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Authors: León Arsenal

Tags: #Narrativa histórica

La boca del Nilo (35 page)

BOOK: La boca del Nilo
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El ardid dio resultado. Los perseguidores entraron en tromba en la estancia y, en cuanto alguien reparó en la sandalia caída, aparentemente perdida al cruzar el fugitivo el umbral, se lanzaron en masa al exterior, como un torrente humano, entre gran algarabía. En pocos momentos, la sala volvió al silencio de antes.

Agrícola permaneció escondido largo rato detrás de la estatua, hasta que incluso los gritos en la calle se extinguieron. Luego se incorporó con cautela, el puñal siempre dispuesto. Pero todo estaba en calma y el polvo de años, agitado por la invasión de gente, danzaba con pereza en la penumbra. El romano se embutió en la túnica, ciñó el cinturón y arriesgó una ojeada cautelosa desde el zaguán. La calle estaba totalmente desierta.

Se volvió entonces y paseó la mirada, distraído, por los frescos que adornaban las paredes de la cámara. Sus ojos fueron a posarse en la gran estatua que tan buen servicio le había prestado. Los apartó tras un vistazo, porque tenía la cabeza puesta en cómo escapar de allí; pero al cabo de unos instantes los devolvió a esa efigie, como atraído por una piedra imán, para observarla ahora con mayor atención.

Se acercó poco a poco y se quedó contemplando largo rato, fascinado. Porque aquella estatua de un hombre grande y musculado, de proporciones clásicas y barba ensortijada, con cierto parecido a Poseidón, que se recostaba sobre un codo, en un lecho de mármol, era sin lugar a dudas una personificación del Nilo, convertido en un dios por los griegos de Egipto.

Agrícola era hombre supersticioso, como buen romano, y el darse cuenta de repente, en ese momento, en la penumbra de un antiguo palacio abandonado, que había sido precisamente una estatua del dios Nilo la que tan providencialmente le había ocultado de sus perseguidores, le tocó hasta lo más hondo. Aún en esa situación tan apurada, perdió unos instantes ante esa estatua. Como no veía mejor forma de mostrarle respeto, se cubrió la cabeza con un pliegue de la túnica, e hizo votos al Nilo de ofrecerle sacrificios si salía con bien de ese apuro. Luego se destocó y, tras girarse, corrió a ocultarse en algún recoveco del palacio.

Se quedó allí oculto hasta bien entrada la noche, y sólo entonces se atrevió a abandonar su escondrijo y probar fortuna por las calles, tratando de llegar a la Ciudad Real. Ya cerca de la explanada del mercado, fue donde le encontraron Demetrio y un optio de la legión que, escoltados por diez arqueros nubios, andaban buscándole. Porque el griego, alarmado por su desaparición, había recurrido a Tito y éste había conseguido que los meroítas mandasen una patrulla.

Los buscadores se llevaron no poca sorpresa cuando le vieron salir de repente, al resplandor de la oscuridad, manchado de sangre y con una sola sandalia. Pero mucho más asombrados quedaron cuando les contó la historia de la estatua del dios Nilo. Y el relato luego acabó corriendo de boca en boca, no sólo por el campo romano, sino también por la corte meroíta.

Los legionarios, la gente más supersticiosa del mundo, comenzaron a decir que el propio Nilo daba su favor a Agrícola y por tanto a la expedición. Rumores que por una vez Tito se ocupó cuanto pudo de alentar, por supuesto. Los reyes de Meroe mandaron buscar ese palacio abandonado y sus oficiales no tardaron en encontrarlo, así como a la estatua, que fue llevada con gran boato a la Ciudad Real.

En cuanto a Agrícola, habló muy pocas veces de todo ese asunto, pero no se olvidó del voto hecho al Nilo. Por eso, aún muchos años después, gentes de tierras lejanas se asombraban cuando aquel mercader errabundo se rascaba la bolsa, a veces más que magra, para pagar sacrificios a un dios que era un río y que estaba muy lejos, por lo que de poco podía ayudarle.

* * *

Para impresionarles, o puede que para tantear sus fuerzas, los meroítas organizaron una gran parada en honor a sus visitantes. Y empujados tal vez por iguales motivos a los de sus anfitriones, los romanos acogieron con entusiasmo ese desafío incruento, de forma que ambos bandos estuvieron de acuerdo en realizarla a medio camino del campamento y la urbe, en una llanura amplia y dotada de agua, pastizales y arboledas.

Romanos y nubios llegaron el día antes del evento para acampar frente a frente y a cierta distancia, como ejércitos enemigos antes de la batalla. Los meroítas montaron unos fastuosos reales de toldos, carpas y baldaquines, mientras que los romanos agruparon sus tiendas dentro de un palenque de estacas afiladas, en todo semejante a uno de sus campamentos de marcha, sólo que en miniatura.

