La biblioteca de oro (38 page)

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Authors: Gayle Lynds

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Thriller

BOOK: La biblioteca de oro
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—Estuve encubierto en Irak, y después en Pakistán —le explicó él—. De Inteligencia Militar. Naturalmente, fue «arduo» en los dos sitios. Pero también hubo cosas buenas. Pude colaborar en la reconstrucción de varias escuelas. Los iraquíes estaban reconstruyendo el país, y la educación era una de sus grandes prioridades. Mi padre preparó envíos de libros para sus bibliotecas.

—Eso no me suena a trabajo de Inteligencia Militar.

—Tuve algún tiempo libre. Lo dediqué a eso, sobre todo al final.

Eva advirtió algo más en su voz.

—¿Y antes de aquello?

Él sonrió.

—¿Siempre hacéis tantas preguntas las lumbreras?

—¿Yo soy una lumbrera?

—Tu doctorado te da derecho al título.

Eva recorrió con la mirada a los demás pasajeros.

—Piensa lo que quieras de mí, incluyendo mi pasado turbio. Yo no sé casi nada de ti.

Él se rio levemente.

—Al menos, estoy seguro de que no eres culpable de homicidio por imprudencia de tráfico. Lo siento. He dicho una tontería —añadió, al ver la expresión de Eva, y volvió la vista al frente de nuevo.

Eva no dijo nada y siguió sentada en silencio.

Él prosiguió por fin.

—Descubrí una información sobre un agente de Al Qaeda en Irak, y al final pude atraparlo y me lo llevé para interrogarlo. Solo Dios sabe cómo se hizo con una cuerda, pero el caso es que así fue. Se ahorcó en su celda. Su hermano también era de Al Qaeda, y vino por mí. Aquello duró varias semanas. Me estaba incapacitando para hacer el resto de mi trabajo, y yo no era capaz de localizarlo. Entonces, hubo un cambio. Parecía como si él hubiera perdido el interés. Yo no lo entendía… hasta que me pasaron un mensaje haciéndome saber que me iba a castigar liquidando a mi novia.

A Judd le palidecieron los dedos al apretar las manos.

—Ella también era de Inteligencia Militar. Una analista estupenda. Me pasaron la información justo cuando ella llegaba al control de seguridad, como de costumbre. Una mujer musulmana tropezó y cayó junto al puesto de seguridad, y la maleta que llevaba se le escapó de entre las manos y se deslizó bajo el
jeep
de mi novia. Había parecido accidental, pero los guardias entraron en acción al instante. La mujer consiguió liberarse y huir un instante antes de que explotara la maleta. Era un artefacto explosivo improvisado, claro está. La
mujer
llevaba un burka, pero uno de los soldados le vio unas piernas con pantalones vaqueros y unos pies grandes con botas militares de hombre.

Judd respiró hondo.

—Murieron cuatro personas, entre ellas mi novia. Más tarde, recibí otro mensaje. Decía, traducido, «El que siembra, recoge». Del Nuevo Testamento, claro está. Del apóstol Pablo. Aquel hijo de perra, un yihadista islámico, me citaba la Biblia para justificar que la había asesinado.

—No me has dicho cómo se llamaba ella —dijo Eva con suavidad.

Él se aclaró la garganta.

—Amanda. Amanda Waterman.

—Cuánto lo siento. Es horrible. Te debiste de sentir responsable de su muerte.

—Seguiría viva. Su trabajo no era tan peligroso.

—Apuesto a que quisiste matar a aquel hombre por lo que había hecho.

Él se puso tenso.

—No pude encontrarlo.

—¿Todavía quieres matarlo?

Judd la miró vivamente.

—¿Me culparías por ello?

—Cuando yo llegué a creer en la posibilidad de que hubiera ido yo al volante y de que hubiera matado a Charles, tardé mucho tiempo en aceptarlo —dijo Eva, e hizo una pausa—. Nadie fue a Irak sin conocer los riesgos que corría. Los dos tuvisteis mucha suerte de encontrar el amor.

Eva percibió la tristeza en su propia voz, y se la quitó de encima.

—Mucha gente no llega a encontrarlo nunca —concluyó.

Él asintió con la cabeza, con expresión granítica.

No obstante, Eva se preguntó si sería aquella la única historia que estaba detrás de las miradas heladoras que le había visto en el rostro. Una de las manos de Judd se movió hacia la de ella, para cogérsela. Eva recordó cómo la había arrastrado él hacia sí cuando había estado a punto de caerse del yate; cómo la había rodeado con sus brazos y la había abrazado con fuerza, cómo le había besado el pelo…, el sonido maravilloso de su corazón palpitante. Su olor húmedo, almizclado. Se había jugado la vida para salvarla. En aquel momento, ella no había querido más que acurrucarse contra él y olvidarse de los tiempos difíciles. Pensar que su instinto protector era el comienzo del amor. Pero la verdad era que ella no sabía lo que pensaba de él de verdad, ni mucho menos lo que sentía, ni si una persona con un gran dolor en el corazón y un pasado violento podría llegar a tener alguna vez la estabilidad suficiente para un amor perdurable. ¿Podría tenerla ella, siquiera?

