—Te equivocas —le contestó Flaminio, abandonando por un momento los grandes gestos—. Es nuestro problema. Nos estamos alejando de nuestras bases en una expedición que nos lleva primero a un país extranjero y luego a tierras desconocidas. No es nada bueno que las tropas duden de sus jefes.
—En eso tiene razón, Seleuco —aceptó con una mueca pensativa Quirino.
—Bueno: aun así, sería problema nuestro y no tuyo, Flaminio —replicó el aludido, que comenzaba a calentarse—. Nuestro —con el pulgar señaló a Quirino y luego a sí mismo—. Tú ocúpate de que tus libios no se amotinen y nos corten a todos el cuello una noche, mientras dormimos.
Flaminio se revolvió, picado a su vez, en tanto que Quirino se detenía a un par de pasos y adoptaba de nuevo esa pose de espectador burlón, atento al duelo verbal que se avecinaba.
—¿Qué tienes tú que decir de mis hombres, bocazas?
—Que son unos salvajes, y que no me fío nada de ellos.
—No te apures, hombre, que en caso de batalla no se van a desbandar al primer choque, como hacen los nubios.
—Si tú lo dices, porque la verdad es que estamos teniendo un montón de deserciones.
Flaminio acusó el golpe encrespándose un poco más.
—No desertan por miedo, sino porque son unos tipos indómitos, y muchos son incapaces de adaptarse a la disciplina militar. Pero son buenos guerreros: sus madres les traen al mundo con la lanza y la honda ya en la mano.
—Pues peor todavía. Me pone nervioso que duerman dentro del campamento, tienda con tienda con nosotros. Mira que se lo he dicho veces a Tito, pero no me hace ni caso.
—¿Y luego dices que yo saco las cosas de quicio? —se carcajeó Flaminio, cambiando de humor como el viento.
—Tú ríe. Pero cualquier noche nos van a pasar a cuchillo, o matarán a sus oficiales, desertarán en masa y nos abandonarán en territorio hostil. No sé cómo podéis estar tan tranquilos, siendo un puñado entre tantos bárbaros.
—Ja. Exagerado.
—Ríe. Pero vigila tu espalda, Flaminio.
—Si me cortan la cabeza, confío en que tú me darás un funeral decente.
—Pues haces mal. Tengo cosas más importantes de qué ocuparme —replicó de igual humor Seleuco; pero, viendo que por aquel lado no iba a conseguir picar más a su amigo, no insistió.
Antonio Quirino aprovechó la tregua para volver al tema.
—¿Qué podría querer sonsacar Senseneb al tribuno o al prefecto? ¿Nuestras fuerzas?
—Eso es absurdo. Están bien a la vista —repuso Seleuco.
—No hablo de los soldados que componen esta
vexillatio
. Me refiero al número y composición de las fuerzas de frontera.
—Me parece que lo que tienen los nubios en la cabeza es una invasión de su territorio desde Egipto, y no al revés —Flaminio sonrió con dureza.
—Siendo así, el dato les sería aún más útil. Pero a mí me parece que, si quiere saber algo, eso son nuestras verdaderas intenciones. Me da que los nubios no se creen que Roma pueda hacer un despliegue semejante sólo para llegar hasta la boca del Nilo.
—Eso será porque no conocen a Nerón —volvió a sonreír de mal humor el prepósito.
—Y más les vale no conocerle, al menos cuando está de malas —Seleuco enseñó los dientes.
—A mí lo que me importa es lo que pueda pasar con Tito —volvió a la carga Flaminio, incansable.
Sus dos compañeros le miraron desconcertados.
—¿Qué pasa si esa nubia logra influir en él?
—¡No digas tonterías, hombre! —Seleuco se echó a reír a carcajadas—. Te está dando demasiado el sol y el viento del desierto. A ver si ahora también tú vas a creer eso de que Senseneb es una bruja y le va a robar la voluntad.
—Yo no he dicho eso. Ya sé que Tito no es hombre que se convierta en juguete de mujer alguna, sea sacerdotisa de Isis o reina de Asia. Pero me da miedo que ella pueda influir hasta cierto punto en sus decisiones.
Seleuco volvió a reírse, en tanto que Antonio Quirino meneaba la cabeza, sonriente aunque más dudoso.
—Mira, Flaminio —se mantuvo el primero en sus trece—. Senseneb es una mujer guapa, todo lo lista que quieras, y sin duda una gran amante. Como si de verdad tiene poderes mágicos. Tito no va a caer en sus redes y me apuesto contigo lo que quieras.
—De momento va a su tienda todas las noches, si es que ella le llama. Eso lo sabe hasta el último esclavo de la caravana.
—¿Y qué? Ya sabes como es Tito: le gustan mucho las mujeres, pero eso no implica que ella signifique nada para él.
—¿Eso te lo ha dicho él o lo estás suponiendo?
—Conozco a Tito, Flaminio, y tú también. Y algo parecido me dio a entender después de la primera noche. Le dije que se anduviera con tiento con esa nubia, y se rió de mí, como yo me río ahora de ti.
