La boca del Nilo (24 page)

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Authors: León Arsenal

Tags: #Narrativa histórica

BOOK: La boca del Nilo
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—Y entonces… —dijo con expresión pensativa el tribuno.

—Y entonces se levantaron los sirios y lanzaron la primera descarga, que cayó sobre los nubios antes de que éstos se dieran cuenta siquiera de que estaban ahí. Fue como una lluvia de muerte, y los gritos se volvieron de sorpresa, de miedo y de dolor. Yo estaba en lo alto de la duna y la luz lunar tampoco es especialmente apropiada para observar, pero diría que una buena docena de hombres quedó tendida por tierra, unos inmóviles y otros revolcándose entre chillidos. Y antes de que sus hermanos de tribu pudieran siquiera suspirar, mientras buscaban con la mirada a los atacantes, les llegó la segunda oleada de flechas.

»Y luego una tercera y una cuarta. Algunas de las flechas estaban encendidas y al clavarse en las tiendas incendiaron los cueros secos. El campamento comenzó a arder con mucho humo y poca llama, y un olor apestoso. Y, en mitad de aquel caos, nuestros jinetes cargaron a través de las arenas, agitando las jabalinas.

»E1 pánico venció a los nubios. Castigados por las descargas de flechas y aterrados por los caballos que se les venían encima, salieron corriendo cada cual por su lado. Ni tan siquiera trataron de defender el campamento incendiado. Todo lo más, los más bravos trataron de poner a salvo a sus familias.

»Llegó un momento en que los arqueros dejaron de disparar, no fuera que hiriesen a alguno de los nuestros. Era la hora de la caballería y la escaramuza se convirtió en matanza. En matanza, tribuno. Llegaron por la espalda de los nubios en desbandada, arrojando sus jabalinas, y hombres y mujeres caían rodando traspasados. Luego, algunos de los hispanos echaron mano a las
spathas
y cayeron a galope tendido sobre los fugitivos. Algún guerrero se volvía, tratando de hacerles frente, y desde donde yo estaba les veía caer dando gritos, con las carnes abiertas. Los golpes hacían volar las cabezas de las mujeres que huían con sus hijuelos en brazos, y los cascos pisoteaban los cuerpos.

—¿No hubo cuartel?

—Ninguno.

—¿Sabes por qué?

—Creo que eran las órdenes de Tito. Aunque algo me dijo Julio Caturo de que el prefecto le había mandado expresamente que dejase al menos a unos cuantos con vida, para que pudieran contar lo que había ocurrido.

»Los hispanos persiguieron a los supervivientes hasta detrás de las dunas del otro lado, y allí siguió la matanza. Debieron escapar muy pocos. Volvieron al trote, con cabezas cortadas, y traían a algunas chicas de los pelos, casi a rastras. Caturo consintió que los soldados se divirtieran un rato con ellas.

»Recuerdo que el campamento estaba ardiendo, y que las cabras correteaban sueltas. Lo que sucedió luego es que uno de los libios, que a pesar de las órdenes se habían apartado de mi lado para violar a las mujeres, sacó de repente un cuchillo muy ancho y comenzó a desollar viva a una de las nubias. No sé por qué hizo eso aquel hombre, supongo que por diversión. Lo cierto es que Caturo oyó los aullidos, se acercó con una jabalina en la mano y le pegó un palo al libio, éste se revolvió, pero el decurión le dio otro golpe, esta vez en la cabeza, y le hizo caer como un saco.

»Ahí se acabó todo. Caturo, ahora de muy mal humor, mandó matar a las mujeres, sin hacer caso a los que le decían que a ellos aún no les había llegado el turno. Así que los hispanos a unas las decapitaron y a otras las cosieron a lanzazos. Luego, los arqueros volvieron a montar a la grupa de los caballos y regresamos a la columna, a paso lento.

»No tuvimos ni una baja, ni siquiera heridos graves, aunque supongo que eso ya lo sabes.

