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Authors: León Arsenal

Tags: #Narrativa histórica

La boca del Nilo (31 page)

BOOK: La boca del Nilo
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—¿Una sorpresa, viajero? ¿Por qué dices eso?

—Estamos un poco lejos de Primis y el Dodecasqueno, ¿no?

—A mí me da la impresión de que estamos algo más que
un poco lejos
—sonrió—. Mis hombres y yo pertenecemos a una embajada enviada desde Egipto a Meroe, y el grueso de nuestras fuerzas está ahora mismo en la carretera, a pocas
millia
de aquí.

Su interlocutor agitó la cabeza, con expresión de falsa sorpresa. Quirino jugueteó con su vara.

—¿Y vosotros, viajero? ¿Puedo preguntar a mi vez por quiénes sois y adónde os dirigís? A mí me resulta también una sorpresa el encontrarme a gente como vosotros en estas tierras.

—¿Qué quieres decir con
gente como nosotros
?

—No sé si el sol me hace ver visiones, pero me jugaría media paga a que vosotros venís también de Egipto. ¿O me equivoco?

—No,
principal
, no te equivocas. Pero pronto te darás cuenta de la gran cantidad de griegos y romanos que hay en la ciudad de Meroe.

—Vaya —le miró aún más pensativo—. Así que conoces Meroe.

—Como la palma de mi mano. Y, puesto que me lo preguntas, te diré que de ese lugar son mis patronos.

—¿Tus patronos?

—Sí: los que nos pagan a mí y a mis hombres.

—Por hacer…

—Por velar por sus intereses —de nuevo aquella sonrisa deslumbrante—. En estas regiones, si un hombre tiene lo que tiene que tener y sabe valerse de las armas, nunca anda escaso de trabajo.

—Entiendo. ¿Y puedo preguntar el nombre de esos patronos tuyos?

—Claro que puedes, pero tendrás que comprender que no te lo voy a decir. Me debo, ante todo, a los que me dan de comer.

—«Confía tus negocios al hombre prudente…» —citó con sorna el romano—. ¿Vais también hacia Meroe?

—Hacia allí nos dirigimos.

—¿Y por qué lo hacéis a través de los despoblados, en vez de seguir la carretera?

—Así es mejor.

—¿Mejor? El viaje se hace más lento y es más fácil sufrir un ataque de ladrones.

—No tenemos prisa y, en cuanto a los ladrones, me parece que es más fácil encontrarles en los caminos, que es donde esperan ellos a los viajeros.

Antonio Quirino a punto estuvo de echarse a reír, a pesar de la situación.

—A lo mejor tienes razón. ¿Así que no tenéis prisa en llegar a Meroe?

—Pues no,
principal
. Ya no. Nos hemos ganado un poco de descanso, porque hemos estado más que ocupados con la misión que nos encomendaron nuestros patronos.

—¿Y qué misión es ésa?

—Una ardua y peligrosa, que comenzó en la frontera de Egipto —volvió a sonreír.

—Hablas muy bien el latín, viajero.

—Tuve una buena educación, aunque luego la fortuna me hizo ir dando tumbos por el mundo.

—Ya. Y dime: ¿esa misión que comenzó en Egipto acaba en Meroe?

—Creo que sí, aunque no podría jurarlo. Otros serán los que lo decidan, no yo.

Se quedaron los dos en silencio. Soplaban ráfagas de aire abrasador que arrastraban cortinas de polvo por la estepa y hacían ondear las túnicas de los hombres. El griego ladeó la cabeza.

—¿Y vosotros,
principal
? ¿También acaba vuestro viaje en Meroe?

—El de la caravana sí; pero nuestro destacamento sigue. Vamos mucho más lejos.

—¿Cuánto de lejos, si no es indiscreción?

—Nadie sabe cuánto. Iremos al sur, hasta que lleguemos a la boca del Nilo.

—La Boca… —suspiró, aunque su rostro no mostró expresión de sorpresa alguna—. Ése sí que es, sin duda, un viaje largo y lleno de riesgos.

—Es la misión que se nos ha encomendado.

—Los faraones Ptolomeos enviaron varias expediciones con el mismo objeto, y ninguna consiguió nunca llegar. ¿Lo lograréis vosotros?

—Eso es lo que trataremos de hacer, al menos mientras quede uno solo de nosotros en pie.

—Admiro ese espíritu,
principal.

—¿Espíritu? —sonrió de forma oblicua—. Yo más bien lo llamaría necesidad. Ha sido el mismísimo césar el que ha ordenado que lleguemos hasta los orígenes del Nilo, así que no podemos regresar sin conseguirlo. Nerón no es un hombre que entienda, ni acepte, los fracasos.

—Comprendo…

—Ahora tengo que dejarte —añadió con amabilidad el oficial romano—. Quizá vosotros seáis libres de decidir cuándo viajar y cuándo descansar, pero te aseguro que en las legiones estamos bastante más sujetos a órdenes y ordenanzas. Y tenemos que regresar ya con la
vexillatio.

—Claro —agitó la cabeza, dejando ahora colgar los brazos a los costados—. Ha sido un placer conversar contigo en mitad de esta nada.

