La biblioteca de oro (35 page)

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Authors: Gayle Lynds

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Thriller

BOOK: La biblioteca de oro
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Se remangaron los vaqueros y llegaron a la orilla caminando por el agua. Judd llevaba la bolsa de viaje, y Eva, en bandolera, su bolso. Allí estaba más tranquilo el viento. Cruzaron la playa, y el Carnívoro los guio subiendo un acantilado por unos escalones tallados en época antigua.

Cuando llegaron a lo alto, hicieron una pausa. Había salido la luna, que arrojaba una luz misteriosa por las hectáreas de vides dispuestas en buen orden, sobre espalderas de alambres que transcurrían entre postes de madera retorcida. Las vides empezaban a echar la hoja. El aire tenía un olor crudo, a tierra recién labrada.

Emprendieron el camino por una pista estrecha y polvorienta, entre las vides.

—¿Quieres contarme de qué va todo esto, Judd? —dijo el Carnívoro.

—¿La reciprocidad es otra de sus reglas?

—Y es buena, ¿no te parece?

—A mí me gusta —dijo Judd—. Pero, no; me ocuparé de esto yo.

La pista se ensanchó, y los tres siguieron caminando hombro con hombro.

El Carnívoro echó una mirada a Judd y dijo, pensativo:

—Sí; creo que lo harás…, si es que es posible ocuparse de ello siquiera. Pero en lo que se refiere a la reciprocidad, consideraré que estamos en paz proporcionándoos vía libre para que lleguéis a Atenas.

—¿Estará ya libre Preston? —preguntó Eva, preocupada.

—Debe de estarlo —dijo el Carnívoro—. Llevaba gente de apoyo.

—¿Y si yo hubiera decidido matarlo, cuando estábamos en el Gran Bazar? —dijo Judd—. Entonces se le habría quemado a usted la película.

—Habría funcionado igual —explicó el Carnívoro—. Él se habría
despertado
y te habría atacado. Yo habría salvado la situación ayudándote a ti a escapar y a él a salir vivo, y la película habría seguido adelante.

Judd cambió de tema.

—¿Y la nota de Preston, esa en la que hablaba de Atenas? ¿Era de verdad, o era un montaje?

—De verdad. Era una anotación propia suya. Aportaba autenticidad, y os daba serios motivos para creer que lo que estabais viendo era real. Lo que es más importante todavía, no esperábamos que vivieseis lo suficiente como para hacer uso de ella, ni de ninguna otra cosa que pudieseis haber descubierto allí.

—¿Tiene usted información sobre el
Libro de los Espías
y sobre Robin Miller? —le preguntó Eva.

—No era asunto mío.

—¿Y sobre la Biblioteca de Oro?

El Carnívoro frunció el ceño.

—He oído hablar de ella. ¿Es eso de lo que se trata todo esto?

—Sí —dijo Judd. Pero no añadió nada más. Las serpientes venenosas como el Carnívoro a veces mudaban la piel, pero no por ello dejaban de ser imprevisibles sus mordeduras… y venenosas.

—¿Qué dirá usted a su cliente?

—Nada.

Judd apreció furia en aquella única palabra de respuesta. El Carnívoro se estaba desquitando de su cliente por haberle mentido. Aquello significaba también que el cliente creería, al menos durante algún tiempo, que Eva y él habían muerto.

—Esto os da un tiempo —dijo el Carnívoro—, pero también es bueno para mi negocio. Cuando uno vende muerte, debe asegurarse de que las reglas quedan claras, y de que, cuando se quebrantan, hay un coste. Y también significa que no tenéis que plantearos matarme —añadió, echando una mirada a Judd—, y que yo no tengo que tomar medidas preventivas para asegurarme de que no lo intentáis.

Estas palabras, aunque se habían pronunciado con calma y con naturalidad, produjeron un escalofrío a Judd.

—No le pagarán —dijo Judd.

