Valerio Félix, por su parte, se había quedado contemplando absorto las escenas de batalla y victoria que adornaban las paredes. No hubiera podido decir cuánto tiempo estuvo estudiándolas a la luz de su lámpara, recorriendo el muro y volviendo sobre sus pasos para buscar nuevos detalles. Y cuando por fin despegó los ojos de los frescos no fue por cansancio, sino porque le distrajo la llegada de alguien procedente del exterior.
Se trataba de uno de los pretorianos, que se quedó unos instantes en el umbral, cegado por la repentina oscuridad. Fue la presencia de esa figura en el dintel, que tapaba la entrada de luz exterior, lo que le hizo volverse. En las tinieblas, los hombres iban y venían con las lámparas, de forma que las luces danzaban por la sala hipóstila como luciérnagas amarillas. El pretoriano localizó al tribuno, se le acercó, cambió con él unas pocas palabras y los dos salieron fuera.
Lleno de curiosidad, y también un poco alarmado, Valerio fue detrás de ellos.
Casi tuvo que retroceder ante la embestida de luz y calor que suponía emerger de repente de las entrañas de las montañas. Parpadeó, los ojos se le llenaron de lágrimas. Apagó la lámpara, que aún chisporroteaba en su mano.
Los pretorianos habían abandonado la sombra y formaban en grupo, algo por delante de los colosos, empuñando los escudos rojos con alas y rayos dorados, y con los
pila
en las manos. Los tres arqueros sirios se les habían unido, de nuevo prestos a montar la cuerda del arma a la menor señal de alarma. Emiliano, envuelto en su manto blanco, estaba discutiendo con sus hombres, y también él miraba rampa arriba y a las laderas rocosas. Los germanos se mantenían muy cerca de él, con sus túnicas verdes, las trenzas y las barbas rubias, y esos escudos oblongos, de motivos dorados sobre fondo verde.
Valerio quiso saber qué pasaba.
—El nubio ha desaparecido. Salió a explorar y no ha vuelto —le contestó el tribuno.
—Quizás ha tenido un accidente y se ha despeñado.
Emiliano le miró con ojos que ahora eran de un azul oscuro y su interlocutor se acobardó.
—O quizás ha aprovechado para desertar. Ya lo sé.
—No he pretendido molestarte, tribuno.
—No lo has hecho —zanjó el otro con diplomacia.
Se adelantó unos pasos por aquel río de arena que bajaba en pendiente, el manto ondeando en el viento cálido. Se detuvo y se quedó observando aquellos alrededores batidos por el sol. Paseó los ojos por las peñas.
—Que alguien avise a los que están dentro para que salgan, y sin demora. Nos volvemos al barco.
Basílides y Merythot salieron, el primero guiñando los ojos, entre deslumbrado y confundido, el segundo imperturbable. El tribuno, con un gesto seco y sin mayores explicaciones, ordenó emprender el regreso.
—Con calma.
Bajaron como habían venido, en hilera. Los pretorianos marchaban con los escudos y los
pila
en las manos, los arqueros en retaguardia, oteando como halcones. Nadie hablaba y ya no había nada de la pereza o el asombro de la subida, y sí cierta tensión contenida, como la de un resorte presto a saltar.
No mediaban más que unos cientos de pasos entre el templo del Rey y la orilla, donde aguardaba la embarcación, pero ahora a Valerio Félix le pareció una distancia muy larga. Podía haber bandidos nubios ocultos entre las piedras y, en cualquier momento, podían salir en tromba para acuchillarles. Todo era silencio. El aire alzaba torbellinos de polvo, los arrastraba unos metros y luego los dejaba caer al agotarse la ráfaga. Las aves planeaban junto al acantilado, por debajo de los monos de piedra, con graznidos retumbantes.
Para Valerio fue un paseo muy largo, pero llegaron a la orilla sin mayor contratiempo. Los soldados se refrescaron en el río y luego, entre todos, empujaron la nave para arrancarla a la arena de la playa. Fueron subiendo entre chapoteos, ayudándose unos a otros a pasar la borda.
Con el agua por las caderas, Claudio Emiliano, tribuno militar, se volvió a mirar por última vez a aquel templo inmenso y antiguo, cincelado hacía tantos siglos en la roca de los cerros por el genio colectivo de todo un pueblo. Hacía mucho calor, el viento era sofocante y las aves planeaban por el desfiladero. Todo allí tenía un aspecto desolado y él, mirando a los distantes colosos, meses después de haber pisado Egipto, tuvo más que nunca la sensación de estar, de verdad, muy lejos de Roma.
* * *
Al volver del templo del Rey, Claudio Emiliano no se sentía nada bien. No dijo una palabra al respecto, pero se adivinaba por su forma de respirar, por la palidez del rostro y por cómo se enjugaba el sudor, abundante y pegajoso, una y otra vez. Cuando la nave varó en las arenas de la orilla, los pretorianos quisieron ayudarle a bajar, y él no rechazó esta vez las manos que le tendían.