—Claro —mintió el tribuno. Hubo una pausa—. ¿Cómo piensas narrar lo ocurrido anoche?

—No lo sé. Precisamente a eso estaba dándole vueltas cuando has venido a visitarme.

—Supongo que habrá sido una experiencia impresionante para ti.

—Sí. Mucho.

—Entiendo —el tribuno sonrió y de repente pareció mucho más joven, con el pelo rubio algo alborotado y esos ojos azules suyos—. Sin embargo, he de decirte que, desde el punto de vista militar, eso no ha sido más que una escaramuza. Un golpe de mano.

—Oh —Valerio Félix se paseó la mano por la barba, inseguro—. No dejas de tener razón.

—Puedo comprender que presenciar en persona un combate, y por primera vez supongo, causa una gran impresión. Aun así, no me gustaría ver cómo estropeas tu crónica otorgando una importancia desmedida a unos acontecimientos, con relación a otros. El hecho de que tú estuvieses presente puede hacerte conceder demasiado espacio a lo que no es más que un episodio de este viaje.

Valerio Félix, alto y flaco, se quedó unos latidos acariciándose la gran barba de filósofo, antes de sonreír con entusiasmo.

—Sí, sí. Hay que tratar de ser objetivo. Tienes razón: no puedo dar demasiada importancia a un suceso menor por el simple hecho de que yo estaba allí.

—Cierto.

—No ha sido más que un incidente y la verdad es que con un par de líneas bastará.

—Tú lo has dicho. Te basta, supongo, con apuntar que tú estuviste presente, porque tampoco es necesario que te quites tú mismo méritos.

Se incorporó.

—Valerio Félix, te agradezco que me hayas dedicado tu tiempo y ya no te entretengo más, que sin duda tienes muchas cosas que hacer.

—Gracias a ti, tribuno, por tu consejo —respondió el otro con la cabeza ladeada y los ojos perdidos. Y viéndole, su interlocutor supo que estaba pensando ya con qué párrafo describir todo lo sucedido la noche anterior.

* * *

Era ya noche cerrada cuando Claudio Emiliano se presentó en la tienda del prefecto, sabiendo que antes de esas horas éste estaría despachando los mil y un asuntos cotidianos de la columna. Apareció con ademanes contenidos, ciñendo la túnica blanca y púrpura, la espada al cinto y sin capa, y, aun al resplandor de las lámparas, los que estaban dentro de la tienda pudieron ver que sus ojos eran de un azul muy claro, uno que podría quemar de la misma forma que quema el hielo. Tito sólo tuvo que levantar la mirada y verle para hacer que todos salieran, y poder quedarse a solas con él.

Hubo un silencio entre los dos. Las llamas de las lámparas chisporroteaban, y las sombras danzaban sobre las lonas. El anfitrión invitó a sentarse, con un gesto, a su visitante, pero éste declinó con la cabeza. Entonces le mostró una copa de vino, y el otro volvió a negar. Se llenó la suya y el tribuno, que le observaba sin despegar los labios, se percató de que se servía el vino puro, sin aguar.

El prefecto dio un sorbo con la mayor tranquilidad y sostuvo con sus ojos oscuros a esos otros azules.

—¿Estás mejor, tribuno?

—Mejor, sí. Gracias.

—¿A qué debo tu visita a estas horas?

—Parece que has ordenado atacar a una tribu de nubios —la voz de Emiliano era suave, pero a la manera de los hombres que pueden explotar en cualquier momento.

—No: he ordenado una acción punitiva contra la tribu de nubios que trató de envenenarnos.

—Eso son matices. Has tomado esa decisión sin consultarme.

—Estabas enfermo, tribuno. Te recuerdo que ayer estabas en tu tienda, postrado por las fiebres.

Emiliano, de pie entre las sombras y luces de la tienda, contempló con resentimiento a su interlocutor, que se había vuelto a sentar y actuaba como si todo aquello fuera una conversación casual.

