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Authors: León Arsenal

Tags: #Narrativa histórica

La boca del Nilo (34 page)

BOOK: La boca del Nilo
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—Dices que, aunque esas dos misiones sean verdaderas, puede haber otros motivos ocultos.

—Puede, en efecto. No digo que los haya seguro. Pero los romanos se han mostrado de lo más interesados en averiguar cuanto han podido sobre nuestro reino.

Otro cortesano, situado prácticamente al lado del trono de la candace Amanikhastashan, se inclinó.

—Son espías —dijo con pasión, dentro de lo que permitía el ritual de toma de palabra.

—Tratan de conocer las fuerzas de nuestro reino —respondió sin comprometerse Senseneb.

El cortesano la observó con intensidad, por un instante, y ella le devolvió la mirada. Aquél era Dakka, la estrella del momento. Un hombre joven y apuesto, de hombros macizos y piel clara, pues era hijo de un noble local y una esclava árabe. Un personaje turbulento y arribista, del tipo en que solía apoyarse la Candace para ganar ascendencia entre los soldados meroítas.

—Te pido tu opinión. ¿Crees que están planteándose la posibilidad de invadir nuestro reino, madre? —le dio el tratamiento de cortesía, ya que era sacerdotisa de Isis.

—O tal vez teman que nuestro reino invada Egipto, tal y como sucedió en tiempos de la candace Amanishakhete.

—No respondes de forma clara, madre —repuso el otro con suavidad.

—Sí lo hago. Pero el centinela debe vigilar, no juzgar. Es al timonel de la nave sagrada al que le corresponde decidir hacia qué lado gobernar —se zafó ella con una cita.

Hubo un largo silencio. Luego, el propio sacerdote de Amón que hacía las veces de maestro de ceremonias, viendo que nadie hablaba, tomó la palabra.

—Bien dicho —aprobó—. Pero los vigías son los ojos de la nave. ¿No tienes tu propia opinión?

—Creo que las aguas son turbulentas y que lo mejor es situar la nave en medio del río. Llevarla demasiado cerca de una orilla, sea la que sea, es ponerla en peligro de hundirse o embarrancar —hizo una pausa para medir sus palabras, antes de proseguir—. Egipto no es una provincia más del imperio. Es el granero de Roma y sus emperadores le dan tanta importancia que son ellos, en persona, los que nombran a sus gobernadores, y no permiten que los jefes de sus legiones sean miembros de la alta nobleza.

—Eso ya lo sabemos —apuntó con ligero tono de aburrimiento el segundo de los eunucos, el del bando de la candace.

Senseneb, de pie ante los dos tronos, con los cortesanos a derecha e izquierda, se permitió un gesto muy leve, capaz de trasmitir su desprecio por ese interlocutor sin violar el protocolo. Luego, con la cabeza descubierta, aunque tocada con una gran peluca a la egipcia, sacó su jugada maestra.

—Pero hay algo que no sabes, hombre impaciente. La situación en la provincia de Judea se envenena cada vez más; se habla de levantamientos y corre un rumor según el cual los romanos pueden retirar parte de sus legiones de Egipto, para reforzar a las de esa zona. Si tal cosa sucede…

Eso sí que produjo una agitación visible entre los cortesanos. El sacerdote de Amón, más que ducho en intrigas, se le quedó mirando con una luz de aprobación en los ojos oscuros. Habló de nuevo Dakka, otra vez con pasión en la voz.

—Eso dejaría las puertas de Egipto abiertas a nuestros soldados —sus ojos centelleaban en la penumbra de la sala.

—No lo sé —disintió con prudencia la sacerdotisa—. Pero por lo menos alejaría de nosotros la posibilidad de una invasión.

—Confórmate con que no nos ataquen ellos a nosotros y deja de soñar —le recriminó áspero el capitán del pelo entrecano que, como muchos, no podía sufrir a Dakka.

Éste quiso replicar, pero el sacerdote de Anión no le dio la palabra, aunque se inclinó por dos veces. A la tercera reverencia, el sacerdote giró hacia él la cabeza calva y le contempló como un dios a un insecto. Y Dakka no se atrevió a insistir. Entonces aquel maestro de ceremonias puso sus ojos de nuevo en Senseneb.

—¿Tiene algún consejo el vigía para los timoneles de la barca sagrada?

—Aunque el vigía no tiene ni la sabiduría ni la experiencia de los timoneles, recomendaría recibir con los brazos abiertos a los romanos y esperar acontecimientos. No decir a nada ni que sí ni que no, y ayudarles en todo lo posible en su expedición en busca de las fuentes del Nilo, con provisiones e incluso hombres si fuera necesario. Es mejor que se alejen de nuestro reino cuanto antes, para que no puedan establecer contactos ni buscar apoyos o agentes.

Se quedó en silencio un momento, pero el sacerdote de Anión, adivinando que tenía algo en la punta de la lengua, la instó a seguir con un gesto del bastón.

—Además —concluyó entonces—, el césar no nos podrá culpar a nosotros si fracasan en su misión.