—He cobrado la mitad. Me quedaré con eso.

—¿De dónde procede usted? —preguntó Eva al Carnívoro—. ¿Dónde vive ahora? ¿Cómo se dedicó a este negocio? Habla casi como un estadounidense.

—Lo siento, Eva. La verdad es que es mejor que no lo sepas. En una ocasión, un asesino de la KGB, de la antigua época de la guerra fría, fue a buscar a mi hija, creyendo que yo había muerto y que se vengaría de mí eliminándola. Por fortuna, ella fue capaz de salvarse. Si alguien se entera de que tenéis información sobre mí, vuestras vidas podrían correr peligro, y no hay ninguna garantía de que tuvierais tanta suerte como tuvo ella.

Al llegar a lo alto de una suave cuesta vieron una casa, grande y amplia, de piedra desgastada por los elementos, con tejado de tejas azules al estilo otomano. Había luz dentro y, cuando se acercaron, se encendieron luces exteriores que iluminaron macizos de flores, extensiones de césped y un mirador de piedra. Había barriles de vino vacíos amontonados contra cobertizos. Hacia el fondo había una estructura grande, de tablas, que sería probablemente donde se elaboraba el vino y donde se dejaba envejecer.

Se abrió la puerta de la casa y apareció un hombre de poco menos de sesenta años, con una escopeta echada sobre un brazo.

—¿Quién anda ahí? —gritó en turco y en inglés.

—Hugo Shah, soy un viejo amigo de tiempos pasados —respondió el Carnívoro—. Te acordarás de mí, de Alex Bosa.

—Alex, has venido otra vez a probar mi vino. Es un honor para mí.

Después, cuando se acercaron, Shah lo miró atentamente.

—¿Alex? Sí, eres tú. ¡Qué disfraz tan magnífico! ¿A qué te dedicas ahora?

—A nada bueno, como de costumbre.

Shah se rio. Los dos se dieron la mano, y los cuatro entraron en una zona de estar, decorada con papel pintado de buen gusto y gruesas alfombras. Había buenos muebles antiguos aquí y allá, y un sofá y unos sillones ante una bonita chimenea.

—¿Quiénes son tus amigos, Alex? —preguntó Shah.

—No tiene importancia. Necesitan tu ayuda, lo que significa que yo necesito tu ayuda. ¿Tienes disponible esa avioneta tuya?

—¿A estas horas? —dijo Shah, entrecerrando los ojos mientras observaba al Carnívoro—. Ya veo. Se trata de una emergencia. Muy bien; los llevaré yo mismo. ¿Quieres acompañarnos?

—Te esperaré aquí, con el vino.

Shah sonrió abiertamente.

—Excelente. Dame un momento, por favor.

No tardó en regresar, con una chaqueta y un maletín.

Cuando los cuatro salieron al exterior, Shah les habló de sus viñas.

—Cultivo uva gamay, cabernet y papazkarasi. Tengo pensados dos buenos tintos que abriré para los dos, Alex… Volveremos a ser Alex y Hugo.

A unos ochocientos metros de la casa entraron en un garaje grande donde los esperaba una avioneta monomotor Cirrus SR20. Ayudaron a Shah a sacar el avión al exterior empujándolo. Shah echó una ojeada a la manga de viento y olisqueó el aire.

—Me despido ya —dijo el Carnívoro, apartándose.

Subieron a bordo. Judd se sentó junto a Shah, y Eva detrás. Mientras el motor se calentaba, Judd miró por la ventanilla. El Carnívoro sonreía. Levantó la mano y se llevó dos dedos a la sien a modo de saludo desenfadado.

Judd no pudo evitar devolverle la sonrisa. Le dirigió a su vez un saludo con dos dedos.

—¿Dónde vamos? —preguntó Shah cuando empezó a girar la hélice.