—Ya.

—Me dijeron que estabas muy enfermo y no quise molestarte por un asunto menor.

Hubo otro silencio aún más espeso. La sombra del tribuno crecía y menguaba sobre las lonas, y los rostros de ambos parecían cambiar de expresión al compás de las luces.

—¿Llamas a lo ocurrido un asunto menor?

—Eso es lo que es para mí.

—Ya hablaremos de eso. Pero lo primero de todo: ¿por qué ordenaste que lo hicieran?

—Porque esos nómadas trataron de envenenarnos y un acto así no debe quedar impune.

—Pero si tú mismo me aconsejaste que dejase marchar a los hombres que nos trajeron la carne envenenada.

—Sí.

—Para, acto seguido, mandar matar a la tribu entera.

—Dije, y aún mantengo que no tiene sentido matar a los soldados por obedecer las órdenes de sus generales. Es ridículo, además de innoble.

—¿Te das cuenta de lo que has hecho? Las tribus del desierto se nos van a echar encima en cuanto se sepa lo ocurrido.

—Lo dudo. Esos bárbaros vinieron a nuestro campamento en son de paz y trataron de perjudicarnos con engaños. Les hemos castigado y eso servirá de escarmiento.

—¿Llamas escarmiento a aniquilar a una tribu entera?

—Eso es.

—¿Y qué van a decir los meroítas?

—Nada. Antes de mandar esa partida, yo mismo crucé el río y me entrevisté con el gobernador de Kawa, él mismo me dio el beneplácito para castigar a esos traidores.

Claudio Emiliano se le quedó mirando, los ojos le cambiaron de color y se volvieron de repente de un azul muy oscuro. Explotó.

—¡Tú estás loco, prefecto! —gesticuló furioso—. ¿Es que te ha dado esa locura del desierto de la que tanto hablan tus hombres?

Alto, renegrido, enflaquecido, Tito Fabio Tito se echó a reír sin ninguna alegría, con la copa de vino en la mano, cosa que lo único que hizo fue enfurecer aún más al tribuno.

—¡Eres un carnicero!

—Y tú eres un soldado de juguete —el prefecto se inclinó hacia delante, con una luz muy extraña en los ojos oscuros—. Un niño rico de Roma que jamás ha tenido que arreglárselas sobre el terreno.

Claudio Emiliano se le quedó mirando, demasiado asombrado para enfurecerse ahora, y entonces se dio cuenta de que el
praefectus castrorum
había estado bebiendo y que estaba ebrio. Se levantó, inspiró con fuera para ahuyentar la rabia y, de un tirón, se soltó el cinto de la espada para después arrojarla con estruendo sobre la mesa. Dio un par de zancadas a lo largo de la tienda, tratando de serenarse un poco y encararse con su interlocutor.

—El prefecto de Egipto tendrá noticias de lo ocurrido, no lo dudes.

—Haz lo que creas más conveniente —replicó el otro con tranquilidad.

—No es sólo que vayamos a tener problemas con los nubios. Es que eso ha sido una matanza sin sentido.

—Ésa es tu opinión. A mi juicio, ha sido un escarmiento necesario.

—¿Dejas marchar a una docena para matar a doscientos luego? ¿Pero de qué estás hablando, prefecto?

—Matar a unos pocos provoca rencor y venganza; matar a muchos provoca miedo.

Emiliano dio otros dos pasos largos por la tienda, resoplando.

—Mira, no voy a discutir tus teorías sobre la guerra. Eso ha sido una atrocidad, un acto indigno.

Tito se le quedó mirando, y luego se echó a reír a carcajadas.