—Lo mismo digo, viajero.
Vale.

Se despidió de él con un gesto de la vara de centurión, antes de darle la espalda, de forma aparentemente despreocupada, y se encaminó de vuelta, sin prisas, al pozo. Iba jugando con el bastón, pero sentía un picor entre los omóplatos, ahí donde suele irse a clavar una jabalina cuando se la tiran a uno por la espalda. Iba atento a los ojos de sus hombres, que los tenían puestos en la banda del griego, por si cambiaban de expresión.

—Principal
! —el griego le dio de repente una voz. Se volvió.

—Dime, viajero.

—Quiero que sepas que os deseo suerte en esa búsqueda de las fuentes del Nilo. Y que haré algún sacrificio a los dioses, para que os den éxito.

Quirino le miró sorprendido, porque no había rastro de burla en la voz o la expresión de su interlocutor. De hecho, parecía por primera vez titubear, como un poco azorado.

—Gracias.

—Y o os envidio,
principal
. Os envidio, créeme.

El
extraordinarius
se quedó ahora mirando en los ojos oscuros del griego, preguntándose quién sería en realidad, y cuál sería su historia, para por último asentir.

—Gracias de nuevo. Buen viaje.

Mientras la patrulla se alejaba del pozo, cabalgando en diagonal y sin quitar ojo de aquel grupo de tipos dudosos, que seguían junto a sus caballos y que parecían hablar poco entre ellos, uno de los hispanos se animó a preguntar a Antonio Quirino, aprovechando que no era de esos oficiales que se enojaban cuando un
miles
les dirigía la palabra sin permiso.

—¿Son ellos?

Antonio Quirino le miró un momento y luego atrás, sabiendo muy bien a quién se refería al decir
ellos.

—Es muy posible.

—¿Y ése era Aristóbulo? —inquirió después de un momento de duda, mientras el resto de jinetes aguzaban el oído.

—Bien pudiera ser.

—¿He oído bien? ¿Ha dicho que nos envidia?

—Sí.

—¿Y por qué ha dicho eso?

Quirino se despojó del casco, lo colgó de la silla y volvió a cubrirse con el gorro. Azuzó con las rodillas a su montura.

—¿Por qué te alistaste en el ejército?

—Por la paga.

—¿Y la ciudadanía?

—No —negó el otro con orgullo—. Soy ciudadano romano.

—Bien. ¿Sólo por la paga?

—No te entiendo,
extraordinarius.

—¿No podías haber encontrado otro trabajo más tranquilo, en tu tierra?

—Puede —sonrió—. Pero siempre he sido un alma inquieta.

—Tú, y yo, y la mayoría de los que estamos aquí, en mayor o menor medida. Cada hombre tiene un demonio dentro y a veces ése no se contenta sólo con dinero, o mujeres. O quizás es que todos deseamos lo que no tenemos…

Contempló con los ojos algo cansados las llanuras, áridas y soleadas, por las que cabalgaban.

—A nosotros ahora mismo nos gustaría estar en nuestros cuarteles de Egipto, y puede que él en cambio quisiera estar en nuestro pellejo, viajando rumbo al sur, hacia donde nadie ha llegado jamás.

C
APÍTULO
III

El día antes de llegar a Meroe, Senseneb fue a visitar a Tito Fabio en su tienda. Fue la primera vez en todo el viaje que la sacerdotisa pisó la carpa del prefecto y, una vez que todos los que estaban dentro con él se hubieron marchado, y ella pudo quitarse la toca de velos, no pudo evitar una larga mirada, entre curiosa y crítica, al interior.

Aquel
praefectus castrorum
viajaba con notable austeridad, al menos si se le comparaba con el tribuno, y su alojamiento no contenía otra cosa que un catre y una mesa de campaña —atestada ésta de documentos—, sillas de cuero y madera, y arcones con sus pertenencias. Poco adorno había allí dentro, a no ser que se considerase como tales a las armas, las lámparas de arcilla o las ánforas de cerámica.

—La verdad es que tu tienda no puede ni compararse con la de Claudio Emiliano —le dijo ella sonriendo—, él sí que sabe viajar, ésta, en comparación con la suya, parece la tienda de un pobretón.

—Es justo que así sea; porque yo soy pobre si se me compara con Emiliano —replicó el prefecto sin inmutarse, acostumbrado como estaba a las puyas repentinas de la nubia. Tanto como a ese derecho que se había tomado de decidir con quién de los dos, si el tribuno o él, dormía cada noche.

Hasta que un arquero de su escolta no acudía a su alojamiento o al de Emiliano, a comunicar que la sacerdotisa le rogaba que le visitase en su carpa, para discutir en privado ciertos asuntos, ninguno de los dos sabía quién era el elegido. Así que al final, por mucho que fueran conscientes del juego que seguía Senseneb, se había establecido una especie de ritual. Una rutina que consistía en que, al caer la noche, ambos se encerraban en sus respectivas tiendas, en teoría a despachar asuntos, y en realidad a esperar al mensajero de la sacerdotisa de Isis. Aunque algunas veces el primero, empujado por el malhumor o las obligaciones de su cargo, abandonaba a esas horas su alojamiento para inspeccionar los puestos de guardia.

