—¿Pero qué es lo que ha hecho el prefecto? —consiguió articular finalmente Emiliano—. ¿Qué es lo que ha hecho?
—Mandó a ese destacamento a castigar a la tribu que trató de envenenarnos.
—¿Una expedición de castigo?
—Eso es, tribuno.
—¿Y lo lograron?
—Creo que demasiado bien, tribuno. Me parece que no debe haber quedado nadie para aprender del castigo.
El tribuno observó a los hombres que se lanzaban las cabezas, y a los que les jaleaban en el juego. Vio que también habían cortado las manos de sus víctimas, según la costumbre nubia y egipcia, y que las blandían en alto, como trofeos.
—Marcelo —dijo, sin girarse ni alzar la voz—. Mira eso: es un espectáculo denigrante. Mira a esos soldados borrachos de sangre. Esto es propio de salvajes, y no de romanos, y no me importan las costumbres que puedan tener estas tropas de frontera.
—Sí, tribuno.
—Yo no pienso tolerar estos excesos. Así que esto tiene que cesar en el acto. Ocúpate de ello, y que los hombres se dispersen.
—Sí, tribuno.
—Quiero hablar con el
praefectus castrorum
antes de tomar ninguna medida. Pero luego me mandas a los pretorianos que hayan tomado parte en este juego macabro, que ya me encargaré yo de ellos, ya.
—Sí, tribuno.
Contempló aún un rato el tumulto.
—Y ahora, el prefecto y yo vamos a tener unas palabras.
—Tribuno…
—Dime, Marcelo.
—He oído decir que Valerio Félix acompañó al grupo y que fue testigo ocular de la operación.
—¿Y qué?
—Opino que quizá te fuera útil hablar lo primero de todo con él. Así podrás saber de primera mano qué es lo que ocurrió exactamente.
—¿No es obvio?
—No, tribuno.
Claudio Emiliano miró a los ojos a su ayudante, que le sostuvo la mirada sin mudar de gesto. Se quedó un momento así, la mano izquierda posada al descuido sobre el pomo de la espada, la túnica cayéndole hasta las rodillas. Sonrió por último sin ninguna alegría.
—Ay, Marcelo, tienes razón, como siempre —le dijo entre el escándalo—. ¿Qué haría yo sin ti?
—Arreglártelas igual de bien.
—Lo dudo. ¿Dónde está Valerio Félix?
—Creo que en su tienda.
Valerio Félix se encontraba, en efecto, en su tienda. Había un mercenario griego sentado a las puertas de la misma, con un peto de cuero y una espada al cinto, aunque fue uno de los esclavos el que anunció la llegada del tribuno. El amo le recibió de pie, aunque la mesa atestada de pergaminos, tablilla y punzones, daban fe de que la visita le había sorprendido trabajando en su descripción del viaje.
Se saludaron con bastante calidez, aunque Valerio trataba de cultivar los modales sosegados que se atribuyen a un filósofo y el tribuno distaba de ser hombre efusivo en público. Pero el primero apreciaba al segundo, y éste no olvidaba que fueron los esclavos de aquél los que le salvaron de los asesinos en Filé. El aspirante a cronista ofreció vino y agua al pretoriano, cosa que éste aceptó encantado.
Era un vino muy bueno, como pudo constatar el visitante, tanto que no pudo dejar de chasquear los labios, para rendir tributo a su calidad.
—Es excelente —le mostró la copa.
—Es vino del lago Mariotis —Valerio agitó satisfecho la cabeza.
—¿Mariotis? —echó un vistazo al interior del recipiente—. Con razón.
—Mis esclavos compraron a buen precio una partida, cuando estábamos en Alejandría.
—Eres afortunado por tener hombres así en tu casa.
El anfitrión volvió a asentir y él mismo escanció más líquido al tribuno, que bebió un poco más.
