La boca del Nilo (26 page)

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Authors: León Arsenal

Tags: #Narrativa histórica

BOOK: La boca del Nilo
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—No es el momento ahora de discutir —sí que oyó en una ocasión Antonio Quirino que le decía el tribuno al prefecto—, pero esto se debe a la matanza del otro día. La carnicería que ordenaste ha soliviantado a los nómadas y ha hecho que se reúnan en busca de venganza.

—Te equivocas, tribuno —Tito agitó la vara, entre el griterío, las polvaredas y el olor a sudor—. Esta zona de Nubia es especialmente desértica y despoblada. Es imposible que en cinco días se reúna una masa así de guerreros.

Emiliano le observó sin mudar de gesto, pero sus ojos sí cambiaron de color, síntoma de que estaba dudando. Se secó el rostro agraciado con un pañuelo.

—¿Cómo es entonces que tenemos todo un ejército de nubios enfrente?

—Porque yo tenía razón. En todo este tramo del Nilo, al sur de Kawa, no hay aldeas ribereñas y los reyes de Meroe carecen de poder. Aquí no hay más que nómadas, y nuestros enemigos, sean quienes sean, lo han planeado todo con antelación. Por una parte trataron de envenenarnos y por la otra han levantado a las tribus locales contra nosotros. Si su plan hubiera tenido éxito, la
vexillatio
se estaría enfrentando ahora a todo un ejército de bárbaros y con todos los oficiales superiores muertos o incapacitados por obra del veneno.

Los ojos de Emiliano volvieron a cambiar de color. Meneó con lentitud la cabeza.

—Es posible que tengas razón —admitió. Luego una vaharada de polvo, arrastrada por un soplo de aire ardiente, se les echó encima, cegándoles y haciéndoles toser, y ya no tocaron más el tema.

Los soldados estaban apisonando ya la tierra del terraplén e iban clavando las estacas del palenque. Apenas acababan su parte, los centuriones les mandaban ceñirse las armaduras. El tribuno ordenó que tanto los bagajes militares como la caravana de los mercaderes, con todos sus animales e integrantes, se refugiasen en ese recinto. Mientras los hombres vestían las cotas de malla, sacaban los escudos de las fundas y aprestaban los
pila
, Tito cogió por el codo a Emiliano.

—Los bárbaros se acercan, pero hay tiempo para que des tu discurso a las tropas.

El tribuno le miró confuso un segundo, él, como muchos, había fantaseado en multitud de ocasiones con llegar a ostentar un mando superior, y con el momento de lanzar la arenga tradicional a las tropas, justo antes de la batalla. Pero todo eso se le había olvidado con la sorpresa y la premura de aquella mañana.

—Claro —aceptó—. ¿Alguna sugerencia, prefecto?

—¿Sugerencia? Tú seguro que has estudiado oratoria, tribuno. Yo no.

—Pero tú conoces a los legionarios, y has estado ya en batalla. Yo no.

Tito se le quedó mirando un parpadeo, con el bastón en la mano. Luego una sonrisa deslumbrante cruzó por su rostro moreno, apreciando aquella respuesta.

—Sé breve y directo. Hazles saber que no tenemos más remedio que vencer. Y, si quieres saber mi opinión, quítate esas ropas de pretoriano y ponte la túnica de tribuno.

Emiliano asintió. Varios de sus hombres tendieron lienzos de tela para darle intimidad, y a ese resguardo un par de esclavos le vistió con rapidez, sustituyendo la túnica roja por la blanca de franja púrpura, antes de ceñirle la fastuosa coraza y el casco labrado, propios casi de un legado militar. Luego, acompañado por su ayudante Marcelo, acudió a arengar por las tropas.

Subió al podio, sobre los escudos, y se detuvo mirando al mar de hombres armados hasta los dientes, que le observaban a su vez, pendientes de lo que iba a decirles. Hacía mucho calor y la luz del desierto era deslumbrante. El sol relucía sobre los cascos metálicos, hacía centellear las puntas de las armas, arrancaba reflejos a los bordes broncíneos de los escudos. Contempló durante unos instantes aquella multitud de rostros vueltos hacia él, sintiendo esa sensación tan peculiar y única que otros muchos, en su misma situación, habían sentido antes que él.

Pese a la gravedad de la situación y a la inminencia de una batalla, esa muchedumbre le contemplaba con expresiones que parecían ir desde la sorna a la curiosidad. Y Emiliano, al mirarlos, comprendió que aquellos veteranos aguardaban su arenga con la misma actitud con la que los asiduos del Coliseo observaban a un gladiador nuevo, con fama ganada en provincias pero para ellos desconocido, cuando entra por primera vez en la arena.

Inspiró con fuerza, sus ojos se volvieron de un azul muy profundo y, de repente, se quitó el casco con las dos manos, para desviar la atención de sus oyentes, tal y como le habían enseñado sus maestros.

—¡Romanos! —sonrió, antes de proseguir con voz alta y bien modulada—. Dicen que no hay nada mejor, para pronunciar un buen discurso, que tomar un trago de vino justo antes. Pero los bárbaros se han presentado tan de repente que ni tiempo a eso me han dejado. Tendré de hecho que ser muy breve en este discurso, porque no es cuestión de que nos pillen aquí reunidos.