—Tú lo has dicho: eso fue después de la primera noche. Las cosas cambian. Y sigo pensando que tanta suficiencia es peligrosa. Ya sabes lo que dicen: el corazón es como una fortaleza desguarnecida…
—Olvídate de refranes —se echó a reír con tanta fuerza que los que cavaban se volvieron de nuevo a mirarles. Pero estaban demasiado lejos y nadie pudo saber de qué discutían con tanta vehemencia.
—Como quieras. Pero tú haz la prueba. Ya que tanta confianza tienes con Tito, saca como quien no quiere la cosa el tema de Senseneb cuando estéis bebiendo; dale cuerda para que hable, que eso se te da a ti muy bien, y luego saca tus conclusiones.
—De acuerdo: eso haré —aceptó el otro, aún sonriente—. Pero ves fantasmas donde no hay nada, Flaminio. Siempre has sido así.
—¡Mira quién habla de fantasmas! ¿No eras tú el que decía hace un rato que no duerme bien y anda siempre mirando por encima del hombro, no sea que los libios se amotinen y nos pasen a cuchillo a todos, cualquiera de estas noches?
Seleuco abrió la boca para replicar; pero Quirino, que contemplaba el enfrentamiento a unos pasos, socarrón y con los brazos en jarras, medió de repente.
—Dejadlo ya, que cansaríais a un griego con tanta discusión. Siempre estáis igual —señaló con un gesto al campamento, a las zanjas abiertas y a los hombres polvorientos, que ya se disponían a clavar cada uno sus dos estacas, y a afirmarlas con cuerdas, para formar la empalizada—. Eso ya está listo.
—Vamos a echarle un vistazo —Salvio Seleuco se olvidó de la pugna verbal como si nunca hubiera ocurrido, para lanzar una ojeada al sol que declinaba—. Hoy hemos acabado pronto.
—Sí —convino Flaminio, que aún seguía algo acalorado.
—Mejor —Seleuco se permitió una sonrisa de oreja a oreja—. Pasamos una inspección y, si todo está en orden, nos vamos a tomar un vaso de vino. Con calma, que es como a mí me gusta.
—¿Y una partida?
—Hecho.
La columna siguió hacia el sur, siempre el sur, siempre paralela al curso del Nilo, a lo largo de rutas de caravana que unas veces discurrían por el desierto y otras en cambio se acercaban tanto al río que los legionarios en marcha podían sentir y oler el frescor de las aguas, divisar el verdor y, entre las plantas, entrever cómo él sol resplandecía sobre el azul. Viajaban despacio para no forzar a la caravana y para más comodidad de Basílides, que con frecuencia se apartaba de las tropas, con una escolta armada, a visitar antiguos templos y las ruinas de ciudades y factorías fundadas en la época de los grandes faraones y abandonadas desde hacía siglos.
La fortaleza de Primis, el último baluarte romano en esas tierras, había quedado ya a sus espaldas y avanzaban desde hacía días por la zona bajo control meroíta. Aunque los soldados no habían notado muchos cambios, para Emiliano, que viajaba aún en litera, había resultado de lo más impresionante el momento en que, al apartar los cortinajes para contemplar el paisaje, había descubierto que ya no había más piedras miliares marcando distancias en el camino. Quizá para otros no tuvo ninguna importancia, pero el tribuno sintió una sensación muy extraña al darse cuenta de que, por primera vez en su vida, había salido de territorio romano.
La franja fértil era ya un recuerdo lejano y a ambos lados del río no había otra cosa que arenas y pedregales, salpicados de matojos y recorridos por chacales, gacelas, leones y avestruces. Las dunas llegaban a menudo hasta el mismo borde del agua, y en las márgenes soleadas crecían poco más que palmeras formando grupos dispersos.
Allí donde las orillas eran un poco más benignas, los exploradores encontraban aldeas de agricultores, cuyos habitantes sólo se distinguían —al menos a ojos de un romano— de los campesinos de Elefantina porque su piel era negra; pero tanto en costumbres como en vestidos y adornos se diferenciaban bien poco de ellos. Había también tribus errantes que vivían de la ganadería y la caza, que vestían con pieles y que se acercaban a mirar el paso de la columna, atraídos por la fama de Roma y sus soldados, así como por el deseo de comprobar si era verdad eso que se contaba sobre los fabulosos animales de cuello largo y joroba que servían como bestias de carga a los viajeros.
Pese a la indiferencia que en general mostraba Claudio Emiliano hacia lo egipcio —una postura que era en buena medida reacción contra esa otra de muchos de sus conciudadanos, que en los últimos años mostraban un fervor excesivo por todo lo que llegaba de ese país milenario—, no pudo dejar de sentirse atraído por las historias que se contaban sobre el Gran Templo del Rey. La gente se hacía lenguas acerca de ese edificio legendario, esculpido en roca viva en una colina ribereña del Nilo, por orden del gran faraón Ramsés II. El mismo Basílides, que nunca lo había visitado, no dejaba de alabar las dimensiones y la perfección del monumento, y otro tanto hacía Merythot, aunque éste sí se jactaba de haber estado allí.