Aquella noche, Tito estaba de humor algo abstraído, aunque no por eso dejaba de lado su sempiterna costumbre —tan criticada por algunos— de beber vino sin aguar. Senseneb se le había quedando contemplando, ahí sentado, ante su gran mesa abarrotada de tablillas y documentos, alto y huesudo, con el rostro, los brazos y las piernas aún más oscuros por contraste con la túnica blanca de legionario.

—Es incomprensible —manifestó, al tiempo que dejaba la toca en una esquina de la mesa.

—¿Qué es incomprensible?

—Esto —abarcó con una mano llena de anillos lo que allí había—. Tú eres un hombre importante; el segundo en el mando aquí.

—¿Y qué?

—Que no entiendo cómo no vives en forma más acorde con tu posición. La tienda de ese mercader, Quinto Crisanto, es tres veces más grande y está veinte veces mejor provista que la tuya.

—Mi cargo en la expedición no tiene nada que ver con esto —afirmó huraño—. Cada cual vive y viaja de acuerdo con sus posibilidades, no su posición. No soy más que un oficial de carrera de las legiones y lo que aquí dentro ves —a su vez abarcó con la mano lo que contenía su tienda— es lo que me da de sí la paga. No soy un niño bien como Claudio Emiliano, ni un ricachón como Crisanto, sino un simple
eques
de provincias.

—Ya, ya —se paseó voluble por la tienda, haciendo susurrar las gasas de su atuendo en la penumbra, al tiempo que lo examinaba todo con ojos críticos. Rozó con la yema de los dedos las armas que colgaban del poste central—. Anda, sírveme un poco de vino. ¿Ves lo que te digo que vives como un pobre? Pero si no tienes ni un esclavo que te escancie la bebida.

Ahora Tito se echó a reír y, cambiando de humor, echó mano del ánfora, de una jarra de agua y de una copa de cerámica ocre.

—¿Mitad y mitad? —los líquidos cayeron gorgoteando en el interior de la copa—. No necesito para nada que nadie me sirva el vino, ni que me ayude a vestirme.

—Emiliano tiene una docena de esclavos. Tiene incluso un peluquero que les riza el pelo a él y a los suyos.

—Allá ellos —le entregó la copa.

—¿No lo apruebas?

—Ni lo apruebo ni lo desapruebo; es tan sólo que no es mi estilo. Pero puedes jurar que si esos pretorianos estuviesen bajo mi mando no les iba a consentir ciertas cosas. Yo tengo dos esclavos y se ocupan de tareas útiles —dio un trago a su copa—. Del primer legado con el que serví como centurión, allá en Siria, en la IV Escítica, aprendí que no debe haber personal superfluo en una legión.

—¿Superfluo? ¿Te refieres a los esclavos?

—Esclavos peluqueros, de manicura, y demás, sí. Y en general a todos aquellos que están sin hacer nada de provecho —gruñó—. Hay legiones que están llenas de clientes de los oficiales superiores; parásitos con rango de
extraordinari
, que cobran por no hacer otra cosa que no sea estorbar. Palabra que si algún día llego a
praefectus castrorum
de una legión, eso no va a suceder en la parte que a mí me toque.

—Te creo —respondió ella con total sinceridad, viéndole sentado en la penumbra de su tienda, dándose a la bebida y rumiando viejas amarguras, y sin embargo con ese manto como de energía pura que parecía aureolarle con tanta frecuencia.

Hubo un largo silencio y luego Senseneb fue a sentarse en la mesa, muy cerca de él, y se quedó mirándole con esos ojos tan oscuros y brillantes suyos.

—¿Sabes, Tito? Hay cosas que nunca me entrarán en la cabeza.

—¿Qué cosas? —alzó la cabeza y aspiró el perfume que la envolvía.

—Costumbres vuestras, de los romanos. No puedo entender que un hombre de rango inferior al tuyo, como Crisanto, tenga mucho más que tú. Entre mi gente, cada cual tiene de acuerdo a lo que es. Los reyes viven en palacios, entre oro, telas y marfil, atendidos por sus esclavos, y se les entierra rodeados de criados para que estén servidos en el más allá, y los campesinos viven en sus chozas. Es así de sencillo.

Tito Fabio volvió a olisquear el perfume de la sacerdotisa y se la quedó contemplando perplejo, porque nunca se le había pasado por la cabeza una cuestión así, por último se encogió de hombros.

—Bueno, las cosas no funcionan así en Roma. Es posible encontrar
equites
y
curiales
mucho más pobres que libertos, desde luego. La riqueza y el estatus social son dos cosas distintas y no tienen por qué ir parejas. Por eso Crisanto no sólo es más rico que yo, por supuesto, sino también que Emiliano, que es de familia senatorial y antigua.

—Pues eso es lo que no puedo entender.

—No hay nada que entender: las cosas son así. Es más: por si no lo sabes te diré que para mantener el estatus senatorial es obligatorio disponer de una fortuna considerable; si se baja del nivel requerido, se pierde la categoría.

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