—Voy a echar de menos el vino —suspiró luego, volviendo a mirar dentro de su copa. Porque iba escaseando ya y no había más esperanzas de conseguir más en unas tierras donde todo lo que se bebía era cerveza espesa, a la egipcia, y licor de dátiles fermentado.
—Puedo enviarte una parte del mío.
—Eres muy amable, pero mejor consérvalo —miró en torno, antes de cambiar de tema—. He visto que has contratado a un guardia.
—Sí. Me he decidido a contratar a uno, en vista de cómo están las cosas.
—Vaya. ¿Y cómo están las cosas?
—Bueno, ya sabes… —el otro, un poco confundido, hizo un gesto ambiguo. Corrían toda clase de rumores por la expedición, muchos de ellos infundios o exageraciones, y más de uno, como Crisanto o el propio Valerio, habían empezado a temer ser asesinados, aunque no había ninguna información que permitiera suponer tal cosa.
—¿De dónde has sacado a ese hombre?
—Le encontramos hace unos días, en una de las aldeas ribereñas. Vivía entre los nubios, al servicio de un jefe local.
—¿Y le has contratado así, por la buenas?
—No, por supuesto. Me lo recomendaron.
—¿Quién?
—Algunos guardias de la caravana, que le conocían de antiguo. Dicen que es un hombre de fiar, pero que ha tenido mala suerte en la vida y que por eso anda lejos de Egipto.
—Bueno, tú sabrás —Emiliano bebió—. Disculpa que te haya preguntado, pero hay veces que la gente, sin querer, pone a los lobos a guardar al rebaño.
Valerio asintió, sobándose la barba. Viendo que el tribuno tenía ya la copa vacía, él mismo se la rellenó de nuevo, porque se habían quedado solos dentro de la tienda. Mientras, su invitado echaba una ojeada a los documentos que habría sobre la mesa.
—Veo que estabas escribiendo y que te he interrumpido.
—No importa, tribuno. Es bueno hacer pausas y poner en orden las ideas.
—Hoy tienes para anotar algo más que descripciones de ruinas y distancias.
—Desde luego que sí.
—¿Has presenciado toda la operación con tus propios ojos?
—En efecto. Así ha sido.
—Me gustaría que me contases cómo ha ocurrido todo.
Valerio se quedó mirando perplejo al tribuno y, según tenía por costumbre, se paseó la mano por la barba. Su visitante alzó una mano, sonriendo.
—¿Te asombra mi petición?
—Un poco.
—Pues no tiene nada de especial. Te lo explico: esta
vexillatio
está a mi cargo, y el segundo es el
praefectus castrorum
. A mí me nombró el césar y a él el prefecto de Egipto. Ayer yo estaba enfermo, así que el prefecto estaba en la práctica al mando, y fue él quien decidió la acción punitiva contra la tribu que trató de envenenarnos. Como es lógico, fue también él quien seleccionó a los hombres, que son todo suyos y no míos.
Hizo una pausa de un momento.
—Tú ya me entiendes cuando hablo de suyos y míos. El otro movió la cabeza, la mano sobre la barba.
—No puedo pedir a ninguno que me cuente de primera mano lo ocurrido. Y es por eso por lo que recurro a ti.
—Entiendo —se agitó incómodo.
—Desde luego que todo lo que me cuentes quedará entre tú y yo, y nunca mencionaré siquiera tu nombre. Yo lo único que quiero saber es, por boca de un testigo imparcial, cómo se desarrolló la acción.
—Ya —el otro ladeó un poco la cabeza, dejando que la curiosidad se filtrase a través de la prudencia—. ¿Puedo preguntarte si es que no apruebas la incursión?
—No es eso, Valerio —se zafó el tribuno—. Pero yo tengo el mando de toda esta expedición, y en mí recae en último término la responsabilidad del éxito o el fracaso de la misión encomendada por el César. Quiero saber los pormenores. No es bueno que uno deje que le cuenten las cosas sin luego comprobarlas; ni en el ejército, ni en sus negocios, ni en su casa, ni en ningún lado.
