La boca del Nilo (36 page)

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Authors: León Arsenal

Tags: #Narrativa histórica

BOOK: La boca del Nilo
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Amanitmemide, aunque nacido entre pastores trashumantes, había pasado décadas en la corte, de forma que no mudó de color ni gesto, y nadie pudo saber, por su rostro, qué pensaba de tal ofrecimiento. Se limitó a llenarse la boca de más langostas y, con un gesto, invitó a su visitante a explicarse, éste lo hizo en forma tal que todos, incluido Tito, no tuvieron otro remedio que aprobar.

El tribuno puso sobre la mesa la inseguridad a la que se veían sometidos esos territorios, y que achacó a la escasez de población. Había dos rutas de caravanas que partían del Dodescasqueno rumbo a Meroe. Una cruzaba los desiertos orientales hasta llegar a la propia urbe, bordeando en su último tramo la ribera oriental del Nilo, más allá de las cuartas cataratas. La otra era la que había seguido la
vexillatio
buena parte del camino; bordeaba la margen occidental hasta llegar enfrente de Kawa, momento en el que cruzaba y entraba en tierras controladas efectivamente por los meroítas.

Primero Emiliano enumeró los males que provocaba la situación, porque las caravanas tenían que pagar tributos a los bandidos y se veían expuestas a ataques, con lo que de riesgo, escasez y encarecimiento de los productos tenía tal situación. Acto seguido, se lanzó a describir las ventajas de asegurar la segunda de las rutas mediante guarniciones y patrullas. Aunque más larga, era más fácil y surtida de agua, lo que permitiría el paso de caravanas más grandes y con mayor frecuencia, lo que sólo podía beneficiar a Meroe, que vivía del comercio. Además, el aumento del caravaneo y la seguridad, haría sin duda crecer la población nubia en esa área ahora tan castigada por la inseguridad.

Amanitmemide le escuchó con suma atención, antes de pedir más vino y manifestar solemne que agradecía al tribuno su oferta, y que él y sus consejeros analizarían el tema, para tal vez mandar soldados a guarnecer esa parte del territorio y quizá reocupar las viejas fortalezas, abandonadas —aunque esto último lo obvió— desde el desastre infligido por Petronio a los nubios.

A continuación instó al tribuno a ser más explícito en cuanto a las tropas y acantonamientos en los que pudieran haber pensado los romanos. Pero Claudio Emiliano escurrió el bulto alegando que no conocía detalles y que él simplemente le exponía una idea. De ser receptivos los reyes meroítas, Roma enviaría embajadores para negociar cláusulas y pormenores de un posible tratado.

Amanitmemide sonrió, dijo que lo pensaría y la conversación tomó por otros derroteros. Era fácil ver que, por un lado, las ventajas pintadas habían encendido su codicia, ya que Meroe se sostenía sobre los impuestos a las caravanas. Pero, por otra parte, no podía desear tener tropas romanas casi a la vista de Kawa, que era la puerta de la ruta que llevaba a la mismísima Meroe.

Emiliano no insistió más, ni sacó el tema en audiencias posteriores. La propuesta, eso sí, dio mucho de que hablar entre los expedicionarios y, sin duda, entre los cortesanos nubios, ya que parecía dar alas a la teoría de que el césar quería, cuanto menos, aumentar su influencia al sur de Elefantina. Pero algunos no estaban tan seguros de ese último extremo y achacaban la maniobra al gobernador de Egipto, porque Nerón no era de esos gobernantes que se preocupaban por la administración o el comercio, como bien demostraban las arcas imperiales.

Fuera lo que fuese, todo se quedó ahí y, si hubo alguna respuesta, o posteriores negociaciones, eso fue algo que nunca llegó a conocimiento de Agrícola.

C
APÍTULO
VI

Uno entre los mil detalles sorprendentes de Meroe era la existencia de unas termas a la usanza romana, edificadas dentro de la propia Ciudad Real. Unos baños públicos, cómodos y espaciosos, construidos por iniciativa de la colonia grecorromana, que no tenían nada que envidiar a los mejores de Alejandría y a los que no habían tardado en hacerse asiduos no pocos cortesanos nubios.

Más de un expedicionario había cogido la costumbre también de visitarlos, contento de volver a disfrutar de comodidades tan familiares. Uno de ellos era Agrícola, que era de esos hombres que por un lado están siempre en el camino, tanto por gusto como por necesidad, y que por el otro procuran no privarse de nada. Y, como buen romano, gustaba de abandonarse en mano del barbero, el peluquero y los masajistas, de disfrutar de los baños de vapor, y las aguas calientes y frías.

Iba, si lo hacía, a solas y justo en las horas que siguen al mediodía, porque entonces la urbe se rendía al calor y todos se retiraban a dormitar, de forma que las calles quedaban desiertas y Meroe adquiría casi el aspecto de una ciudad fantasma. A esa hora las termas estaban también casi vacías, que era lo que él buscaba, dispuesto a sacrificar la charla y los chismorreos, a cambio de un poco de soledad.