Dio a Judd un rápido apretón en la mano, y se la soltó.

—Te está sonando el móvil.

Judd se sacó el teléfono del bolsillo.

—Un correo electrónico de Tucker. Una buena noticia: cree que puede haber localizado a Robin Miller. ¿Qué te parece a ti? —le preguntó, pasándole el aparato.

Eva analizó la foto de la mujer que aparecía en la pantalla del móvil: ojos verdes y cabello espeso, rubio ceniza, pero sin flequillo. La boca era redonda y carnosa. Se indicaba la edad de la mujer, su estatura y su peso.

—Las señas coinciden con las de Robin Miller —le dijo—. Pero, si no fuera porque sé lo que sé, diría que no es ella. Por otra parte, Charles se hizo cirugía plástica cuando ingresó en la biblioteca, de manera que también ella pudo hacérsela. En tal caso, podrían haberle acortado la nariz subiéndole la punta, y ponerle un implante en la barbilla. Los ojos, el color del pelo y el resto de la cara son iguales.

—¿Serían idénticos con cirugía plástica?

—Sin duda.

Eva seguía pensando en la muerte de la novia de Judd.

—Lo que me dijiste del yihadista de Al Qaeda y el último mensaje que te dejó es interesante. También hay una versión en el Antiguo Testamento. Job dijo: «Los que labran iniquidad y siembran maldad, cosechan eso mismo». Después, miles de años más tarde, Cicerón escribió: «Como has sembrado, así cosecharás». En todo caso, lo que me llama la atención es que se encuentra también en el Corán, que vino unos siete siglos más tarde, después de Cicerón: «¿Has considerado lo que has sembrado?». Ese yihadista debía de tener al menos una cierta cultura. De lo contrario, habría recurrido a lo que conocía, el Corán.

—Yo también había pensado en ello. Pero no pienso volver, y solo Dios sabe dónde está, o si está vivo siquiera. Además, tú y yo tenemos un problema mucho más urgente, el de cómo encontrar a Robin Miller y la Biblioteca de Oro.

«Y salir vivos», pensó ella.

CAPÍTULO
48

Eva y Judd se apearon en la
platia
Sintagma, la plaza de la Constitución, centro de la Atenas moderna. La plaza, una extensión grandiosa de mármol blanco, se extendía a los pies del edificio del Parlamento, que brillaba serenamente a la luz de los focos. En el perímetro de la plaza había cafés elegantes con terrazas en cuyas mesas la gente comía, bebía y charlaba.

Mientras caminaban hacia la parada de taxis, Eva daba vueltas a la cuestión de si sería capaz de seguir con la misión. Cuando miraba a su alrededor, el tráfico de Atenas le parecía más denso de lo normal; las sombras, demasiado oscuras y peligrosas. Estaba preocupada, llena de agitación mental.

Se detuvieron cuando se hicieron visibles las ruinas del Partenón, que se cernían majestuosas sobre la alta Acrópolis. Las columnas y los frontones blancos y relucientes se veían desde muchos puntos de la ciudad, entre edificios y en los cruces de las calles.

—El Partenón sí que es una cosa grande —opinó Judd—. Y, antes de que me lo preguntes, te diré que no, no había estado nunca en Atenas. Esta es mi primera vez.

Ella forzó una sonrisa.

Tomaron un taxi al distrito Exarchia, cerca de la Politécnica de Atenas, un barrio bohemio y con personalidad propia que Eva había visitado antes de conocer a Charles. Se bajaron al pie de la calle Stournari y subieron hasta la
platia
Exarchia, centro neurálgico de la zona, donde los atenienses satisfacían su pasión por el debate político y los intelectuales acudían a declamar sus últimas teorías. La vida nocturna empezaba en Atenas en serio a partir de la medianoche. Eva veía por las cristaleras que los bares estaban muy animados.

—Vamos a buscar algo de comer —dijo Judd.

Entraron en una
taverna
llamada La Venganza de Pan. Un músico rasgueaba un
bouzouki
, semejante a una mandolina, y cantaba una canción marinera griega que hablaba de la nostalgia por un amor que estaba lejos. Se pasaron por la barra y Eva iba traduciendo mientras Judd elegía una botella de tinto Katogi Averoff de 1999, con noventa por ciento de cabernet y diez por ciento de merlot. Eva pidió la especialidad de la casa, musaca y calabacín relleno de arroz silvestre, para llevar.

Con sus compras en la mano, caminaron hasta doblar la esquina. Eva percibía la tensión de Judd, que seguía vigilando por si los seguía alguien, y notaba también su propia tensión, en su afán de decidir qué haría.

—Estás muy callada —le dijo él.

—Ya lo sé. Pensando, nada más.

Eva no tardó en ver el pequeño hotel que recordaba, de piedra rosada con molduras de piedra blanca y contraventanas esmaltadas de blanco, donde se había alojado años atrás.

—Hotel Hécate —leyó Judd—. ¿Es un dios o diosa griega?

—La diosa de la magia.

—Puede que sea un buen presagio —dijo Judd. Se la quedó mirando un momento, como si intentara leerle la mente—. ¿Vas a estar bien?

