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Authors: León Arsenal

Tags: #Narrativa histórica

La boca del Nilo (30 page)

BOOK: La boca del Nilo
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Demetrio, por su parte, apenas les echó un vistazo, suficiente para saber gracias a ellas por dónde buscar.

Los tres muertos estaban detrás de un afloramiento de rocas, y sus asesinos no se habían molestado siquiera en esconder los cuerpos, ocultos como quedaban por las piedras de la vista del campamento. Una nube de moscas negras zumbaban enloquecidas y se agolpaban sobre las bocas, los párpados y las heridas de puñal.

Demetrio se llegó a los cadáveres, entre el revuelo de moscas. Agrícola le siguió con muy poco entusiasmo, y aún menos mostró Flaminio, que desmontó con dejadez.

—No han tenido una muerte rápida —comentó este último, tras observar meditabundo las heridas, así como el rictus en los rostros yertos.

—No —convino Demetrio, inmóvil entre las moscas y el olor a corrupción que ya comenzaba a estar presente.

—¿Qué es lo que ha pasado?

—Lo que yo me temía. No hay más que ver las huellas. Seguro que vieron cómo alguien salía del campamento y le siguieron. Y lo han pagado —suspiró—. Se lo advertí. Se lo advertí hasta la saciedad.

—Vamos, Demetrio —quiso consolarle Agrícola—. Ya sabes cómo son los chavales.

Pero el otro no pareció ni oírle, así que se apartó un poco, abrumado por el mal olor, el aspecto de los cuerpos y las moscas.

—Los buitres aún no les han metido el pico. Si lo hubiesen hecho, nos hubiera sido de lo más difícil saber qué ha ocurrido aquí —contempló, desde unos pasos de distancia, las heridas, y el ángulo que formaban algunos miembros—. Así en cambio está todo muy claro.

—Los buitres, sí —el prepósito alzó la mirada al cielo—. Menudos gandules, esos pajarracos. No levantan el vuelo hasta que el sol está bien arriba y el día bien caliente.

También él se apartó de los muertos mientras los libios, silentes e inmutables, aguardaban apoyados en sus escudos. Se quedó contemplando cómo las aves pardas giraban y giraban en el azul, arriba, antes de añadir pensativo:

—Claro que su comida no suele marcharse. Así que no necesitan tener ninguna prisa.

Agrícola, acostumbrado ya a esos golpes de humor negro del
praepositus
, se limitó a hacer una mueca. Demetrio pidió alguna herramienta para cavar una tumba y Flaminio se fue hasta su caballo y, sin hacer comentario alguno, volvió con un zapapico de los reglamentarios en la legión romana.

Oficial, mercenarios y mercader estuvieron contemplando cómo aquel griego alto y musculado cogía a dos manos el zapapico y comenzaba a cavar casi con rabia, haciendo saltar grandes terrones de tierra seca, entre una nube de polvo.

—Demetrio, hombre, ten cuidado, no te vaya a dar un sofoco —le reclamó Agrícola, preocupado al ver cómo se afanaba así, a pleno sol y sin medirse.

—Es un hombre fuerte —comentó Flaminio—. Aunque, claro, más fuerte es el sol.

—Es que ahora mismo no está del todo en sus cabales.

—Ya me he dado cuenta —soltó una blasfemia—.éste me rompe el zapapico.

—No diría que no.

—¿Quería mucho a esos chavales?

—Claro. ¿No ves que hasta se molesta en darles sepultura?

—Hombre. ¿Qué querías que hiciese? ¿Que los dejase ahí tirados, para pasto de alimañas?

—No hemos sido nosotros quien les ha hecho eso. Son sus asesinos los que tienen que temer que los espectros de esos tres críos vayan de noche a buscarles.

—¿No ha dicho que hacían de espías vuestros? En cierta forma han muerto trabajando para vosotros y es justo que asumáis esa relación. Os corresponde a vosotros enterrar los cuerpos, para que sus espíritus puedan descansar en paz.

—ésa es tu opinión.

Demetrio seguía cavando incansable, respirando con fuerza.

—Tu amigo es un hombre bueno —apuntó meditabundo Flaminio.

—Sí que lo es —a Agrícola se le escapó una de esas sonrisas hastiadas suyas—. Lástima que la bondad sea una cualidad tan inútil.

—¿Inútil?

—Digo inútil, por no decir peligrosa. Siendo bondadoso, lo único que consigue uno es meterse en problemas, o que la gentuza te tome por tonto y trate encima de abusar de tu buena fe.

—Eso es cierto. Pero, por otra parte, la bondad es una de esas cosas que distinguen al hombre de las bestias. Y cuando digo bondad me refiero a hacer algo por alguien, algo que suponga un esfuerzo, o un gasto, o una molestia, y sin esperar, de entrada, recompensa alguna por tal gesto.

Agrícola se quedó mirando perplejo a ese legionario alto y moreno, de ojos oscuros y ardientes, y humor famoso por lo tornadizo.

—Una reflexión de lo más curiosa.

