sin duda otro de los efectos irreales del sueño. Eloy era repugnante. En realidad, no se parecía físicamente al chulo que me martirizaba con sus bromas en el instituto. Era mucho más gordo y deforme, babeaba, y tenía los brazos desproporcionadamente grandes, como los de un gorila. Y sin embargo era él. Lo sabía. Mi subconsciente había dotado a Eloy de esa forma tan grotesca, pero seguía siendo él.

Ella se resistía, retiraba la cara, jugaba. Él la aferraba entre sus brazos gigantes, sacaba una lengua asquerosa y larga como una serpiente.

—Vamos, no seas tonta, solo un besito.

Ella rio, pero continuó con el forcejeo. Tonteaba. Yo sentí náuseas. Quería apartarla de él, salvarla. Pero no podía ir hasta ellos desnudo como estaba. Todo el mundo me vería y se burlaría de mí.

—Una escena enternecedora —dijo alguien a mi lado.

Giré la cabeza, ligeramente sorprendido. Dos rostros idénticos me observaban, sonriendo de un modo dulce e inocente, iluminados por una luz propia. Eran dos rostros encantadores de dos niñas bajitas más jóvenes que yo, de unos diez años, que parecían gemelas. Una era rubia; la otra, morena. Ahí terminaban las diferencias entre ellas.

—¿Me habéis dicho algo?

Me sentí muy incómodo al estar desnudo frente a las chicas, aunque ellas no parecían advertirlo. La rubia se apoyaba en un bastón negro bastante sencillo y pequeño, acomodado a su corta estatura.

La morena se lo arrancó de las manos de mala manera, me miró y frunció los labios. La sonrisa desapareció.

—¿Eres masoquista?

—¿Perdón?

—¿Por qué sigues mirándoles? A Claudia y a Eloy. ¿Eres tonto?

Suspiré.

—Este es el sueño más raro que he tenido...

La rubia extendió la mano. La morena bufó y pateó el suelo. Luego le entregó el bastón, también de mala manera.

—No le hagas caso —dijo la rubia—. Es una gruñona. ¿Te gusta este cuadro?

Miré el cuadro que señalaba la chica, el mismo que había visto nada más empezar el sueño, un segundo antes de darme cuenta de que me encontraba en un museo, y dos segundos antes de comprobar que mi pijama no había viajado conmigo al mundo onírico.

El cuadro retrataba una partida de cartas entre cuatro jugadores. En una esquina había una niña observando la partida, muy pequeña, de unos cinco años, peinada con dos coletas muy graciosas. Junto a la pequeña se sentaba un perro negro enorme. Era obvio que el pintor era pésimo, ya que había dibujado la sombra de la chiquilla al revés que todas las demás. Por suerte para él, su obra estaba expuesta en un museo imaginario.

—No mucho —dije, indiferente. No pude evitar deslizar la vista hacia Claudia. Seguía igual, forcejeando con Eloy, que trataba de besarla. Era como si el tiempo se hubiera detenido para ellos, pero no para mí—. No me gusta el arte. Ni los cuadros ni las esculturas. Me aburren.

—Este cuadro te gustará —insistió la rubia. Daba vueltas al bastón en su mano derecha. La morena contraía el rostro a su lado, impaciente—. Representa una batalla muy importante de nuestra historia. El desembarco de Normandía. Una gran victoria en la Segunda Guerra Mundial.

No me importaba la Segunda Guerra Mundial. Alemania perdió y los buenos ganaron, es cuanto necesitaba saber. Entonces me di cuenta de que estábamos hablando del cuadro en el que yo había visto una partida de cartas, nada de una batalla. Volví a mirar el cuadro.

Me extrañé al ver una playa. Un terreno salpicado de cadáveres y explosiones. Los soldados salían del agua, sorteaban unas complejas estructuras metálicas, se resguardaban donde podían, morían. Había algo en la pintura, como si tuviera movimiento...

Continué sin sentir interés por el cuadro.

La niña morena le quitó el bastón a la rubia una vez más.

—Mira que eres plasta —le recriminó a la rubia—. Ya te dije que pasa de pinturas. Solo le interesa Claudia. ¿A que sí?

Claudia y Eloy continuaban con su tira y afloja. Yo cubría mis partes con ambas manos, aunque ya no me sentía tan molesto por estar desnudo.

—No entiendo qué hace con él —murmuré observando a la pareja.

La morena resopló.

—¿No lo sabes? ¡Menudo capullo!

—¿Qué quieres decir?

—Es tu sueño. Tú deberías saberlo. Por eso te pregunté si eras masoquista. Estás soñando que a tu chica le acosa un ser repugnante.

—No es mi chica —protesté.

—Eso ya se ve —repuso la morena—. O no la estaría manoseando esa aberración.

La rubia se interpuso entre ellos y alargó la mano. La morena dejó caer el bastón al suelo con una falsa expresión de sorpresa. La rubia se agachó y lo recogió. Le dio vueltas con su mano diminuta.

—Le estás molestando —le dijo la rubia a la morena, con una voz demasiado suave para transmitir autoridad, y añadió dirigiéndose a mí—: Ven, mira el cuadro. La batalla es fascinante.

—Ya te he dicho que no me gusta la hist...

El cuadro había cambiado. Ya no se veía el mar, solo la arena. Los soldados avanzaban y ganaban terreno. En la parte derecha se veían unos búnkeres que escupían balas y toda clase de proyectiles sobre los invasores.

—Así fue como se desarrolló la batalla —comentó la rubia, entusiasmada.

—¿El cuadro cambia el dibujo?

—Claro, en un sueño todo es posible. Observa.

Otra imagen. Otro paso en la conquista de Normandía. Los aliados luchaban contra los alemanes en los búnkeres y los expulsaban. La pintura cambió una vez más. No era un vídeo, no tenía movimiento, pero el cuadro se deformaba y moldeaba nuevas imágenes, increíblemente reales. Yo observaba perplejo y confundido, mientras la niña rubia narraba la batalla con todo lujo de detalles.

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