C
APÍTULO
V

La diplomacia, unida a la prudencia militar, había hecho que Tito y Emiliano acantonasen a su pequeño ejército a varias
millia
de la ciudad de Meroe; pero no tardaron en tener otros motivos para alegrarse de tal decisión. Aquella urbe era harto peligrosa para los extranjeros y, luego de unos cuantos incidentes sangrientos, el prefecto tuvo que tomar cartas en el asunto. Los
ordinarii
tenían orden de tener ocupados a los soldados y, bajo mano, casi se alentaba la presencia de prostitutas cerca del campamento, ya que eso mantenía alejadas a las tropas de la ciudad. Se necesitaba un permiso para ir a la misma y, en caso de obtenerlo, tenían que hacerlo armados y en grupos de no menos de tres. Al final, Tito acabó por prohibir la visita a ciertos barrios.

Eso no evitó muertes y desapariciones. No se podía esperar que los más inquietos, tras un viaje tan largo y árido, no tratasen de escaparse a una ciudad tan grande y tentadora, y las patrullas no conseguían interceptarlos a todos. Tito echaba espuma ante esas faltas de disciplina, pero sus oficiales inmediatos procuraban que los castigos no fuesen duros en exceso. Ni tampoco muy suaves, porque Meroe era de veras peligrosa. El mismo Agrícola, que no estaba sometido a la disciplina militar, acabó por comprobar en carne propia cuán inseguro podía resultar un paseo por esa urbe populosa.

Se había acercado una mañana a un mercado que se celebraba casi a los pies de la muralla de ladrillo de la Ciudad Real. Lo hizo solo y, durante largo rato, se entretuvo en deambular a pleno sol por entre la multitud, perdido por placer entre la mezcolanza de razas, en la babel de lenguas con la que comerciaban compradores, vendedores y esportilleros. Observaba también, con ojo profesional, los productos expuestos, desde los marfiles a las frutas, de las carnes a las maderas. A veces se detenía y palpaba la calidad de las telas en venta. El aire estaba lleno de gritos, todos regateaban con voces y aspavientos, y olía a muchedumbre, a frutas, a especias.

Mientras iba a la deriva por entre el gentío, fue abordado por una chica de mejillas tatuadas que se envolvía en un manto ocre, con los cabellos untados en grasa animal, y un sinnúmero de joyas de dorado y piedras en garganta, muñecas y tobillos. Comentándolo más tarde con Demetrio, Agrícola no supo decir qué le había hecho prestar atención a la que no era otra cosa que una más entre el sinnúmero de prostitutas que pululaban por Meroe, esquilmando a nómadas y caravaneros.

Quizá fue porque era muy joven y bien formada, o por sus dientes tan blancos al sonreír, o por el olor a mujer, algo extraño, que asaltó sus narices cuando ella se colgó de su brazo, riendo y parloteando en una lengua desconocida para el romano. Lo cierto es que éste no se deshizo de ella con gesto brusco y dejó incluso que le detuviese. Negociaron entre la multitud por señas, ella todo risas y zalemas, él más parco, meneando la cabeza, a veces con esa sonrisa cansada suya.

Ella le señaló con insistencia una de las calles que nacían de la explanada, si es que uno podía llamar calles a eso. Agrícola compuso una expresión interrogativa, queriendo saber si había que ir lejos, pero ella se echó a reír de nuevo, y negó con la cabeza, entre parloteos incomprensibles. El romano cedió, y se dejó llevar fuera del mercado.

La chica no había mentido y no tuvieron que andar largo trecho; de haber sido así, quizás Agrícola se lo hubiera pensado mejor. Pero no recorrieron más de doscientos pasos. Ella iba colgada de su brazo, hablando al tiempo que procuraba apretarse contra él. El mercader, que sentía el roce de la carne bajo la tela, respondía a aquella forma tan sencilla pero eficaz de encender el deseo, y se dejaba hacer.

Se detuvieron ante una casucha de paredes de barro, con símbolos bárbaros tallados en los muros, a ambos lados de la puerta, sin duda trazados con los dedos cuando la tierra estaba aún húmeda. Ella luchó un instante con el cordón de cuero que servía de cerrojo, mientras Agrícola echaba una mirada alrededor. La vecindad resultaba extrañamente vacía y silente, luego del bullicio del mercado, como abandonada al calor, el polvo y las moscas. Algunos hombres se acuclillaban ante sus casas, unos trabajando y otros ociosos. Pasaba una mujer, con un cántaro a la cabeza, vestida con sólo una falda azul.

La prostituta abrió la puerta y tiró de él. Agrícola se encontró en una estancia oscura, de suelo de tierra y paredes de barro, con un ventanuco alto y estrecho que servía de lumbrera y respiradero. Mientras él miraba, ella se quitó el manto ocre para mostrarse de repente desnuda, con sus cabellos largos y engrasados, y esa multitud de alhajas doradas sobre la piel negra. Agrícola, cogido casi por sorpresa, sintió una erección incontenible. La empujó contra una de las paredes, y con una mano le separó las piernas para introducirle dos dedos. La notó húmeda, pero ella se zafó riendo; le obligó a despojarse de la túnica y le llevó a una estera multicolor, en una esquina. Le arrastró al suelo y sus ajorcas metálicas tintinearon al recibir encima el peso del mercader.