Tan poco público había a la hora sexta que, de hecho, no era raro que incluso los esclavos abandonasen sus puestos para buscarse algún rincón umbrío y fresco en el que sestear, y había veces que era casi imposible encontrar a un empleado. Agrícola, como viajero curtido, se tomaba esa circunstancia con resignación, y procuraba apañárselas por sí mismo. Fue así como, poco después de su aventura en el mercado, harto de esperar a algún encargado, se fue por su cuenta por los pasillos, descalzo y con sólo una toalla, en busca de un baño de aguas calientes.

Hubiera podido batir palmas, dar voces, pero ya se conocía
grosso modo
las termas, así que lo que hizo fue acercarse al recinto de los baños calientes. Ya muy cerca de los mismos, oyó voces dentro y se detuvo, más disgustado que curioso, porque había esperado disfrutar de un baño en solitario. Pero luego le pareció que conocía esas voces, que hablaban en latín, y la molestia se trocó en intriga, por lo que se acercó sin hacer ruido con los pies descalzos y echó una ojeada por el vano.

La estancia estaba poco alumbrada, mediante lámparas de aceite, llena de mosaicos al gusto romano y contenía una piscina de aguas cálidas. El aire estaba cargado de los vapores que desprendía la piscina y, a través de esa calima, Agrícola pudo constatar que su oído no le había engañado. Allí dentro se encontraban los dos ayudantes del prefecto Tito, Seleuco y Quirino, en compañía de aquel esbirro de Nerón, Paulo. Una compañía más que curiosa.

Estaban metidos en la piscina, tratando al parecer de algún asunto, y Agrícola ni entró ni se fue, sino que se quedó allí, oculto detrás de la jamba y preguntándose qué podían estar tramando aquellos tres.

A través del velo de vapor caliente, el mercader pudo ver que la expresión de Paulo era tan ruin como de costumbre. Quirino mostraba cierta reserva en el rostro, en tanto que el gran Seleuco, de espaldas a la puerta, parecía de lo más a gusto y se recostaba contra el borde de la piscina, con los brazos apoyados en el borde. Pero era el primero el que estaba hablando, con su voz algo chillona.

—Claudio Emiliano es un ricachón, un republicano —decía con tono venenoso—. La Guardia Pretoriana está por desgracia llena de gentuza así. Parásitos que sólo saben presumir de tierras y de la antigüedad de su linaje, aunque ellos por sí mismos no valgan gran cosa. Sueñan con devolver el poder al Senado, eso lo sabéis, y se creen mejores que los demás romanos. Son enemigos del césar y el imperio, aunque se supone que han de defenderlos. Y este Emiliano, encima, es un maldito sedicioso…

—Sedicioso
es un adjetivo muy fuerte, Paulo —le interrumpió con cierta prevención Antonio Quirino.

—Es el que se merece —bufó el liberto—. Lo ha demostrado con creces, y los hombres que han venido con él son gentuza de su misma ralea.

—¿Por qué están entonces libres, y conservan sus empleos y rangos? —le preguntó con tranquilidad Seleuco.

—Una cosa es que se sepa, y otra muy distinta poder demostrarlo. Además, están las consideraciones políticas, porque unos cuantos son de familias muy influyentes. Y ni siquiera el césar puede actuar a la ligera cuando se trata de pretorianos. La Guardia Pretoriana es muy, muy poderosa, y es la que tiene a la mismísima Roma bajo su custodia.

—Ya —entre el arremolinar de vapores, el
extraordinarius
meneó la cabeza.

—Hay muchas formas de sedición: hay traidores activos, que conspiran para acabar con el emperador, y los hay pasivos, que con su desidia minan su poder —siseó Paulo—. Pero, de igual forma, también hay muchas formas de ajustarles las cuentas. No podemos acusar de nada abiertamente a Emiliano; pero, si fracasa en la misión encomendada, caerá en desgracia.

—Un momento, Paulo —Quirino se agitó, provocando un débil oleaje en la piscina—. El fracaso del tribuno en esta empresa sería también el nuestro.

—No necesariamente, amigo mío. El césar espera que lleguemos a las fuentes del Nilo, y es menester cumplir sus deseos.

—¿Entonces?

—Esta expedición puede alcanzar su meta, y vuestra
vexillatio
cumplir con dignidad. Sin embargo, al mismo tiempo, el tribuno al mando puede quedar en tal mal lugar que acabe siendo sometido a juicio a la vuelta a Roma.

—¿Juicio y…? —le animó a seguir Quirino.

—Y licenciamiento con deshonor. No creo que se le pueda ejecutar, porque ya os he dicho que hay que andarse con pies de plomo cuando se trata de pretorianos. Pero da igual —la forma de hablar de Paulo era la de uno que se relamiese los labios—; la humillación de la licencia será de todas formas un buen golpe y, desde luego, acabará con su carrera política. Un enemigo menos para el césar.

Se quedó mirando a sus dos interlocutores.

—Ya —dijo luego, simplemente, Seleuco.

—Es algo que el césar no puede menos que aprobar.

—Ya.