—¡Por Bast! Nunca, nunca entenderé a la gente de la Urbe. Sólo tenéis una cosa buena: que sois todos iguales. No veis más allá de vuestras narices y no porque seáis cortos de vista, sino porque no queréis mirar —aunque se estaba riendo, contemplaba con dureza a su visitante, que ahora le contemplaba a su vez pensativo—. Sois vosotros los que nos tenéis a la gente como yo en las fronteras, siempre escasos de hombres y de medios. Pero, eso sí, esperáis que protejamos a las provincias contra los bárbaros. Si tuviéramos más soldados, no necesitaríamos ser crueles; pero, tal como están las cosas, tenemos que meter el miedo a nuestros enemigos, porque fuertes no somos.

Bebió y, cambiando de humor, prosiguió ahora indignado.

—Hacemos lo que podemos, con lo que tenemos, y vosotros, que sois los culpables de que estemos en esta situación, os lleváis luego las manos a la cabeza. Vosotros, que sois capaces de hacer morir en un solo día a cinco mil hombres en los Grandes Juegos. ¿Pero cómo pueden hablar de atrocidades los políticos de la Urbe, que no hacen otra cosa que conspirar y asesinarse por unas migajas de poder? Unos tipos que no piensan más que en su propio interés y a los que no les importa nada el imperio.

—Cuidado… —le advirtió con suavidad el tribuno.

El prefecto le dio la espalda, bufando, y se llenó la copa. Se giró con el ánfora en la mano.

—Vamos. Bebe un poco conmigo, tribuno.

—De acuerdo.

Tito escanció vino hasta que el otro le contuvo con un ademán, entonces colmó la copa hasta el borde con agua. Se desplomó luego con pesadez en su silla y su visitante tomó asiento a su vez, antes de dar un sorbo. Era un vino basto y áspero, bien distinto al que le había ofrecido antes Valerio Félix; pero era vino al fin y al cabo, y era fuerte. Se quedaron sentados un rato, sin hablar, rehuyendo el uno la mirada del otro.

—Quizá yo no sea quién para opinar de la situación en las fronteras, lo admito —dijo por fin Claudio Emiliano, herido en su amor propio—. Pero, por la misma razón, tú no debieras juzgar los asuntos de Roma sin saber.

—Tienes razón —asintió cansado—. Roma nos pilla aquí muy lejos. A veces uno podría incluso pensar que la Urbe no es más que un cuento que pasa de boca en boca, y que en realidad ella y sus maravillas no existen.

—¿Es que nunca has estado en Roma?

—No —negó con la cabeza—. Mi abuelo sí nació en Roma pero, cuando se licenció de las legiones, le dieron tierras en Bitinia. Allí se asentó y allí ha vivido mi familia desde entonces.

—Entiendo.

Hubo otro silencio. El prefecto dio un gran trago a la copa, se sirvió de nuevo, y miró con sus ojos oscuros al tribuno.

—Tú eres de Roma.

—Sí. Allí nací, allí me he criado y vivido toda mi vida.

—Háblame de ella.

—¿Cómo? —levantó la cabeza, de veras sorprendido.

—Háblame de Roma —insistió el otro, y entonces sí que el tribuno notó en su voz cierto deje pastoso—. ¿Es tan impresionante como cuentan?

—Sí, sí que lo es; y aún más para los que no han nacido en ella y la visitan. Dicen que no hay en el mundo nada igual…

Con un largo suspiro, cogió a dos manos su copa y miró dentro de la misma. Hacía calor y el vino aguado le devolvía un reflejo muy difuminado. Y así, primero algo reacio y respondiendo a preguntas del prefecto, y luego
motu proprio
, como si hablara para sí mismo, comenzó a hablar de Roma.

Las siete colinas, los barrios, las arboledas sagradas. Los monumentos, las vías, las estatuas. El millón de hombres y los dos millones de dioses que la habitaban. Las aglomeraciones humanas, el estruendo de los carros de transporte, las algaradas callejeras. El Foro, el Coliseo, el Circo Máximo. La miseria y la opulencia, los incendios, las plagas. Las fiestas, los triunfos, las grandes ceremonias.

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