—Tienes razón. Sentémonos entonces y pregunta cuanto quieras.
—Ante todo, ¿cómo es que te uniste a la partida?
—Fue cosa de Tito. Fui a visitarle a su tienda justo cuando ultimaba el plan y él mismo, en un aparte, me ofreció la posibilidad de acompañar a sus soldados. Pensó que quizá podía querer presenciar la acción en persona: los testimonios de primera mano son siempre más fiables.
Y señaló al caos de pergaminos y tablillas que cubrían la mesa, con tanto entusiasmo que Emiliano, pese a su talante sombrío, a punto estuvo de sonreír de corazón.
—Y tú aceptaste, claro.
—Sin dudarlo.
—Sin embargo, todo esto se llevó muy en secreto.
—Mucho. Hasta dónde yo sé, sólo se informó a los hombres imprescindibles y ni siquiera los soldados seleccionados sabían nada antes de partir. Los planes se hicieron en un pequeño consejo de guerra en el que sólo estuvieron los dos ayudantes de Tito, Seleuco y Quirino, y Julio Caturo.
El tribuno agitó la cabeza, sin cambiar de expresión, al oír aquello. Julio Caturo, el más antiguo de los tres decuriones de la caballería.
—La verdad es que no sé por qué Tito me invitó; supongo que se dejó llevar por uno de sus impulsos, ya sabes. Fui a visitarle en el momento justo…
—Es muy posible. ¿Cómo se desarrolló todo?
—Antonio Quirino fue a buscarme, ya de noche cerrada, a mi tienda y me llevó al exterior de la puerta Pretoria. Allí estuvimos esperando un rato hasta que salieron, primero veinte arqueros sirios y luego una treintena de jinetes. Estos últimos llevaban a las monturas de las riendas y los cascos iban envueltos en trapo, supongo que para no hacer mucho ruido. Recuerdo que tanto Antonio Quirino como Julio Caturo exigieron silencio a los centinelas sobre lo que habían visto. Nos alejamos a pie y sin cruzar palabras, y fuimos dando un rodeo para no quedar a la vista de los centinelas del campamento de la caravana, ni de los nubios de Senseneb.
»Una vez fuera de la vista, montamos. Nunca me había parado a pensar en los jinetes de esta
vexillatio
, tribuno; le llamáis caballería hispana pero no creo que del centenar que forman el destacamento, haya más de un tercio de hispanos…
—Es fácil de explicar —sonrió el tribuno, dejándose ganar por las digresiones de Valerio Félix—. Son tropas montadas de la
Cohors I Hispaniorum Equitata
y llevan muchos años destacados en la frontera de Egipto: aunque aún siguen incorporándose soldados hispanos, la mayor parte de los nuevos reclutas proceden de tierras más cercanas. De hecho, te habrás dado cuenta de que su armamento es mucho más ligero que los de la caballería normal; si es que sabes un poco de esas cosas.
—Pero los arqueros sí son, en cambio, todos sirios.
—ésa es cuestión distinta —Emiliano, que se había informado ya en Alejandría sobre las tropas que iba a mandar, agitó la cabeza—. La
Cohors I Apamenorum
lleva mucho menos tiempo en Syene y, por tradición, todos siguen reclutándose en Siria, ya que aprenden desde pequeños a manejar esos arcos. Cuesta muchos años entrenar a un arquero en un tipo de arco determinado. Pero sigue.
—Julio Caturo mandó montar, como ya te he dicho, y usamos una táctica que, según me dijo, es propia de los hispanos. Cada uno de los veinte arqueros subió a la grupa de un caballo, para ir más rápido.
—Sí.
—Había también un par de rastreadores libios en el grupo, eso se me ha olvidado decírtelo, que iban por delante explorando. Previamente, Tito había mandado a los libios a que siguieran a los nubios, cuando se marcharon de nuestro campamento, para saber así dónde estaba el suyo.