Se produjo un largo silencio, roto sólo por los sonidos del agua, mientras el liberto y los legionarios se miraban en la penumbra de la sala, por último, habló Quirino, con esa expresión de cautela en el rostro.

—¿Esperas que nosotros saboteemos las órdenes del tribuno para que parezcan desacertadas y poder acusarle de incompetencia?

Paulo sonrió con maldad.

—Amigo mío: cuando Nerón quiere algo, nadie puede mantenerse neutral. Aquel que no pone los medios para satisfacerle, se convierte de facto en enemigo suyo y es tratado en consecuencia.

Miró casi con furia a sus interlocutores, que esta vez no dijeron palabra. Seleuco seguía recostado contra el borde —Agrícola podía ver sus anchas espaldas—, en tanto que Quirino le contemplaba un poco de medio lado. Prosiguió.

—Voy a ocuparme del tribuno, porque eso será grato al césar y porque me ha humillado en público. Y yo en eso soy como Nerón, amigos míos: el que no me ayuda, es mi enemigo, y le trato como tal. Soy los ojos y los oídos del césar en esta expedición, y me ocuparé de que sepa quién me ha ayudado y quién no. Y aquellos que me pongan obstáculos, que no esperen ser tratados con tantas contemplaciones como los pretorianos.

Hizo una pausa.

—El emperador habla por mi boca, confía en mis informes, y nadie estará a salvo del castigo.

Miró como una serpiente a los otros dos.

—¿Me explico con suficiente claridad?

Hubo aún un momento de silencio, antes de que Seleuco respondiese.

—Con mucha claridad, Paulo.

—Bien —sonrió—. En cambio, los que me ayuden no lo harán por nada, desde luego. Es más fácil promocionarse cuando uno tiene ciertos amigos influyentes.

—La segunda parte ya me gusta más —Seleuco se echó a reír estruendosamente—. Yo soy de esos hombres que se motivan mejor con la promesa de ganancia que con las amenazas.

—Pues, amigo —Paulo le golpeteó el hombro, sonriente—, conmigo tienes mucho que ganar, sobre todo si no olvidas lo mucho que tienes que perder contra mí.

Seleuco soltó otra carcajada. Paulo se medio giró, también riendo, hacia Quirino, a ver qué tenía éste que decir. Seleuco lanzó entonces su gran puño contra el rostro del liberto. El golpe le dio en la sien y debió dejarle casi inconsciente, porque se desplomó con los ojos en blanco.

El
extraordinarius
le echó sus grandes manos al cuello y, en un instante, acudió su amigo Quirino a ayudarle. Entre los dos le hundieron bajo las aguas calientes hasta ahogarle y, desde donde estaba, Agrícola no pudo ver si su víctima llegó siquiera a debatirse. Aunque, si lo hizo, no pudo ser mucho, porque no se oyeron muchos sonidos de chapoteo.

Mantuvieron sumergido un buen rato a Paulo, antes de soltar el cuerpo inerte y salir con calma de la piscina. Se pararon, desnudos y goteantes, a la penumbra de las lámparas, en la atmósfera empañada de la sala, y se miraron el uno al otro. Luego, fueron a lavarse las manos, con la mayor de las parsimonias, bajo un chorro de agua fría que caía a una pileta desde la boca abierta de un rostro de piedra, encastrado en la pared. El cuerpo del liberto flotaba boca abajo en el oleaje tenue de la piscina.

Tal vez el lavatorio de manos fuese un acto ritual para limpiarse de ese asesinato, o quizá sólo algo tan prosaico como un intento de eliminar cualquier rastro de esa muerte en las uñas. Eso nunca lo supo Agrícola, ni tampoco nada de lo que pudo ocurrir luego porque, sabiéndose en peligro si le descubrían, se escabulló con el mismo sigilo con el que había llegado, descalzo por el pasillo desierto.

Dada la hora, pasó bastante tiempo antes de que nadie descubriese el cadáver, aunque los gritos y las carreras sorprendieron a Agrícola aún en las termas, tumbado en una losa de mármol, en manos del masajista. Se alzó, aparentando sorpresa, al oír el revuelo, y por supuesto que se mostró tan consternado como el resto de clientes cuando le informaron de que el liberto Paulo, confidente del propio Nerón, se había ahogado en la piscina de agua caliente.

* * *

Cosa curiosa, la muerte de Paulo no pareció interesar mucho a nadie, y no se hicieron demasiadas averiguaciones. No había una sola persona en esa expedición que le apreciase —y sus esclavos los que menos—, y sí muchas que le temían y le odiaban, de forma que su muerte fue acogida casi con alivio por muchos, y hubo no pocos chistes negros al respecto. Circularon unos cuantos rumores, claro, pero era habitual y nadie puso en duda que había sufrido un síncope y se había ahogado en la piscina. Esas cosas ocurrían. Agrícola jamás le contó a nadie lo que había visto, y tampoco lo hizo años después, al hablarle a Africano de la expedición.

Se le hizo un funeral modesto, que Tito pagó muy a disgusto, a costa de la caja del destacamento, y fue olvidado con gran rapidez.

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