»Todos sabéis más o menos ya cuál es la situación. Los bárbaros se han reunido para plantarnos batalla, y en estos momentos se acercan. Nos superan varias veces en número, pero supongo que una circunstancia así no es para vosotros nada nueva…

Se detuvo porque, aunque no había sido su intención, esa afirmación desató una tempestad de carcajadas. Sonrió a su vez, ocultando su desconcierto.

—Aunque sean muchos, están mal dirigidos y están desorganizados. Sólo os pido que cada cual cumpla con su cometido y que recordéis —sonrió con maldad— que estamos muy lejos de Egipto. Si los bárbaros logran romper nuestra formación, ninguno de nosotros saldrá con vida de este desierto. Pero cuento con que les venceremos con facilidad, tal y como hicieron en su día las legiones de Petronio con los abuelos de estos mismos nubios.

Le distrajo un gesto del prefecto, que le instaba claramente a concluir. Así que, con el casco entre las manos, volvió a sonreír a la muchedumbre de soldados.

—Romanos: los bárbaros están ya muy cerca y eso os libra de pasar más tiempo escuchando mi arenga, pues, como decís muchos por lo bajo, tengo más de senador que de soldado, y si se me calienta la boca puedo estar hablando durante horas…

Su voz volvió a perderse entre las carcajadas, ahora salpicadas de aplausos, y supo que con ese discurso había ganado. Alguien comenzó a aclamar a Roma y los vítores se extendieron como un incendio por la multitud. Y, aprovechando ese momento de euforia, Tito hizo que los
cornicemi
tocasen sus instrumentos, llamando a las tropas a formar.

Todo estaba ya hablado entre los oficiales romanos. La infantería se desplegó por el llano, entre griterío de los oficiales, toques de cuernos y resonar de equipos metálicos, mientras que jinetes y arqueros ocupaban lo alto de los dos cerros. Cuando cada centuria hubo ocupado la posición designada, el silencio pareció caer como un manto sobre todo aquel lugar. Los hombres aguardaban quietos y callados, en sus puestos, y sólo se oían los graznidos de las aves. Algunos alzaban los ojos a ellas, buscando presagios, pero nadie se atrevió a decir palabra alguna.

Un enemigo al llegar de frente, o los libios destacados en avanzada, al volver la cabeza, hubiera visto con claridad el terreno elegido por los romanos para dar la batalla. Un llano flanqueado por dos altos, en mitad del desierto. Los jinetes hispanos, pie a tierra y jabalina en mano, ocupaban la loma de la derecha, la más alejada del río, que era la más baja y de cima más plana, y cuyas laderas habían hecho escarpadas a golpe de zapapico mientras la infantería plantaba el campamento. En el cerro de la izquierda, más alto y abrupto, estaban los arqueros sirios, con sus cascos cónicos que destellaban bajo el sol ardiente.

En la llanada, los romanos habían formado una larga línea de batalla. Una centuria de pretorianos ocupaba el flanco derecho, pegados a la colina de los jinetes. Le seguían hacia la izquierda, consecutivamente, los legionarios de Egipto y los auxiliares de Syene, y luego de ellos, ya en el flanco izquierdo y junto a la colina de los arqueros, el
numerus
de Flaminio. La segunda centuria de pretorianos estaba más atrás, a modo de reserva y rodeando la
imago
de Nerón, con tanto celo como si protegiesen al emperador en persona. Aún detrás estaba el campamento, defendido por los caravaneros y el
numerus
de Pomponio Crescens, en tanto que el de Sulpicio Casio estaba por delante de la línea de combate, desplegado en guerrilla.

La estrategia empleada ese día —fuera idea del tribuno o del prefecto— fue sencilla y eficaz, antigua de puro clásica. Considerando que aquella multitud de bárbaros que se acercaba no tenía de ejército más que el nombre, ya que debía ser una reunión de bandas guerreras tribales, en la que no debía haber un jefe claro y sí muchos cabecillas, decidieron empujarles al combate. A tal efecto habían enviado a los libios de Sulpicio Casio a provocar a los enemigos, arrojándoles piedras con sus hondas, para que se lanzasen a la batalla en desorden.

Los romanos, desplegados en aquel llano, podían ya ver una enorme polvareda que se acercaba, como una nube de tormenta, y delante de aquel hervor las figuras diminutas de los libios correteaban de un lado a otro, agitando lanzas y haciendo voltear sus hondas. Se oía un fragor sordo, como el de un terremoto o la marejada del océano, que los veteranos sabían que era causado por los gritos, el entrechocar de armas y los pies de una masa humana en movimiento.