El alarde tuvo lugar a la mañana siguiente, antes de que el calor fuese demasiado fuerte, y estuvo precedido de saludos e intercambio de regalos. Resultó un espectáculo brillante, en el que ambos bandos trataron de impresionarse mutuamente, y en el que los oficiales de unos y otros procuraron no perder detalle de cuanto veían. Empero, quizá tenía mucha razón Pomponio Crescens,
praepositus
de un
numerus
libio, al decir que aunque había allí muchos mirando, pocos llegaron a ver nada.

Los meroítas desplegaron lo que sin duda eran sus mejores tropas. Nubios altos y bien plantados, con arcos de madera endurecida al fuego, y guerreros del sur, más negros de piel y más fornidos, armados con escudos en forma de huso y lanzas de hoja ancha. Se veían pocas cotas de malla y sí lienzos anudados a las caderas, colas de león y pinturas guerreras. Evolucionaban en grandes masas por la llanura, cantando y bailando, de forma que a ojos de los espectadores eran como una marea humana, incontenible y poderosa, que se agitaba sin cesar.

Los romanos se quedaron con las ganas de ver a los mercenarios griegos que tan buenos servicios prestaban a los meroítas. El chasco fue sobre todo para Tito, que esperaba constatar ciertos rumores. Pues si bien algunos informadores le habían dicho que esos griegos egipcios no eran más que unas docenas de hombres, en funciones sobre todo de guardias de corps y asesores militares, otros le habían asegurado que había contingentes enteros de ellos en Meroe, armados a la macedonia.

A los que sí pudieron ver fue a los famosos elefantes de guerra nubios. Claudio Emiliano ya había visto paquidermos en Roma, puesto que se usaban con frecuencia en el circo. Pero estos elefantes nubios, al igual que aquel otro de parada empleado por Senseneb, eran de raza africana, mucho más grandes y fieros que los de la India, con enormes orejotas y largos colmillos. Sus anfitriones llevaron una veintena de ellos a esa llanura, engalanados con telas magníficas y defensas lustrosas, con barquillas en lo alto llenas de arqueros, y les hicieron maniobrar entre barrites y polvaredas, mientras los nubios les aclamaban.

Esos elefantes eran el orgullo de Nubia y los propios Ptolomeos de Egipto los habían empleado con frecuencia en sus guerras. En la teoría, no impresionaban gran cosa a los oficiales romanos, ya que todos conocían cómo la movilidad de las legiones había derrotado a los elefantes de Aníbal en las guerras p únicas. Pero otra cosa era verlos con los propios ojos y sentir lo que se sentía en las entrañas al ver a aquellas montañas de piel grisácea y ojillos iracundos mientras se desplazaban entre nubes de polvo, con gran estruendo, aplastándolo todo a su paso y trompeteando. Nadie, en su sano juicio, se hubiera puesto por propia voluntad enfrente de aquellas moles de largos colmillos de marfil, coronadas de arqueros cuya puntería era legendaria.

La parada de los romanos fue menos masiva, pero igual de vistosa a la de sus anfitriones. Primero salió una centuria pretoriana, con sus ropajes rojos, armaduras metálicas y escudos de motivos dorados sobre campo escarlata, tratando de impresionar a los espectadores con la precisión de sus movimientos. Y a ésa le siguió otra de legionarios y luego de auxiliares, aquéllos de blanco y con escudos cuadrados, y éstos de verde y escudos oblongos. Maniobraron adelante y atrás, se cubrieron con los escudos, formaron testudos, y por último saludaron al unísono al rey Amanitmemide, que les observaba atento, con un grito que resonó a lo largo de toda la llanura.

El plato fuerte de los romanos fue sin duda alguna la exhibición de caballería, y los nubios se quedaron ante ésta igual de maravillados que sus visitantes con los elefantes. Los jinetes hispanos se dedicaron a justar unos contra otros, cubiertos con cascos muy trabajados y máscaras de metal, que les protegían de lanzadas accidentales en el rostro. Los sencillos guerreros meroítas, que eran de sangre ardiente, se quedaron prendados de aquel espectáculo tan vistoso y no tardó aquella muchedumbre en aclamar rugiendo los mejores lances de varas.

Para el final habían dejado las competiciones. Hubo lanzamiento de jabalinas, y los lanceros del sur se midieron contra romanos e incluso algunos libios, elegidos por ser los mejores tiradores de toda la
vexillatio
. Y por último los arqueros nubios compitieron con los sirios, que llamaban la atención por sus largas faldas verdes y los cascos ojivales de bronce brillante.

Fue todo un espectáculo, en el que cada bando creyó aprender algo sobre el contrario. Pero Agrícola tendía a dar la razón a Crescens, cuando éste decía que allí nadie se había enterado de nada. Y sin duda, si alguien podía hablar con propiedad, era aquel veterano que había pasado muchos años como oficial de
numen
de bárbaros, así como de
extraordinarius
asignado a labores de información.

Crescens, que tenía el pelo casi blanco, más por culpa del sol y las privaciones sufridas durante sus aventuras en el desierto que por la edad, era de ésos que opinan que pocos hombres son capaces de superar sus propios prejuicios. Afirmaba que los
principales
romanos, con alguna excepción, no habían visto en los nubios otra cosa que bárbaros pintorescos, a los que, todo lo más, concedían un mínimo de disciplina luego de milenios de contacto con el Egipto faraónico y ptolemaico.