—¿Eso cómo lo sabes?
—El propio Tito me lo dijo.
—¿Estaban los
praepositi
de los
numen
al tanto de esa acción?
—Creo que no —se quedó callado, antes de proseguir a un nuevo gesto del tribuno—. No sabría decirte cuanto tiempo estuvimos viajando por el desierto, ni la distancia que pudimos recorrer. No soy hombre acostumbrado a esas cosas y te confieso que acabé adormilándome sobre el caballo, a fuerza de cabalgar entre dunas y sombras. A punto estuve un par de veces de caerme del caballo.
»¿Sabes? Creo que no me gustaría viajar de nuevo de noche por el desierto. No es lo mismo hacerlo de día, en caravana, que de noche, en silencio y a la luz de la luna. El desierto tiene que estar lleno de demonios, y de espíritus, tal y como dicen los arrieros y los guías.
»No me despabilé hasta que Caturo levantó una mano e hizo detenerse a la columna. El propio decurión y los dos libios se adelantaron y vimos, a la luz de la luna, cómo se echaban al suelo y subían reptando como serpientes hasta lo alto de una duna. Los demás nos quedamos atrás. Los jinetes sujetaban a sus caballos por las riendas y los sirios aguardaban con los arcos aún sin montar. Esperábamos y nadie hablaba ni parecía nervioso ante la proximidad de un combate. Pero yo tengo que decir que no soy soldado y que, por mucho que trate de cultivar la inmutabilidad, la realidad es más terca que las convicciones. No me avergüenza decir que sentía como un puño apretándome el estómago. Yo no diría que era miedo, sino tensión; una tensión como la de una máquina de guerra, que necesita tarde o temprano liberarse.
»Caturo y los dos libios volvieron después de un rato, tan silenciosos como fantasmas. El decurión traía el casco en la mano, en eso me fijé, supongo que para evitar que algún centinela pudiera ver la cimera asomando el borde de la duna. Ya todo estaba hablado antes; Caturo cambió unas pocas palabras con el jefe de los arqueros y la caballería, guiada por él en persona, se marchó dando un rodeo, a pie y con los animales de las riendas. Los arqueros se desplegaron detrás de la duna.
—¿Y tú?
—Caturo, antes de marcharse, dejó a los dos rastreadores libios conmigo, y me pidió que observase sin acercarme ni exponerme. Ellos me llevaron a lo alto de la duna. Me asomé con toda la precaución que pude y ahí, a un puñado de pasos, me encontré con el campamento de los nómadas. No era más que un grupo de tiendas de pieles y cueros, y tenían a un lado a las cabras, que según me dijeron después, es la máxima riqueza de la tribu.
—¿De cuánta gente calculas que estaría formada?
—Yo diría que alrededor de doscientas personas, desde el más viejo al más joven.
—¿Qué sucedió entonces?
—Estuvimos esperando, tumbados en la arena. Los arqueros sirios también aguardaban, con los arcos ya montados. Luego oímos gritar en el campamento de los nómadas y vimos salir a los centinelas a la luz de la luna, dando voces de alarma. Los jinetes habían aparecido a una buena distancia, desplegados en abanico, y no habían intentado siquiera sorprender a los nubios, sabiendo que eso iba a ser imposible al claro de la luna.
»En menos de lo que tardo en decirte todo esto, la tribu entera estaba en pie. Los guerreros se adelantaron, negros y desnudos bajo la luz de la luna, con lanzas, mazas de madera nudosa y hachas, que después tuve ocasión de examinar, y con esos arcos largos suyos tan famosos. Nuestros jinetes, al verles allí, parecieron dudar y eso envalentonó a los nubios, que avanzaron un poco. Blandían las armas y aullaban desafíos. Los jinetes hicieron retroceder un poco a los caballos, como si tuvieran miedo de ponerse a tiro de los arcos nubios, y ellos avanzaron un poco más, con un escándalo terrible.