Algo más de ángulo tenían los hombres en lo alto de los cerros, que llegaban a entrever a esa multitud que avanzaba sin orden ni concierto, entre el polvo. Los libios les hostigaban, amagando cargas para enfurecerles, pero sin ponerse nunca a su alcance. Volaban algunas flechas, pero eran pocas porque las disparaban desde las primeras filas, desde muy lejos y sin tomar puntería, porque los arqueros disparaban sobre la marcha, empujados por los que venían detrás, y no consiguieron herir a nadie. Cuando alguna llegaba, ya con muy poca fuerza, a algún libio, éste la desviaba sin mayor problema con su escudo de pieles.

Casio, que montaba un caballo bayo y fogoso que no dejaba de caracolear, se llevó el cuerno a los labios, para arrancarle un toque largo. Los libios dejaron de hostigar a la vanguardia enemiga y echaron a correr, buscando refugio en la línea romana. Se desató un clamor tremendo entre los bárbaros, cuando vieron cómo sus enemigos les volvían la espalda y el griterío subió aún más de tono cuando avistaron a sus enemigos desplegados en el llano.

Eran una muchedumbre desorganizada, tal y como habían previsto los jefes romanos. Había allí nómadas nubios, trogloditas, grupos de libios e incluso bandas de esos pueblos errantes y misteriosos de ojos azules y pelo rojo que vagan por los desiertos líbicos; lo que parecía reforzar la idea de Tito de que esa coalición se había gestado con tiempo por delante. Fuera como fuese, no se detuvieron para reorganizarse, ni hubo consulta alguna entre sus jefes. Los que iban delante se lanzaron a la carrera, aullando y blandiendo sus armas, y arrastraron con su ímpetu a los que venían detrás.

Valerio Félix, que se había apostado en el cerro de los arqueros, en compañía de su guardaespaldas, fue testigo de cómo aquel océano de guerreros cubiertos de pieles se lanzaba en masa a la batalla. Fue como ver un torrente humano que se precipitase incontenible por una riera —la formada por entre los altos—, decidido a barrer de un empujón a la línea de romanos, que les aguardaban inmóviles.

El estruendo de la muchedumbre a la carga era aterrador. Entre el polvo, se atisbaban destellos y agitar de mazas, hachas, lanzas y espadas. Los sirios habían montado sus arcos y observaban como halcones el avance. Sobre el otro cerro, se veía a los hispanos con sus capas blancas ribeteadas de rojo ondeando en la brisa ardiente, asomados al borde y con jabalinas en las manos. En el llano, centuriones y optios iban arriba y abajo, gritando para mantener firme la línea y, en el flanco izquierdo, los libios habían comenzado a cantar y bailar.

Cuando los bárbaros se hallaban a unos doscientos pasos, los
tubicines
romanos hicieron sonar sus largas trompetas rectas y las tropas, en toda la longitud de la línea de batalla, empuñaron los escudos. A ojos de Valerio Félix, que estaba mirando en ángulo y desde lo alto, fue como si hubiera aparecido de repente un muro colorido en el llano. Una muralla de escudos que comenzaba con los rectangulares pretorianos, de alas y rayos dorados sobre fondo escarlata, y acababa en los oblongos, de fondo verde y laureles dorados, de los auxiliares, y los paveses de pieles libios. Otro tanto debieron sentir los bárbaros que iban en la vanguardia, ya que su avance pareció titubear al verse de repente ante esa pared.

Pero ya sonaban de nuevo las trompetas de metal, con toques que arrancaron ecos entre los cerros, reverberando largo rato en esa atmósfera enrarecida por el calor. Los romanos se pusieron en marcha con un entrechocar de cuero y metal, al encuentro del frente enemigo, que seguía ahora su avance a trompicones, empujado por la muchedumbre que se agolpaba detrás.

A unos sesenta pasos sonaron de nuevo las trompetas y los romanos lanzaron en andanada los
pila
ligeros y, al cabo de un instante, los pesados. Fue como ver dos olas de proyectiles que surgían de la larga línea para caer como un chaparrón sobre el frente nubio. La vanguardia bárbara pareció frenar en seco ante el impacto de cientos de proyectiles, y se hundió luego en el caos. Los guerreros daban traspiés, empujados por la presión de los de atrás, y muchos cayeron al tropezar con los caídos. Y mientras los nubios se arremolinaban entre el polvo, gritándose, las trompas tocaban ya de nuevo y los romanos echaban mano a las espadas para entrar al cuerpo a cuerpo.

Jamás en su vida Valerio Félix había oído, ni oiría nunca después, un sonido tan aterrador como el que retumbó en aquel llano, mientras aún retumbaba el toque de las trompetas. Fue un ruido que pareció estremecer cielo y tierra, un resonar largo, como el de una avalancha de rocas, producido por cientos de escudos que entrechocaban sus bordes mientras los legionarios cerraban filas para cargar.

En unos instantes, los manípulos romanos chocaron a la carrera contra la horda de enemigos. Los nubios, todavía desconcertados por la lluvia de
pila
, se encontraron frente a un muro infranqueable de escudos, detrás del cual los romanos les acuchillaban con sus gladios. En poco tiempo la batalla se convirtió en carnicería; los guerreros del desierto, atrapados entre esa pared de escudos y la presión de los que venían detrás, se veían aplastados, de forma que casi no podían moverse ni blandir las armas, y morían como ganado en masa.

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