Judd volvió la cabeza. Eva lo estaba mirando. Cuando habló, percibió la fuerza de su propia voz…, así como su tono apremiante.

—A Atenas.

Terecera parte

La batalla

Cuando el célebre general griego Arístides supo por uno de sus informadores que en su campamento se había infiltrado un espía persa, mandó que todo soldado, constructor de escudos, médico y cocinero diera razón de algún otro de los presentes. Así se descubrió al espía. Al mes siguiente, los griegos derrotaron al ejército invasor persa en la batalla de Maratón, en el 490 a. C.

De la traducción del
Libro de los Espías

La inteligencia estratégica es el poder de conocer las intenciones de tus enemigos.

New York Times

14 de mayo de 2006

CAPÍTULO
44

Washington, D. C.

Mientras hacía un almuerzo tardío en su escritorio, en el cuartel general de Catapult, Tucker Andersen estudiaba la foto de la mujer rubia que podía ser aquella Robin Miller de la que se hablaba en la nota de Preston.

Su equipo había localizado a millares de mujeres con aquel nombre, desde niñas de pecho hasta ancianas, tanto en los Estados Unidos como en otros países. A base de filtros en función de la edad y de la ocupación, se había quedado por fin con aquella como más probable, una mujer que tenía por entonces treinta y cinco años. Había nacido en Escocia y tenía licenciaturas en Arte Clásico y en Biblioteconomía en la Sorbona y en Cambridge, y había trabajado con libros raros y manuscritos en Boston y en París. Había dejado dos años atrás su trabajo en la Bibliothéque. Desde entonces no había datos de que hubiera vuelto a trabajar en otras bibliotecas ni museos. Tampoco había datos de una nueva dirección. Cuando dejó aquel trabajo, había dejado también su apartamento. No había registro de su muerte. Ningún rastro suyo en absoluto.

Envió a Judd por correo electrónico la información y la foto y se recostó en su asiento, reflexionando.

Después, tomó su teléfono y llamó a Debi Watson, jefa de informática de Catapult.

—¿Hay noticias de la NSA sobre esos números de teléfono que te di?

Debi estaba vigilando los números que se habían encontrado en el teléfono desechable de Charles Sherback, uno de los cuales podía ser el de Robin Miller.

—No,
señó
. Le llamaré si sale algo. Todo depende de dónde están los satélites, y, claro está, hay que revisar millones de bloques de datos. La NSA se ocupa de ello por nosotros. Saben que es importante.

—Es crucial —la corrigió él—. Ponte en contacto con la Interpol y con la Policía de Atenas, y diles que les agradeceríamos mucho que nos informaran sin dilación si se encuentran con una mujer llamada Robin Miller. Creemos que puede estar en Atenas. Te enviaré los detalles por correo electrónico.

Dicho esto, colgó.

Llamaron a su puerta. Cuando respondió, entró Gloria Feit, recepcionista y factótum general, y cerró la puerta a su espalda.

Era de complexión pequeña, y estaba rígida.

—Ha vuelto. En el despacho de ella.

—¿Te refieres a Hudson Canon?

—Me pediste que te avisara. Pues te aviso de que ha vuelto.

—Estás irritada.

—¿Yo? ¿En qué lo notas? —dijo ella, llenando su cara de una sonrisa que le marcó las líneas alrededor de los ojos.

—Nadie va a poder sustituir a Cathy. Pero necesitamos un nuevo jefe. Hudson es temporal.

—Bueno, vale; me parece bien, si temporal significa «por poco tiempo».

—¿No te gusta?

Gloria se dejó caer en una silla y cruzó las piernas.

—La verdad es que sí que me gusta. Es que me apetecía ser mezquina.

Él se rio por lo bajo.

—Entonces, ¿por qué estás irritada?

—Porque no me estás contando lo que pasa. No te creerás que yo he filtrado algo sobre la operación de la Biblioteca de Oro, ¿verdad?

Conque era aquello.