—ésa es una de las ventajas que tiene patrullar por el desierto: que uno tiene tiempo más que de sobra para pensar —volvió los ojos a Demetrio y le dio una voz—. ¡No caves más, hombre! Aunque ahondes y ahondes, los chacales vendrán a escarbar. Mételes, échales la tierra y les ponemos piedras grandes encima. Así las alimañas no podrán desenterrarlos.

El griego se detuvo con el zapapico en la mano, sofocado y cubierto de polvo, y dudó un instante antes de asentir con vigor. Flaminio se incorporó, se puso el casco e hizo una seña a los libios. Se volvió a Agrícola.

—Vamos a arrimar el hombro entre todos. Lo mejor es que hagamos rodar esas piedras de ahí, que son bien grandes. Cubrimos la tumba y nos vamos, que a cada instante que pasa la columna está más lejos y nosotros nos quedamos más rezagados.

C
APÍTULO
II

Llegar por fin a la carretera de Meroe, abandonando los caminos sin ley de la ribera líbica del Nilo, sometida sólo de nombre a la autoridad meroíta, supuso un alivio en las obligaciones de oficiales y soldados romanos. Uno de los más beneficiados por tal cambio fue Antonio Quirino,
extraordinarius
de la
vexillatio
, ya que aquel viaje había sido para él, lo mismo que para Seleuco, un continuo atender a tareas y rutinas, así como estar todo el día resolviendo los pequeños problemas cotidianos, sin tiempo para ninguna otra ocupación.

Pero una vez llegados a ese tramo, en el que todo lo más había que temer a bandoleros y no a tribus enteras en armas, Quirino consiguió que el prefecto Tito le encomendase tareas más de su gusto. Porque aquel ayudante, aunque se acomodaba a la contabilidad y la intendencia, no sólo tenía, como muchos oficiales romanos, una formación sólida en ciencias e ingeniería, sino que sentía verdadera pasión por esas materias. Por tal motivo puso esos días sus tareas habituales en manos de Seleuco y se dedicó a hacer escapadas, a caballo y con escolta, para levantar planos de los pozos y poblados que jalonaban la carretera de Meroe. Mapas que, según decía, serían de ayuda a futuros viajeros. Aunque los maliciosos comentaban que más útiles serían a un hipotético ejército invasor que a las caravanas, ya que éstas solían contratar a guías locales.

Fue durante una de esas salidas, que nunca duraban más de media jornada ni le alejaban más que unas pocas
milita
de la columna, cuando Quirino se encontró con el mismísimo Aristóbulo Antipax, aquel misterioso personaje de nombre resonante al que se achacaban todos los percances sufridos a lo largo del viaje, y a quien los soldados habían convertido en una especie de enemigo casi mítico.

El
extraordinarius
, con media docena de hispanos y un guía nubio, había salido a comprobar la existencia y emplazamiento de cierto pozo, situado al parecer un poco al sur de la carretera. Fue un viaje tranquilo, con los caballos al paso y casi en silencio. Los hombres cabalgaban amodorrados por el calor, y el guía correteaba por delante de los romanos, el arco en la mano. Viajaban a través de una estepa polvorienta de hierbajos resecos y matorrales espinosos. Reinaba el silencio, roto cuando alguna ave alzaba ruidosamente el vuelo desde las matas. A lo lejos, antílopes y avestruces huían al verles, entre grandes polvaredas, y a veces un rinoceronte les contemplaba con ojillos desconfiados.

Pero ya a la vista del pozo todo cambió, porque había hombres allí. En un primer momento eso no inquietó lo más mínimo a Quirino, ya que era frecuente encontrar a viajeros, pastores y cazadores en tales lugares, que eran para los nubios, según leyes no escritas e inmemoriales, algo así como santuarios. Allá donde había agua, uno no debía llevar ni guerras tribales ni venganzas de sangre.

Se preocupó ya, empero, al ver que el guía se paraba de golpe, para otear con gesto adusto hacia el pozo. Refrenó su montura y, haciendo visera con la mano sobre la frente, trató de distinguir detalles. Pero Quirino no era, desde luego, el hombre con la vista más aguda en ese destacamento, y poco llegó a discernir, aparte de alguna agitación, sin duda causada por su llegada. Tenían caballos, ahora amarrados a unos matorrales, eso sí llegó al menos a divisarlo.

Llamó a uno de los hispanos, que tenía fama de vista de águila.

—No, nubios no son; eso desde luego —confirmó éste, al tiempo que guiñaba los ojos.

—Ya. ¿Entonces qué son?

—Eso no puedo precisártelo a tanta distancia. Pero, desde luego, van armados hasta los dientes. Mira esos destellos.

Quirino volvió de nuevo la mirada al pozo; sí, en efecto, de vez en cuando había centelleos rápidos aquí y allá, lo que sólo podía indicar que aguardaban con hierros en las manos.

—¿Lanzas?

—Eso creo yo.

Antonio Quirino se quedó mirando unos instantes más en dirección al pozo y aquellos desconocidos que a su vez les observaban, a través de la extensión de terreno soleado y polvoriento. Suspiró.