Apoyado en el brazo de uno de sus soldados, recorrió muy despacio la distancia que les separaba del campamento; ya estaba instalado, y Cayo Marcelo mandó de inmediato que le acostasen. Así que el tribuno se quedó lo que quedaba de día tumbado en su lecho, mientras los esclavos le daban caldo y agua, y le aireaban con abanicos de hojas de palmera.
La tienda, que era de las de poste central, tenía las paredes formadas por varias capas superpuestas de lona y cuero. Mientras era aún de día, tenía quitadas las externas, de forma que las interiores, que eran las más finas, se transparentaban con la luz de la tarde y el interior estaba sumido en una penumbra tibia, y una quietud como de santuario, en la que se podía ver el revoloteo de las motas de polvo. Era una atmósfera que invitaba al silencio o a hablar en voz baja, y el tribuno pasó la tarde dormitando, a pesar de que había allí varios de sus hombres, conversando entre susurros.
Luego, uno de los centinelas entró para anunciar que la sacerdotisa Senseneb había llegado a visitarle, y Emiliano volvió la cabeza para observar con párpados entrecerrados. Alguien apartó las lonas de la entrada, una marea de luz se coló de repente por el hueco, a raudales, la figura velada de la nubia se perfiló en ese resplandor. Luego las lonas cayeron entre susurros, y la tienda volvió a quedar en su penumbra quieta y dorada.
Ella se acercó al camastro, con un revuelo de gasas blancas. Se quedó contemplando durante unos instantes al convaleciente, antes de alzarse los velos y tomar asiento a su lado. Cayo Marcelo, con un cabeceo, invitó a los pretorianos a salir. Mientras éstos se levantaban, con rumor de tela y cuero, y tintineo de metales, señaló a los sirvientes la puerta, conminándoles a marcharse también. El ayudante del tribuno, siempre tan prudente, lo prefería así, ya que sabía que el mejor amigo, o el esclavo más leal, puede irse de la lengua sobre lo que no se debe, y bastantes habladurías corrían ya entre las tropas.
él mismo fue a sentarse de nuevo a la mesa, a examinar mapas y documentos, con la copa de vino medio llena en la mano, mientras las dos esclavas de la sacerdotisa se refugiaban en una de las esquinas de la tienda, porque los arqueros de Senseneb jamás entraban.
—Tribuno —le dijo ella con voz suave, en su latín bárbaro—, me han dicho que has vuelto a caer enfermo y he venido a ver cómo te encuentras.
él movió la cabeza, con ojos entrecerrados, y respondió en griego:
—Eres muy amable, de verdad; pero no es nada. Me he fatigado un poco de más, eso es todo. Aún no me he repuesto por completo y me han afectado tanto calor y tanto sol.
Senseneb miró unos instantes dentro de esos ojos somnolientos, de color ahora azul apagado. Recogió uno de los abanicos de hojas de palmera y ella misma comenzó a agitarlo rítmicamente ante el rostro del enfermo, con un sonido susurrante que creaba la ilusión, dentro de la tienda, del viento agitando los palmerales.
Apartó luego el abanico, y le puso la mano sobre las vendas que aún le cubrían el pecho y el abdomen, para comprobar si tenía fiebre en las heridas. Y él se dejó hacer con languidez.
Se inclinó un poco más sobre el romano, pero sus manos no pudieron notar nada anormal a través de las vendas. El cuerpo del tribuno desprendía el mismo calor que una piedra que hubiera estado en la solana durante largo rato, pero eso se debía al esfuerzo realizado por un hombre que aún no se había recuperado del todo. No se sentía ese tacto tan peculiar, que es como el de un fuego enfermizo, que es propio de las calenturas.
Sus manos aletearon sobre el torso atlético del tribuno, con dedos tan leves como el roce de plumas. Ya la primera vez que le vio en Filé, tendido y sangrante, se había sentido fascinada por el cuerpo de ese romano, que tanto le recordaba a las esculturas de los griegos. Había visto a muchos hombres fuertes, de músculos grandes y marcados, sobre todo entre los guerreros negros del sur, que combatían y bailaban desnudos detrás de sus escudos pintados. Pero nunca en su vida había contemplado una perfección igual, ni proporciones tan armoniosas. Era, en verdad, como si una estatua helenística hubiera cobrado de repente vida.
Las yemas de sus dedos acariciaron ese pecho depilado, sintiendo el tacto resbaladizo del sudor. El tribuno estaba empapado. Le olisqueó, pero su olor era ese punzante del sudor fresco y no el que ella había olido durante días, cada vez que le visitaba; aquel otro más espeso y cargado con los humores de la enfermedad.
Las vendas estaban mojadas por la transpiración, así que deshizo los nudos. Debajo había cicatrices rosadas que estropeaban la perfección del vientre y pecho de estatua. Palpó con delicadeza aquella carne nueva.
—Tus heridas están casi curadas, tribuno —afirmó con suavidad—. Que no vuelvan a vendarte; es mejor que les dé el aire, para que se sequen y acaben de cerrar antes.
él asintió con desidia.