—No se me ha pasado por la cabeza.

La verdad era que sí se le había pasado por la cabeza, pero no quería decírselo. Había tenido que pensar en todos y en cualquiera que hubiera podido tener acceso a la información.

—Bien —proclamó ella—. Así que, dime cómo vas con la operación.

—Gloria…

Ella soltó un suspiro y se puso de pie.

—Ay, bueno. Sé así si quieres. Pero sabes que puedes contar conmigo, Tucker. Lo digo en serio. Para cualquier cosa.

Se dirigió a la puerta y, una vez allí, se volvió hacia él.

—Cuando te ofrezcan el puesto de director de Catapult, y tú y yo sabemos que te lo ofrecerán, acéptalo esta vez. Por favor. Ya te he ido preparando.

Él se la quedó mirando mientras se cerraba la puerta, y sacudió después la cabeza, sonriendo para sus adentros. Después, se le borró la sonrisa. Se puso de pie y salió. Era hora de hablar con Canon.

Hudson Canon se ajustaba la corbata mirándose al espejo del despacho que había sido de Cathy Doyle. No le gustaba su aspecto. Su nariz chata, sus ojos negros redondos y sus mejillas gruesas ya no le parecían sólidas ni reales. Tenía algo de insustancial, de vaporoso; aunque él sabía perfectamente que era un hombre sólido en todos los sentidos.

Se volvió de nuevo hacia el despacho, celebrando que ya no estuvieran las fotos, las plantas y los efectos personales de Cathy. La noticia de su muerte lo había impresionado, y después se había llevado una impresión todavía más fuerte al recibir una llamada telefónica de Reinhardt Gruen, desde Berlín, que le había dicho lo que tenía que hacer, so pena de perder sus ahorros. Lo había invertido todo en el Grupo Parsifal, invitado por Gruen, y había ganado mucho más dinero del que había creído posible.

El teléfono móvil le vibró contra el pecho. Cerró la puerta con pestillo y atendió la llamada mientras se dirigía a su escritorio para sentarse. Ni los teléfonos móviles, ni los ordenadores de bolsillo, ni los aparatos con transmisión por ondas en general estaban permitidos en Langley ni en Catapult; pero él era allí el jefe, y nadie tenía por qué enterarse de que ahora debía llevar encima en todo momento aquel móvil desechable.

—Tenemos un problema con Judd Ryder y con Eva Blake. Nuestro hombre no ha enviado novedades, y sospechamos que andan sueltos de nuevo. ¿Dónde están? —le preguntó Reinhardt con tono amistoso y acento alemán.

—No lo sé.

—Se suponía que debía vigilar esto de cerca.

—No estoy seguro de poder conseguir esa información.

—Ach
, ¿de verdad? —repuso el otro, con tono menos amistoso—. Usted es un hombre importante. Es jefe de Catapult. No le pueden ocultar nada.

Canon se armó de valor, quitándose de la cabeza la idea de perder su casa. Tenía mucha hipoteca, y había pensado hacer frente a los pagos de los seis meses siguientes con su cuenta de Parsifal. Ya había vendido su querido Corvette para comprarse un Ford de segunda mano. Las pensiones que tenía que pasar a sus dos exesposas, con la manutención de los hijos, lo estaban hundiendo.

—No es eso —dijo—. Mire, Reinhardt, esto ya ha llegado demasiado lejos. Está claro que esto no tiene fácil arreglo. En cualquier caso, Catapult no va a encontrar nunca su querida Biblioteca de Oro. Toda la misión ha sido un desastre.

—Quite a Tucker Andersen. Lleve usted mismo la misión.

—No puedo apartarlo de la misión. No tengo ningún motivo válido para ello. Si lo intentara, me encontraría con el agua al cuello, sobre todo ahora que Cathy ha muerto. Además, mi jefe quiere que tenga aquí a alguien con experiencia para que me apoye.

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