—Bueno: aún los más pacíficos se ven obligados a viajar bien armados por estas tierras salvajes.

Pero, pese a tal comentario, se quitó el gorro con el que se protegía la cabeza afeitada de los rigores del sol para encasquetarse el yelmo de oficial, con cimera roja. Ese simple gesto fue suficiente para su escolta, sin que hiciera falta darles orden alguna, ya que estaba formada por veteranos de las patrullas fronterizas, más que acostumbrados a encuentros difíciles en el desierto.

Se acercaron con los caballos al paso, los escudos embrazados y las jabalinas dispuestas. Los hombres del pozo se habían apartado unos pasos del agua y observaban, con armas de asta en las manos, la llegada de aquellos jinetes de mantos blancos con ribetes rojos, cascos de bronce y escudos ovalados que lucían soles y leones dorados sobre fondo verde. Los romanos a su vez achicaban los ojos y, cuanto más se aproximaban al pozo, más le pesaba a Antonio Quirino no haberse puesto la cota de malla para aquella expedición.

Porque junto a aquel pozo perdido en las estepas, había cerca de una treintena de hombres —casi uno a tres respecto al destacamento de Quirino— que, tal y como había comentado hacía unos instantes el hispano, parecían cualquier cosa menos gente de paz. Y esa impresión no se debía tanto a que les aguardasen armas en puño, como a su aspecto y actitudes. Ya que ni ex profeso podría haber reunido nadie allí un repertorio tan representativo de los hombres de armas que pululaban por el turbulento sur de Egipto, alquilando sus espadas a terratenientes, magnates y caravanas.

Unos eran con claridad «griegos», en el sentido que se daba a ese término en Egipto: descendientes de los soldados —griegos, macedonios o lo que fuera— llegados al país con los ejércitos del gran Alejandro. Otros egipcios sin duda alguna, a juzgar por sus rasgos y atuendos. Había varios nubios de piel muy oscura, y unos cuantos judíos de Elefantina, hoscos y barbudos, mercenarios por tradición familiar. Y no faltaban para completar ese cuadro algunos individuos indefinibles, a los que por ropajes y facciones uno sólo podía suponer nacidos en saben los dioses qué lugares del imperio romano o sus fronteras.

Los jinetes fueron llegando al pozo, con los ojos puestos en aquella banda armada. Quirino, que no era de los que perdían la compostura así como así, les saludó con la mano en alto, como si se encontrase en lo alto de una atalaya y diese la venia a unos mercaderes que pasasen por el camino con su carretón. Uno de los que estaban allí, un hombre flaco y de cabellos castaños, ataviado con ropas de buena tela, cosa que era visible a pesar del polvo, y que, pese a ser griego egipcio, lucía una hermosa barba, le devolvió la cortesía.

Quirino fijó en él los ojos, suponiendo que debía ser el jefe del grupo, antes de desmontar con calma.

Los hispanos descabalgaron también y el guía nubio sacó agua del pozo para dar a los hombres de beber y a las bestias de abrevar. Se refrescaron sin soltar escudos ni jabalinas, prestos a montar a la menor señal de ataque. Nadie dijo nada y todos aparentaban indiferencia, pero los ojos se cruzaban una y otra vez y, quien más quien menos, debía estar preguntándose si no sería aquella la banda que había estado cabalgando a la par que la
vexillatio
, y de la que tanto habían oído hablar los exploradores.

El
extraordinarius
Quirino tomó un sorbo, se lavó la cara y bebió de nuevo, antes de desplegar sus útiles de geógrafo. Comenzó a anotar con calma la situación del pozo, acompañada de un par de comentarios sobre la profundidad y capacidad estimadas. Con el rabillo del ojo advirtió que aquel griego fibroso de la barba castaña se había apartado de sus hombres y se les acercaba con las manos desnudas.

—¡Saludos, viajeros! —gritó en latín.

Quirino giró la cabeza, la tablilla y el punzón en las manos. El griego no llevaba más que la espada y la daga colgadas del cinto y, al ver cómo el romano le estaba observando, volvió a mostrar las palmas de las manos, éste le indicó por señas que se acercase y así lo hizo, aunque sólo para quedarse a medio camino entre los dos grupos. Allí se detuvo, risueño, con una sonrisa deslumbrante en el rostro atezado y los brazos en jarras.

Quirino sonrió a su vez con esa sonrisa torcida suya, y se dirigió hacia él con andares calmosos, la túnica blanca ondeando a cada golpe de aire caliente, con la vara de oficial en la mano. Se detuvo a su vez a poco más del alcance del brazo.

—Ave, principal
—le saludó el griego, tras echar una ojeada a la cimera del casco y a la vara.

—Khaire
—respondió en griego, con gran cortesía, el oficial romano.

El otro, los brazos aún en jarras, volvió a sonreír, pero optó por continuar hablando en latín.

—Khaire, principal
. Es toda una sorpresa encontrarse con soldados romanos tan al sur, en estas estepas.

Antonio Quirino se le quedó mirando unos instantes, perplejo por lo culto del latín que hablaba aquel personaje. Ladeó la cabeza.

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