Por eso, cuando supo que el geógrafo iba a visitar el templo, el tribuno se decidió a acompañarle, y se embarcó con él en una de las naves de la flotilla de apoyo que navegaba por el Nilo, cargada de provisiones y manteniéndose siempre a la altura de la columna.
Emiliano tendría luego recuerdos algo brumosos de esa visita, por culpa en parte de que aún no se había recuperado del todo, y en parte por el calor y la sensación de soledad que les acompañó durante el viaje, tanto el de ida como el de vuelta.
La nave era una embarcación de estilo indefinible, mezcla de las artes navales romanas y egipcias, con media docena de remos a cada banda y una gran vela triangular. Carecía de cubierta y en su interior se apiñaban los tripulantes, Basílides, el tribuno, algunos soldados y unos pocos acompañantes, entre los que estaban Merythot y Valerio Félix, que se apuntaba casi siempre a esas salidas, provisto de tablilla y punzón.
Fueron navegando a lo largo de una ribera salvaje, despoblada y desértica, en la que escaseaban los palmerales y abundaban las arenas. El agua del río iba a lamer con mansedumbre playas estrechas que se abrían al pie de farallones rocosos, carcomidos por la erosión. El borde mismo del río rebosaba empero de toda clase de plantas acuáticas, entre las que se escabullían los peces. Las aves sobrevolaban un Nilo que era allí perezoso, azul y centelleante, y era frecuente que los cocodrilos y los hipopótamos rompiesen la superficie del agua con estruendo, entre un hervor de espuma blanca.
La proa cortaba con un susurro las aguas, el viento hacía chasquear la lona pintada de la vela. El sacerdote y el geógrafo discutían sobre cuestiones arcanas en griego, este segundo sorprendido por los conocimientos de alguien al que había tenido por un charlatán. Los soldados conversaban en latín y los marineros se gritaban entre ellos. El tribuno se había apartado de todos para contemplar en silencio, acodado en la borda, la extensión azul del río y esas riberas agrestes, amarillas de arena y pardas de rocas. Con la cabeza cubierta por un pliegue del manto blanco, observaba las colinas lejanas, las dunas, los círculos de los buitres en el cielo. Le molestaba el sonido de las conversaciones y se dejaba arrullar por el murmullo del agua, los aleteos de la vela, los crujidos del maderamen.
¿Cuánto tiempo estuvo así? No hubiera sabido decirlo. Adormilado, dejaba saltar sus pensamientos entre la lejana Roma y el actual viaje, y de vez en cuando algún incidente —un ibis que pasaba como una flecha blanca y negra, la salida resonante de un hipopótamo, el aire que rielaba sobre los desiertos ribereños— le sacaba por un instante de su abstracción; pero luego dejaba caer los párpados y volvía a la somnolencia.
Uno de los marineros dio una voz de aviso. Las conversaciones se apagaron y el tribuno levantó primero la cabeza y luego apartó algo el pliegue del manto, para poder ver mejor. Todos miraron hacia donde señalaba el vigía, un sujeto renegrido que no vestía más que un taparrabos, y el silencio se apoderó de la nave.
Porque río arriba, en la misma ribera occidental, en la ladera rocosa de una colina que casi llegaba a las aguas, manos antiguas habían tallado la fachada de un templo, esculpiendo estatuas gigantescas dentro de nichos abiertos en la misma piedra. Todos miraban. La nave, entre el aleteo y chasquear de la vela, fue pasando ante la fachada de ese templo consagrado a la diosa Hathor. Algunas de las imágenes representaban al propio faraón, tocado con coronas reales, en tanto que la del centro era la de una mujer y retrataba a la esposa del rey, Nefertari, que había servido de modelo para encarnar a la propia diosa. O eso les contó, algo después, el sacerdote Merythot.
Pero en aquellos momentos todos guardaban silencio y contemplaban la orilla, con los ojos puestos en aquellas estatuas enormes que surgían de la misma roca, y lo único que se oía era el suspiro del viento, el murmullo de las aguas azules y los sonidos de la soga y la madera, mientras los marineros se afanaban a la vela para atrapar las ráfagas de viento.
La embarcación llegó a la altura del templo, lo fue dejando lentamente atrás y, en un momento dado, cuando empezaba a rebasar esa colina y lo que había más allá quedó de repente a la vista, todas las miradas se volvieron de nuevo a proa. Los hubo que no pudieron contener exclamaciones de asombro y Emiliano, la cabeza tapada, observó boquiabierto.
Más allá había otra colina; pétrea, parda, igual de redondeada que la otra por la erosión, y separada de ésta por un desfiladero arenoso. Y en la ladera norte de aquel cerro rocoso, esa que miraba al desfiladero —y no en la que daba al río, como era el caso del templo de Hathor—, los canteros egipcios habían tallado un segundo templo en la roca viva, tan inmenso que hacía pequeño al anterior.