Entraba y salía bastante gente de los diversos establecimientos. Se abrió la puerta de un bar y salieron al exterior oleadas de risas. Eva no veía ninguna señal de amenaza.

—Claro —dijo—. Me quedaré por aquí fuera mientras tú tomas la habitación.

—No me vayas a dejar tirado.

Ella enarcó las cejas con sorpresa. ¿Había adivinado él que se lo había estado planteando? Antes de que hubiera tenido tiempo de responder, Judd se apresuró a entrar en el hotel.

Caminando por la acera, observaba a los demás transeúntes mientras intentaba poner en orden sus pensamientos. Había cometido muchos errores, y ahora temía que seguir participando en la operación fuera un error más. ¿Qué clase de hombre era en realidad Judd, para hacer un trabajo tan violento? ¿Podría prescindir de la violencia? ¿La emplearía alguna vez contra ella?

Cuando llegó a la esquina, emprendió de nuevo la vuelta hacia el hotel. Se sentía responsable de haber puesto en peligro a Yitzhak y a Roberto y de haber sido la causante del asesinato de Peggy. Pero cuando había descubierto que Charles estaba vivo y que le había dejado un mensaje, se había puesto a seguir la pista ciegamente, para saber algo más de lo que podía haber sentido él hacia ella en realidad. Mientras pensaba en ello, pasaron a su lado un hombre y una mujer ancianos, cogidos de la mano, hablando entre sí como si no les importara nadie más en el mundo. Eva sintió una punzada de pena.

Judd apareció en la entrada de vehículos, junto al hotel. Oteó la zona, e hizo después un gesto discreto de asentimiento con la cabeza.

—¿Todo bien? —preguntó a Eva cuando se reunió con ella.

A ella le atrajo la mirada una sombra negra que corría por la entrada de vehículos, y fue consciente de pronto de lo difícil que era distinguir a oscuras un perro de un lobo. Suspiró.

—Gracias por todo, Judd. Esta noche te traduciré el mensaje de Charles, pero mañana tomaré un avión para volverme a casa.

Él no intentó hacerle cambiar de opinión.

—Me alegro de que hayas aguantado tanto. Has sido de gran ayuda, Eva.

Entraron por la puerta trasera del hotel y subieron por las escaleras. La habitación era más grande que la de Estambul, y también tenía dos camas. Esta tenía vistas al hotel de al lado y, muy por debajo de ellos, a la entrada de vehículos. El Partenón brillaba a lo lejos.

Mientras Judd echaba el pestillo a la puerta, Eva dispuso la comida en una mesa, junto al radiador, y se quitó el bolso de bandolera para sacar la escítala y la tira de cuero.

Él, mirándola con expectación, dejó caer la bolsa de viaje en la cama que estaba más cerca de la puerta y sacó su Beretta y la pistola S & W de nueve milímetros con silenciador que había quitado a Preston.

Eva desabrochó el cierre del bolsillo lateral de su bolso y metió la mano dentro. Sintió inmediatamente una humedad horrible. Sacó la escítala y la tira.

—Oh, no —susurró—. No.

—¿Qué?

—Se ha corrido la tinta.

Le mostró la larga tira de cuero, mojada; las letras se confundían unas con otras.

—Ha debido de pasar en el yate, cuando nos empapamos. ¿El mensaje es legible?

—Todavía no lo sé.

Eva tomó una caja de servilletas de papel del buró, se sentó en la otra cama y puso la tira bajo la luz fuerte de la lámpara. Mientras ella la iba secando, él se sentó frente a ella, inclinado hacia delante, con los antebrazos apoyados en los muslos, observándola, tenso.

—Las letras están borrosas —le comunicó ella—. Pero quizá pueda sacar algo en limpio.

Recordando cómo lo había hecho Andy Yakimovich, enrolló cuidadosamente la tira alrededor de la escítala, apretándola y colocándola suavemente mientra se aseguraba de que las letras borrosas formaban líneas. Trabajó largo rato en la habitación silenciosa. Por fin, asió los dos extremos de la escítala, sosteniendo el cuero en su sitio con los pulgares.

—Algunas palabras se entienden —dijo—. Puedo leer en parte donde dice que el secreto está escondido en el
Espías
, pero no leo la frase siguiente.

Las palabras que venían después, que eran la despedida final, le cortaron el aliento.

—Diligo te, Eva. 8/3/08
.

—¿Qué es eso? —preguntó Judd, inclinándose hacia delante. Ella se lo tradujo:

—«Te quiero, Eva».

Judd miró donde estaba mirando ella.

—Está fechado un mes antes de la desaparición de Charles —observó—. Eso responde a una de tus preguntas. A una pregunta fundamental, me figuro.

Ella titubeó, sintiendo un arrebato de emociones.

—Siempre tuve a Charles por mi fuerza, por mi ancla. Cuando tenía dudas o me desviaba, él me centraba de nuevo. Ahora pienso que aquello era lo que él entendía por amor. Pero la verdad es que no era interés ni preocupación por mí. Sencillamente, no soportaba que yo no fuera tan centrada, tan compulsiva como era él.

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