Senseneb pasó un dedo por una de las cicatrices y él sintió un estremecimiento muy peculiar, como un calambre que comenzase allá donde ella acariciaba y fuese a acabar en su espinazo. Ella volvió a rozar la herida, él volvió a estremecerse. Luego, la sacerdotisa comenzó a deslizar la yema muy despacio por entre sus pectorales marcados, para bajar después por la línea media del vientre.
Claudio Emiliano cerró los ojos y lanzó un largo suspiro.
Cayo Marcelo apartó la vista de sus pergaminos y, con un gesto seco, ordenó a las dos esclavas que salieran. Luego él mismo se puso en pie con el mayor de los sigilos, recogió despacio su espada de encima de la mesa y se fue también. Hubo una nueva agitación de lonas en la puerta, un ir y venir de la luz, y la tienda volvió a quedarse en penumbras.
Los dedos de Senseneb volvieron a subir por la línea del vientre y por el tórax del tribuno, despacio, muy despacio. Sus yemas parecían revolotear sobre la piel del romano. El olor que desprendía éste había cambiado y ahora había en él un aroma que la nubia conocía de sobra, que nada tenía que ver con la fatiga o el placer, y sí con el hombre en celo.
Miró otra vez dentro de esos ojos entornados. Las pupilas azules habían mudado también de color y se habían vuelto mucho más oscuras, como mares profundos y alborotados. Había deseo en ellos, sí, pero también algo más. Esos ojos parecían conservar una frialdad que no se disipaba nunca del todo, que no cedía ante ningún otro sentimiento, sino que simplemente se mezclaba con él; fuera éste deseo, ira o alegría. Era siempre así, de la misma forma que los ojos oscuros del prefecto Tito, por más excitado o satisfecho que pudiera estar, nunca perdían cierto poso de dureza que quedaba en todo momento ahí, muy al fondo.
Senseneb le sonrió, con una sonrisa amplia y brillante. Volvió a acariciarle el pecho y él a inspirar con fuerza. Entonces ella se levantó, apartó como de mala gana la mano de su tórax y se alejó unos pocos pasos.
Las motas de polvo danzaban en la claridad seca de la tienda. Las telas se transparentaban contra la luz de la tarde, y se veían las siluetas negras de los pretorianos de guardia, como si estuvieran detrás de un telón iluminado. Las lonas chasqueaban cada vez que se alzaba algún soplo de aire cálido; pero, por lo demás, todo era silencio. Los legionarios estaban descansando, aprestando los equipos o fuera, bebiendo, y los centinelas dormitaban. Sólo algunas moscas rompían la quietud interior y zumbaban junto a las copas de vino.
Más tarde, Claudio Emiliano tendría otra vez un recuerdo extraño y bastante fantasmal de lo que allí había ocurrido. Puede que las cosas no hubieran sido exactamente como él lo recordaba, ya que la fiebre juega extrañas pasadas, y él era consciente de eso. Aunque también es posible que todo hubiera sido así.
Tras apartarse del lecho, la sacerdotisa se le quedó mirando un instante y luego se quitó el tocado de velos blancos, rematado en una media luna de plata; y por primera vez el tribuno pudo verla descubierta. Era de cráneo fino y largo, y tenía la cabeza completamente afeitada, cosa que fue casi un choque para Emiliano, porque ni mucho menos la había esperado así. Sin embargo, la impresión era exótica y ni mucho menos desagradable. Sus rasgos eran aún más armoniosos sin el tocado, y también más juveniles, y los ojos le brillaban en la penumbra dorada de la tienda, casi como los de una fiera.
Se quedó con el tocado entre las manos, observándole, y luego lo depositó sobre una mesa. Comenzó a despojarse de sus velos para él, que la contemplaba, uno a uno y muy despacio, casi como si bailase una danza antigua. Su atuendo estaba formado por gasas traslúcidas y superpuestas, de forma que, según se las iba quitando, el cuerpo que había debajo se perfilaba poco a poco. Sonreía y se contoneaba lentamente, como una serpiente hipnótica, mientras se libraba de un velo tras otro. Y el tribuno mayor, tumbado en el caluroso interior de su tienda, cubierto hasta la cintura por sábanas, pese a la fiebre y el malestar, sintió de repente una gran erección.
La sacerdotisa se despojó de otro velo y quedó cubierta tan sólo por la última gasa, silueteada contra el telón de las lonas iluminadas por el sol del desierto. Era de pechos pesados y caderas anchas. El romano entrecerró los ojos; ella siguió cimbreándose, volvió a sonreír. Soltó el último velo, y los ojos azules del tribuno se volvieron aún más oscuros.
Llevaba todo el cuerpo, y no sólo el cráneo, depilado, según las costumbres sacerdotales egipcias. No tenía ni un pelo ni en las axilas ni el sexo, que era tan liso como el de una niña. Dos tatuajes creaban la ilusión de cejas; tatuajes negros y no azules, como esos otros que alargaban las comisuras de los ojos, o los de las mejillas, que la marcaban como hija de una tribu de la Alta Nubia. Con el último velo aún en la mano, se acercó de nuevo al lecho del tribuno. Se sentó otra vez en el borde de la cama, notando el bulto que le crecía al romano bajo las sábanas.