Agrícola nunca tuvo muy claro qué fue lo que pasó de verdad aquel día. Si todo fue una celada para asesinarle, con la prostituta de gancho, urdida quizá por los mercaderes grecorromanos de la ciudad, que sabían de su relación con sus rivales alejandrinos. O si todo fue un golpe improvisado por unos granujas, que trataron de aprovechar la oportunidad de matar y robar a un forastero demasiado confiado.

Lo cierto es que acababa de penetrar a la pequeña prostituta nubia, que se había agarrado a él con los ojos entrecerrados, cuando la puerta de la casa se abrió a espaldas suyas, con gran estruendo, y dos hombres entraron en tromba.

Si hubieran esperado un poco más, puede que le hubieran sorprendido demasiado aturdido por el sexo, sin posibilidad de reacción. Pero, tal como sucedió, Agrícola —viajero veterano de tierras peligrosas—, apenas sentir la puerta echó mano al puñal, que estaba junto al cinturón y la túnica, antes de que la nubia pudiera sujetarle.

Uno de los ladrones se le echaba ya encima con las manos tendidas en busca de su cuello. Sin duda habían planeado cogerle desprevenido y estrangularle, para no derramar sangre. Pero ahora, al advertir el brillo apagado del acero en la penumbra, el asesino quiso recular y fue a chocar contra su compañero, que venía detrás. Agrícola le abrió la garganta de un tajo y, mientras éste se derrumbaba como un saco, con un gorgoteo y regándolo todo de sangre caliente, le tiró una puñalada al otro al pecho, y le dejó también malherido.

Todo fue en un suspiro, y de repente allá adentro ya no olía a sexo, sino a muerte y a sangre roja derramada. La putilla meroíta quiso huir chillando, pero el romano, seguro de que ella era el cebo de la trampa, logró asestarle una puñalada en la espalda cuando ya se escabullía por la puerta abierta. La nubia lanzó un alarido al sentir el beso del acero, pero consiguió escapar por la abertura.

Agrícola recogió túnica y cinturón, y salió a su vez, desnudo y salpicado por la sangre del hombre al que acababa de degollar. Los ojos se le llenaron de lágrimas, cegados por la luz del día. La nubia corría por la calle polvorienta, también desnuda, gritando como loca y con la sangre corriéndole roja por la espalda negra. Los vecinos miraban el espectáculo boquiabiertos pero, en cuanto vieron aparecer a ese extranjero desnudo, ensangrentado y con un puñal enrojecido en la mano, se pusieron en pie, gritando furiosos.

Puede que al verle de esa guisa creyeran que era él el ladrón y asesino, o tal vez fueran de esas gentes bárbaras en cuyo idioma extranjero y enemigo son una misma palabra. ¿Quién sabe? En todo caso, Agrícola no se quedó a razonar con ellos, sino que se dio la vuelta y echó a correr con las ropas en una mano y el puñal en la otra. Se desvió en la primera bocacalle, y así siguió, torciendo una y otra vez. Corrió sin mirar atrás, sin saber ya dónde estaba, preocupado sólo de huir de esa turba de perseguidores cuyo número, a juzgar por el griterío a sus espaldas, no hacía otra cosa que crecer.

Giró una vez más y, buscando escapatoria como rata acosada, llegó ante un gran edificio de aspecto abandonado, de muros de adobe y de estilo muy distinto al meroíta. Todo un palacio de muros de barro, semejante a las mansiones grecoegipcias de la época de los Ptolomeos. Había unas grandes puertas en la fachada principal, y hacía mucho tiempo que habían arrancado los portones de madera, así que él, sin detenerse siquiera a pensar, se lanzó por el vano.

Atravesó a la carrera el patio abandonado, con sus columnas pintadas, los frescos descoloridos y desconchados, las plantas secas y los estanques vacíos, y se zambulló en el interior del palacio abandonado, mientras sus perseguidores irrumpían en tromba, vociferando y blandiendo garrotes, por el hueco de la puerta principal.

Huyó de ellos a través de un laberinto de salas desnudas y oscuras, acuciado por los gritos de la turba, que reverberaban a lo largo de aquellos pasillos desiertos. Emergió por último a una estancia que daba salida al exterior, a través de otro dintel sin puerta. Aquella habitación era amplia, polvorienta y, como el resto del edificio, había sido desvalijada hacía tiempo. Los saqueadores sólo habían dejado una gran estatua de estilo griego; la efigie de un hombre grande y musculoso, de barba ensortijada, que se recostaba en un lecho sobre un codo, todo ello cincelado en mármol.

El fugitivo, sudado y jadeante, recurrió entonces a una estratagema antigua y sencilla, en vez de huir de nuevo al exterior. Sin pararse casi a pensar, sabiendo que le iban a alcanzar tarde o temprano, y que entonces su muerte sería horrible, se descalzó una sandalia y la arrojó al zaguán. Luego se lanzó detrás de la estatua y allí se quedó acurrucado, el puñal en la mano y muy quieto, tratando de sosegar el resuello y casi temiendo que el golpeteo agitado del corazón le delatase.

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