éstos, a su vez —y aquí al prepósito se le escapaba una sonrisa aviesa—, consideraban que las victorias romanas se debían a su armamento superior y, sin duda, esa precisión de maquinaria que habían mostrado las centurias no era para ellos más que algo curioso, una exhibición vistosa sin valor real.

Tras la parada, los meroítas ofrecieron un banquete fastuoso, digno de los de un déspota oriental. Colocaron a un lado a los guerreros meroítas, al otro a los romanos y, en el centro, grandes mesas bajo palio para el rey arquero, el tribuno y sus respectivos oficiales.

No faltó de nada en la mesa real, ni siquiera el vino de Egipto, que en esos lares era sumamente caro. Sin embargo, junto a la profusión de carnes, volátiles, pescados, frutas, miel, los romanos se encontraron con que les servían en fuente de oro manjares tales como lagarto o culebra, así como grandes insectos tostados al fuego. Esto último, según luego les dirían algunos residentes grecorromanos, no podía ser casual, ya que en la corte meroíta conocían de sobra las costumbres culinarias del norte, y el gesto suponía casi una ruptura de la etiqueta.

Pero tampoco cabía considerarlo como un insulto deliberado. Más bien debió ser una broma del rey Amanitmemide, que tenía un sentido del humor peculiar, o a una forma de los meroítas de comprobar el temple de sus visitantes.

Si era eso último, los embajadores supieron dar la talla. Mientras Emiliano miraba impasible las extrañas viandas que les ofrecían, Tito, como el que no se da cuenta siquiera porque tiene la cabeza puesta en otras cosas, cogió una gran langosta chamuscada y le dio un gran bocado, haciendo crujir el caparazón entre sus dientes. Claudio Emiliano a su vez, rechazando los insectos, hizo que le sirvieran serpiente, de la que después diría que estaba muy buena. Los
principales
que les acompañaban atacaron entonces aquellos platos de reptiles e insectos, mirándose entre ellos a hurtadillas, para más tarde poder reírse de las expresiones que tenían los demás.

Amanitmemide había sonreído de oreja a oreja, enseñando los dientes que le quedaban, como complacido por la reacción de sus invitados. Se llenó luego la boca de saltamontes y comenzó a masticar ruidosamente. Porque el rey arquero, cuando se libraba de los atributos y el protocolo egipcio, se volvía un personaje bien distinto. El faraón nubio daba paso al hombre del sur que fuera en tiempos guerrero y pastor. Reía a carcajadas, bromeaba, vociferaba en su dialecto natal, comía a dos carrillos, bebía sin medida. Ya antes, incluso, para celebrar el tiro de uno de sus arqueros, que había superado a uno anterior y excelente de un sirio, se había arrancado a bailar con sus hombres, olvidando la edad y los achaques.

Todos comieron y bebieron hasta hartarse, charlando unos con otros por medio de intérpretes. Y, quizá para aprovechar la situación distendida, ése fue el momento elegido por Claudio Emiliano para tantear al rey arquero de modo informal.

Años después, cuando Agrícola comentase la proposición del tribuno, tendría que explicar cómo era el reino nubio, y lo hacía siempre de igual manera:

Meroe, solía decir, era un reino inmenso, cuyos dominios iban de la primera catarata del Nilo por el norte, hasta la unión de los dos grandes afluentes del mismo, el Astapus y el Astasobas, por el sur, y su influencia llegaba por el este hasta el mar Eritreo. Un imperio gigantesco, pero cuyo territorio estaba ocupado en buena parte por desiertos y cuya población era escasa y desigual.

El corazón del reino estaba en la llamada isla de Meroe. A meridión de la misma estaban las provincias sureñas, que eran territorios tribales, y a levante las orientales, que tenían por eje el Astasobas y estaban pobladas por unas gentes que presumían de descender de egipcios, desertores del ejército del gran Cambises. En cuanto a los territorios del norte, iban de la tercera catarata a la frontera egipcia y eran sin duda los más extensos.

Ese país era la parte más antigua del reino, la Nubia clásica, en cuyas arenas dormitaban las antiguas capitales del reino, y sin embargo estaban desatendidas por la burocracia meroíta. Lo grande del territorio, lo escaso de sus habitantes y lo abierto que estaba a los desiertos hacía que el control real de Meroe llegase sólo hasta la ciudad de Kawa, que tenía un gobernador designado. El resto estaba abandonado en la práctica a su suerte.

La parte contigua a la frontera egipcia, sin embargo, era el territorio del Dodecasqueno que, siendo parte del reino meroíta, estaba bajo tutela militar romana, quienes mantenían guarniciones y custodiaban los caminos, asegurando así las cabeceras de las rutas de caravanas que iban de Egipto al sur. Y lo que el tribuno le propuso al rey nubio fue, en esencia, la posibilidad de que las legiones extendiesen toda esa tutela a la baja Nubia, hasta la tercera catarata.

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